por Tomás Veizaga Ramírez

Él entra al dormitorio y la ve cerrando sus maletas.

—¿De nuevo? —le pregunta.

—Sí, ya estoy lista.

Ella levanta su equipaje y se dispone a pasar, pero él bloquea el paso.

—¿Y el Nico?

—¿El Nico qué? —responde ella—. ¿Acaso querí que me lo lleve? ¡No tengo dónde meterlo! Es tu hijo, vo hazte cargo. Yo no tengo culpa de las cagás que te mandai. Míralo, ¿no te da pena?

—A ti debería darte pena dejarlo botao. Es tu hijo también.

—No lo dejo botao, lo dejo contigo: su papá.

—Es lo mismo. ¿Pa qué estamos con cosas? Además, esto no se trata de mí, estamos claros. Apuesto que te vai a la casa de ese hueón.

—Me voy donde mi mamá.

—Mentira. Te vai con ese…

—No. Déjame pasar o llamo a los pacos.

Se hace a un lado, pero la observa atentamente. Ella se apresura hacia el living, deja su equipaje en el suelo y entra a la cocina. Él mira a su hijo, sentado en un rincón del dormitorio. Menea la cabeza, y luego corre en dirección a las maletas desatendidas. Las levanta y las lleva al balcón. Las esconde bajo una toa-lla grande.

Vuelve al living, se para en el marco de la puerta de la cocina:
—Yo te bajo las maletas —dice.

Ella no contesta, está ocupada metiendo loza dentro de una caja.

—Voy a bajarlas —insiste él, y sale del departamento.

Baja las escaleras lentamente, apenas hasta el primer rellano con que se topa. Enciende un cigarrillo y se apoya en la baranda. Mira el patio, el estacionamiento, las vidas cotidianas.

Se abre la puerta del departamento y aparece su hijo. Se le acerca sorbiéndose los mocos y se sienta en un peldaño. Él lo mira, echa humo y dice:
—Dejaste la puerta abierta.

El niño solloza, casi en silencio. El padre vuelve a apoyarse en la baranda.

—No es pa llorar, Nico. Tu mamá siempre hace lo mismo.

Ella sale al pasillo, sujetando una caja llena de platos, vasos y tazas.

—Te llevai hartas cosas —dice él.

—Lo mío nomás. ¿Y las maletas?

—Ya te las bajé, están en el primer piso. Pesaban harto. ¿No se te queda nada?

—No.

Cuando ella va bajando las escaleras, él le dice a su hijo que se quede ahí nomás, «bien quieto», y lue-go entra corriendo al departamento. Sale al balcón, mira hacia el estacionamiento. La ve girando en círcu-los, con la caja de loza aún en sus brazos. Él quita la toalla que cubría el equipaje, se vuelve a asomar y grita:
—¡Acá van tus cosas!

Ella cierra los ojos, paralizada, justo cuando explotan las maletas y se esparce la ropa.

Mira hacia arriba, grita algo con los ojos muy abiertos, la cara roja.

—¡Ándate, recipiente! —responde él, y escupe hacia abajo.

Ella grita algo de vuelta, y luego se percata de que varios vecinos están empezando a asomarse. Apoya la caja en el suelo y empieza a recoger su ropa, con la cara baja.

—¡Recipiente! —vuelve a gritar él, con todas sus fuerzas, y se escurre dentro del living.

Había perdido su primer cigarrillo, sin saber dónde ni en qué momento. Saca otro y lo enciende mur-murando.

Al cabo de un rato, escucha llantos afuera del departamento, pero no los asocia a nada. Menea la cabe-za, y sigue fumando hasta que apaga la colilla en un macetero.

Se levanta y va al baño a lavarse la cara, evitando concienzudamente mirar el espejo. Por la pequeña ventana se escuchan voces. Toma uno de los cepillos de dientes y lo tira al basurero. Luego muele el pe-queño contenedor a patadas.

Cuando se acuerda de su hijo, camina resoplando hacia la puerta de entrada y la abre con fuerza. Lo ve en el rellano de más abajo, siendo cobijado entre los brazos de un vecino. Una señora se está asomando por la escalera, un piso más arriba. Se escuchan murmullos por todas partes.

El hijo no ha visto al padre, pero el hombre que lo abraza sí.

—¿Qué es un «recipiente»? —pregunta el niño, llorando.

Él los mira con el rostro ensombrecido, como si estuvieran al final de un túnel. La gente empieza a hablarle, pero ya no escucha.