Hugo Fontana

Con miras al venidero 1er Encuentro de Literatura Negra y Fantástica que se realizará de manera virtual durante los días 18, 19, 25 y 26 de junio de 2021, es que Letras de Chile ofrece a sus lectores breves muestras de la vida y obra de los/as autores/as extranjeros que nos acompañarán en el evento. En esta ocasión, dejamos a disposición del público materiales de Hugo Fontana.

Hugo Fontana es un escritor, periodista y crítico literario uruguayo. Se inició como poeta, para después dedicarse al cuento y la novela de estilo realista, de corte policial. Su obra contempla variados géneros literarios. Ha escrito, entre otras, las novelas El cazador (1992), El crimen de Toledo (1999), La piel del otro. La novela de Héctor Amodio Pérez (2001), El nor suburbano (2009) y El agua blanda (2017); además, tiene a su haber varios volúmenes de cuentos, como Liberen a Bakunin (1997), Las historias más tontas del mundo (2001), La desaparición de Susana Estévez (2015). Se suman a sus trabajos, las obras poéticas Las sombras, el sol (1977), Poemas de arena (1988) y La voluntad de mentir (1986) y los textos ensayísticos Historias robadas. Beto y Débora, dos anarquistas uruguayos (2003) y Las mil cuestiones del día. Trece historias de anarquistas (2014).

Desaparición de Susana Estévez

Porque hay ciertas cosas que dan seguridad en la vida, sobre todo cuando uno vive en un pueblo pequeño donde nadie parece ser más importante que nadie.

Ser tenue. Después de todo, se trata de eso. No sentir que se tiene una responsabilidad particular, perentoria, un don especial con el que se vivirá hasta el último de los días sin la posibilidad de que en algún momento pierda su condición de inmediatez y pueda convertirse en parte de la memoria grupal, en un recuerdo colectivo.

Cuando una habilidad humana se transforma en un recuerdo colectivo, entonces la vida no exige demasiado esfuerzo; basta con alimentarlo muy de vez en cuando –una charla en la barra de la cantina, en la que se mezclen dosis adecuadas de nostalgia y de vanidad, no más que eso–.

Hablo del hombre que fue un gran jugador de fútbol, un excelente carpintero, uno de los mejores bailarines de tango y milonga, un amante proverbial que llegó a involucrar en sus múltiples hazañas a buena parte de las mujeres –casadas y solteras– que alguna vez vivieron en el pueblo. De esos valores hablo. O ni siquiera de esos.

Por ejemplo, ver pasar todos los mediodías frente a la ventana de casa a Carlitos Ramos –meditabundo, taciturno, a veces de la mano de su hija menor rumbo al portón de la escuela, a veces seguido por su gran ovejero alemán– da seguridad.

Una armonía insignificante y esencial.

Ir a la panadería y encontrar a Estela, la vendedora; confirmar tras su sonrisa que todavía celebra el haberse casado hace apenas tres o cuatro meses –una chispa, un destello incandescente, una nueva rutina muscular en la comisura de los labios–.

Por eso, las cosas que ocurrieron el pasado 24 de marzo fueron más importantes de lo que cualquier persona pueda llegar a creer. Una verdadera amenaza que estuvo a punto de mandar todo al mismísimo diablo, de convertir en un infierno la convivencia de todos los vecinos.

Quince minutos antes del mediodía Susana Estévez se bajó del ómnibus en la parada de la escuela pública y guio, como todos los días, sus pasos hacia la casa de los tíos en el Vivero del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca.

Pasó frente a la escuela pública y saludó a un grupo de mujeres que habían ido a esperar la salida de sus hijos, y llegó a cruzar un par de preguntas con Marilín Morales.

Esas preguntas protocolares acerca del trabajo, del estudio, del hijo de Marilín, de la nueva maestra del niño, que seguramente se venían repitiendo desde el comienzo de las clases, una o dos semanas atrás.

Y después siguió. Pasó frente a la Plaza de Deportes y volvió a leer en la otra acera, como desde hace algún tiempo, en la fachada de lo que hasta no hace mucho era una tienda de ropa y electrodomésticos, el cartel anunciando la llegada de la hermana Irene y sus consultas acerca del porvenir, lecturas de manos y de la borra del café, tarot y buzios –nadie, que yo sepa, irá jamás en este pueblo a averiguar cómo será el futuro, ni el suyo propio ni el de nadie más, ni siquiera el de una persona a la que se odie con todas las fuerzas–.

Cruzó frente a la policlínica del Ministerio de Salud Pública, saludó desde lejos a Beba Reboledo, quien llenaba en ese momento unas circulares en su pequeña oficina y quien devolvió el saludo haciendo girar en el aire su mano derecha tras el cristal de la ventana, y antes de abrir el grueso portón de madera del Vivero y de dirigirse hacia el camino de olmos, se detuvo para darle un beso a su tía.

Susana Estévez vive desde hace tres años en la casa de sus tíos, cuando se peleó con su madre.

La tía de Susana es una mujer regordeta, de piernas cortas y pasos apurados, de ojos claros, pelo teñido y voz estridente y nerviosa.

El tío de Susana es desde hace quince años capataz del Vivero, puesto que le permite habitar una de las casas sobre el final del camino de olmos, sin pagar alquiler ni electricidad ni agua. Es un hombre sereno, que a veces sale a jugar un partido de bochas con sus viejos amigos.

Él y su mujer no tuvieron hijos, por eso aceptaron con agrado que Susana se fuera a vivir con ellos después de pelearse con su madre.

Susana es una muchacha trabajadora, ni linda ni fea. Su mayor virtud es ser joven, e incluso la de parecer más joven de lo que es, algo que con el paso del tiempo multiplicará su valor.

Es habitual que ella y su tía se crucen frente al portón, cuando Susana vuelve de cumplir su turno en el Sanatorio 4 del Casmu y la tía sale a hacer su ronda de mandados que invariablemente da comienzo en la panadería, continúa en el almacén de Oscar Larnaudie, la carnicería unas veces, la farmacia otras, y termina en el salón de doña Jacinta, adonde juega de lunes a viernes diez pesos a la quiniela a un número que no ha figurado por décadas en el pizarrón de los aciertos.

Después vuelve. Su rutina es tan regular que si alguien, acostumbrado a verla todos los días, un día no la ve pasar, es improbable que pueda dormir serenamente la siesta o seguir siendo la misma persona que era hasta ese preciso instante.

El 24 de marzo la tía de Susana volvió a su casa en el Vivero después de hacer todos los mandados, con su bolso repleto de comestibles. Tenía resuelto cocinar un pastel de papas y acompañarlo con una sopa de verdura y ensalada de tomates –el marido termina su horario a las catorce y treinta, por eso es normal que almuercen tarde y que los preparativos de la comida nunca estén impelidos por apuro alguno–.

Y llegó a la casa.

Primero la sorprendió encontrar la puerta cerrada con llave, tal como la había dejado antes de salir. Después la sorprendió el silencio.

Lo primero que hace Susana cuando llega del trabajo es encender la radio y escuchar un programa de música tropical y melódica a todo volumen –es admiradora de Montana y de Sombras, ahora de Rodrigo–, pero ese día, el 24 de marzo, la puerta seguía cerrada con llave como si su sobrina no hubiera entrado, y la radio estaba apagada.

Buscó la llave en el monedero, abrió y entró a la casa.

—¿Susana? —llamó, interrogante, con la voz un poco más aguda y nerviosa que de costumbre. Dejó el bolso a un costado del fogón y fue hasta el cuarto de la sobrina. Estaba cerrado y en penumbras.

—Susana –volvió a llamar tímidamente, como si ya hubiera decidido no gastar un énfasis que tal vez necesitaría momentos más tarde, cuando efectivamente debió salir al patio y repetir el nombre en voz cada vez más alta.

Entonces se apostó a un costado del pequeño ciprés que crece al frente, miró en derredor esperando encontrar a su sobrina en algún sitio y comenzó a gritar.

En ese lugar, en el cruce del camino de olmos y el camino de las palmeras donde está ubicada la casa, la vegetación es amable, melancólica, dulce. Es hermoso en las mañanas, pero al atardecer no es un sitio recomendable para un hombre deprimido. Los verdes se confunden entre sí y terminan adquiriendo tonos de azul.

—¡Susana!, ¡Susana!, ¡Susana!

—¡Susana!

—¡Susana!

Gritó hasta quedar ronca y agotada.

—¡Susana!

Entonces se dejó caer hasta sentarse en cuclillas sobre la vereda de cemento lustrado y se puso a llorar.

—Susana —gimoteó por último.

Se sintió abrazada por el desconsuelo.

Su marido llamó a la comisaría desde el teléfono de la administración y le contó al sargento Juan José Guerrero cuanto había pasado. No quiso agregar demasiados detalles porque ya seguramente se los narraría su esposa, quien en ese momento caminaba de un escritorio a otro ofreciendo su versión a los oficinistas que la miraban atónitos, sin dar crédito a sus palabras y tratando de calmar a esa mujercita irremediablemente exaltada, hecha un paquete de nervios.

Como en este lugar nadie es más importante que nadie, y como por lo tanto nadie manipula o traba la información, las vías de comunicación son efectivas y rápidas y antes de que la camioneta de la comisaría llegara al Vivero para que la policía pudiera hablar personalmente con los tíos de Susana Estévez, todo el pueblo se enteró de que la muchacha había desaparecido unos minutos antes del mediodía, poco después de internarse en el camino de olmos rumbo a la casa de sus tíos, a plena luz pero sin el menor testigo que pudiera aventurar una sola pista acerca de su destino.

Y cuando digo todos, digo desde los alumnos de la escuela que ya no pudieron prestar atención a las palabras de sus maestras, pasando por los comensales del bar de Saúl que de pronto detuvieron la deglución de un exquisito plato a base de albóndigas y lentejas, hasta los transeúntes de la ruta, a más de dos kilómetros del lugar de los sucesos.

Y cuando digo que el hecho de que nadie sea más importante que nadie termine siendo una gran virtud, permite explicar que a los pocos minutos todo el mundo estuviera ofreciendo sus servicios para el operativo de búsqueda que el comisario fue diseñando con cierta torpeza y peor lentitud, poco acostumbrado a sucesos sin ningún antecedente.

—Prácticamente frente a mis narices —dijo la tía al comisario—. Me crucé con ella, nos dimos un beso, yo seguí para hacer los mandados y la pobrecita nunca llegó a casa.

El comisario escuchó con atención. A su alrededor se habían reunido todos los empleados del Vivero, un par de agentes de la seccional y los primeros curiosos que iban llegando hasta las oficinas y comenzaban a ponerse a las órdenes.

—Y sé que nunca llegó a la casa porque la puerta estaba cerrada con llave como yo la había dejado para salir a hacer los mandados —agregó la mujer.

Quince minutos después llegaron los primeros niños del turno matutino de la escuela y algunos del turno vespertino, quienes habían burlado la vigilancia de la directora y de sus propias maestras y habían escapado de clase, envueltos en una incontrolable excitación.

Y más vecinos. Y los funcionarios de la Junta con palas y azadas y rastrillos. Y algunos vehículos que se habían desviado de la ruta. Y un ómnibus del que empezaron a descender todos los pasajeros. Y mujeres –madres en su mayoría, si es que es posible lo femenino fuera de las normas de la maternidad– dedicadas a compadecer a la tía de Susana y a preguntarle una y otra vez cómo habían sido los hechos, para que ella pudiera repetir la historia y recuperara, por esa certeza que dan las palabras insistentes, alguna forma de esperanza.

El comisario, un hombre de voz augusta e inteligencia primitiva, decidió empezar por el principio y le pidió a la tía de Susana que lo acompañara hasta el camino de olmos, hasta el portón, hasta el pasaje frente a la Policlínica donde había visto por última vez a su sobrina, para que le volviera a explicar los sucesos.

—Ella sale todas las mañanas cuando todavía es de noche. Yo estoy cansada de repetirle que tenga cuidado, y ella de decirme que no me preocupe porque en una mano lleva una linterna y en la otra un espray con gas lacrimógeno que compró en La Casa del Policía.

Hacia el portón se dirigieron ambos, seguidos por una comitiva que no cesaba de crecer y que ya reunía a casi un centenar de comedidos.

Francisco Emilio Bustamante había salido de su casa el 18 de octubre de 1966, el mismo año de las elecciones que ganaría el general Oscar Gestido y en que Peñarol obtuvo la Copa Libertadores de América en aquel histórico partido frente a River Plate argentino en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, mucho antes de que el general Augusto Pinochet diera su golpe de Estado, después de que Amadeo Carrizo detuviera una pelota con el pecho y después de que en el alargue los delanteros aurinegros le propinaran dos soberbios golazos.

Francisco había esperado que sus dos hijos varones, de ocho y seis años, regresaran de la escuela. Cuando los vio llegar les dio un beso de bienvenida a cada uno y le dijo a su esposa, que estaba ultimando los detalles del almuerzo, que iba a salir un momento para comprar un paquete de tabaco Puerto Rico y hojillas de alquitrán.

—No me mientas, Francisco —le recriminó la esposa sin dar vuelta la cara, atendiendo a la hornalla de la cocina Volcán, aprontándose para darle bomba—. Vas a jugar a la quiniela. Siempre decís lo mismo. Decís que vas a comprar tabaco y después terminás jugando a la quiniela. Si por lo menos sacaras algún peso…

Francisco la miró definitivamente molesto desde el umbral de la puerta de la cocina, amagó a responderle algo pero prefirió quedarse callado por temor a proferir alguna grosería.
Titubeó, quiso acercarse a su esposa para darle un beso en la mejilla, acariciarle acaso la espalda, mirarla a los ojos. Ella levantó la cabeza apurada, lo vio salir y volvió de inmediato a su sacrificada labor.

Esa fue la última vez que se vieron y así, en esas extrañas posiciones –el uno casi de espaldas, los hombros y la nuca recortados por el marco de la puerta, la otra inclinada sobre el tanque de querosén, una expresión resuelta y fatigada en el rostro–, quedaron grabadas sus imágenes en las memorias de cada uno de los dos.

Treinta y cuatro años después, la mujer de Francisco, tras caminar desde las oficinas del Vivero hasta el portón del camino de olmos sin separarse un instante de la diestra de la tía de Susana, siguiendo a un par de metros los pasos categóricos del comisario, vio a su marido en la cola de la Policlínica.

Le costó reconocerlo. Se encontró con un hombre anciano y calvo que vestía unos ajados pantalones de gabardina marrón y una desteñida camisa de tartán, esperando a ser atendido por uno de los médicos de Salud Pública. Dudó en acercársele. Se puso a su lado sin decir palabra y esperó a que él la mirara.

El marido levantó al fin la cabeza. Tenía los ojos aguachentos, turbios, y forzó una pálida sonrisa cuando la reconoció.

—Francisco –dijo ella en voz apenas audible.

—La próstata –comentó él acompañando las dos palabras con un rictus de resignación.

Meneó la cabeza, volvió a dejarla caer más abajo de sus hombros, miró nuevamente el piso de baldosas de la recepción de la Policlínica.

—¿Es grave? –preguntó acongojada.

Él sonrió. La miró de soslayo, murmuró algo entre dientes que ella no llegó a descifrar.

—¿Dónde estuviste?

Levantó los hombros, volvió a murmurar.

—Los nenes se casaron.

Alzó la cabeza y un ligero y breve fulgor le iluminó los ojos.

Beba Reboledo apareció en el umbral.

—¡Francisco Bustamante! –llamó con voz poderosa. A ella no parecía importarle que Susana Estévez hubiera desaparecido un minuto después de saludarla.

El hombre dio dos pasos arrastrando los pies, torció la cabeza, miró a su mujer, levantó una mano en la que sostenía un papel –seguramente una de esas fórmulas, un carné con su nombre y apellido, que se exige a los pacientes para ser atendidos en los dispensarios del Ministerio–.

Se escuchó al comisario anunciando que se formarían tres grupos de búsqueda. Uno seguiría por el camino de olmos y rastrillaría el perímetro inmediato, otro se dirigiría al camino de palmeras con la obligación de llegar hasta la ruta, y el tercero se dedicaría a recorrer las calles del pueblo.

No fue difícil armar los comandos. Diría que casi silenciosa y espontáneamente se formaron tres grupos idénticos, que de inmediato se abocaron a la apremiante tarea de encontrar a Susana Estévez.
Se fueron dispersando, hasta que dos minutos después no quedaba nadie frente al portón.

No hay mayor garantía de lo tenue cuando pocos son los que disputan un liderazgo, cuando casi nadie quiere asumirlo, cuando es más fácil escuchar las voces críticas que de inmediato se alzan secretamente contra los líderes más o menos espontáneos que cuando la gente sigue a alguien como si fuera un rebaño.

No existe la mancomunión en un lugar como este.

A las dos cuadras de haber comenzado el rastrillaje, nadie confiaba en su compañero más próximo, y aunque ello signifique necesariamente la multiplicación vana de esfuerzos, cada cual se abocó a su propia búsqueda sin importarle lo que cualquiera otra persona pudiera encontrar, ya fuera a la mismísima Susana Estévez.

Y no es que la gente mire mucha televisión y que alguna vez se hayan sentido atrapados por las repetidas y sugerentes historias de desaparecidos –sobre todo de niños y de mujeres jóvenes y bonitas– que se repiten con mayúscula frecuencia en las seriales estadounidenses y que ellos resuelven poniendo fotografías en los envases de leche larga vida.

Quien más, quien menos, todo el mundo se dedicó a elaborar su propia historia y los más suspicaces comenzaron a sospechar de Susana Estévez y a desconfiar del inocente relato de su tía.

—Debe haberse ido por ahí, con algún hombre, a una casa de citas.

—Debe estar durmiendo la siesta en alguna cama del pueblo, seguramente con un tipo casado. Estas mosquitas muertas son todas iguales.

—A esta hora debe estar trabajando en Milán o en Barcelona, en una de esas casas de lujo —especularon los de peor mala fe, pero las sentencias rápidamente empezaron a mellar el espíritu de los buscadores.

A los quince minutos casi nadie sabía lo que estaba haciendo, pero el grupo que debía investigar alrededor del camino de olmos se dedicó a rastrear entre las arboledas –álamos, guayabos, eucaliptos– a uno y otro costado, y lo mismo hicieron los integrantes del camino de palmeras –cipreses, ligustros, higuerones– y también quienes fueron destinados a recorrer las calles del pueblo, golpeando en cada una de las casas y preguntando a uno y a otro vecino si por casualidad nadie alguien había visto a Susana Estévez, la muchacha que vive en la casa de sus tíos en el Vivero del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca.

Carlos Asunción María Silva tuvo una infancia marcada por dos acontecimientos: llamarse María, lo que siempre lo convirtió en objeto de burla de parte de todos sus compañeros de escuela, y las lecciones de guitarra que sus padres le obligaban a tomar en el Conservatorio Guaraní.

Ahora es un hombre gastado por la vida y manchado por la nicotina, que se despierta a las tres de la mañana, trabaja en las oficinas de AFE hasta el mediodía, regresa a su casa, duerme la siesta hasta bien entrada la tarde y luego se dedica a ver televisión hasta que el sueño lo vuelve a vencer.

Pero hace veinticinco años, cuando integraba el grupo de rock La Compañía del Tren Amarillo, llegó a pensar más de una vez que podría cambiar el mundo y además convertirse en un guitarrista famoso, más famoso acaso que el mismísimo Carlos Santana.

Sus amigos a veces lo comparaban con Santana y con Jimmi Hendrix y a él le gustaba creer en el peregrino y remoto parecido.

La Compañía del Tren Amarillo hacía una apagada versión de “Sacrificio soul” que llegó a interpretar en los bailes del cine y en un malogrado recital del Teatro Libertad, interrumpido violentamente por una patrulla del Batallón de Paracaidistas a fines de 1975, ocasión en la que les fueron decomisados todos los instrumentos y en la que una docena de soldados les propinaran una descomunal paliza.
Carlos llamó a una casita de ladrillos a la vista y techo de tejas, patio hundido y media docena de rosales.

—Vecino —dijo, cuando un hombre de tez oscura apareció tras la puerta–, estamos buscando a una muchacha que se perdió en el camino de olmos del Vivero.

El hombre se paró recto delante de él, desafiante.

—Susana Estévez —continuó Carlos con voz ligeramente asustada–. Acababa de llegar del trabajo, saludó a la tía frente al portón del Vivero pero todavía no ha llegado a su casa.

El hombre dio un paso atrás y lo miró de arriba a abajo.

—Hace rato sentí ruidos en el galpón del fondo —dijo al fin—. El perro ladró cuando mi mujer y yo estábamos comiendo, pero ninguno de los dos quiso ir a ver.

—Podríamos mirar —sugirió Carlos.

A pesar de todo el tiempo pasado, ambos parecieron reconocerse de alguna parte.

Este es un pueblo del que la gente, por más que lo intente, nunca logra irse del todo.

Carlos vio, en la penumbra y el desorden del galpón de chapas, colgada entre baldes y cuadros de bicicleta, rollos de alambre y respaldos de cármica, la guitarra que le había pertenecido y por la que había sido comparado con Carlos Santana y con la que alguna vez pensó que sería capaz de cambiar el mundo.

—Aquí no hay nadie —dijo el hombre volviéndose a parar con firmeza, juntando las piernas y cuadrando los hombros.

Carlos quedó en silencio. Estaba atontado.

—Yo trabajo en las oficinas del ferrocarril —comentó de pronto, como si a la persona que tenía frente a sí le pudiera importa—. Trabajo ocho horas, seis días a la semana. Trabajo desde hace veinticinco años y voy a tener que trabajar veinte años más para poder jubilarme.

—¿Cómo dijo que se llamaba la muchacha?

—Susana Estévez.

—Susana Estévez —murmuró el dueño de casa meneando la cabeza—. Vive con los tíos desde hace dos o tres años. Es enfermera del Casmu –agregó con una sonrisa de oscura sabiduría, de sórdida complicidad.

Unos minutos después llegaron a la comisaría los primeros equipos de la televisión preguntando dónde estaba la gente que buscaba a Susana Estévez.

Alguien los había alertado. Una llamada telefónica, un vecino con ansias de ganarse uno de esos premios que a veces regalan los noticieros a quien brinde la mejor primicia. Una bicicleta, una sandwichera o un pasaje a Buenos Aires.

Como en este lugar nadie retiene información, es fácil que los informativistas se enteren de lo que ocurre, aun sin que nadie ponga precio a los datos que ofrece.

El único agente que había quedado apostado en la seccional les indicó a los camarógrafos cómo hacer para llegar hasta el Vivero y en qué sitio, exactamente, se decía que había desaparecido la infortunada muchacha.

Un iluminador encendió un hiriente foco sobre el rostro del agente de segunda Emiliano Arechavaleta mientras daba los detalles, obligándolo a impostar una forzada sonrisa en su rostro enjuto y poco acostumbrado a luces de tal envergadura.

Todo el mundo dice que la llegada a la adolescencia es uno de los mayores traumas del ser humano, pero aquí todo cambio es, de algún modo, arenoso. Como algunos libros. Como un reloj.

Nicolás Ferrando, un muchacho de unos catorce años que ya había probado en su corta y apurada vida todas las formas del fracaso, sobre todo aquellas destinadas a anular un futuro más o menos venturoso –padres inmerecidos, deserción liceal, novias abandónicas–, decidió desde un principio integrar el grupo encargado de rastrillar el camino de palmeras.

El camino de palmeras es un camino de grava flanqueado por altas palmeras abrazadas por desesperados higuerones, que desemboca en la ruta. A su derecha linda con la Escuela Militar, por lo que los troncos de los árboles están pintados de blanco y el pasto está siempre prolijo y recién cortado, y a la izquierda con la mano de Dios, lo que explica que se acumulen los matorrales y que cualquier animal pueda refugiarse y esconderse por años entre la desordenada y generosa vegetación.

Nicolás cruzó más de una vez de una a otra senda, y cada vez que lo hizo le pareció que con apenas unos pasos entraba y salía de mundos completamente diferentes, como si estuviera viviendo una experiencia mágica.

Esas experiencias, abrasivas, determinantes, suelen apreciarse con mayor intensidad cuando se llega a los cuarenta o cincuenta años y la vida ya le ha demostrado a uno que está varado, que no le deparará nada esencialmente novedoso y que apenas uno es capaz de manejar lo poco que tiene.

Pero él, como si estuviera adelantándose a su futuro, creyó sospechar que estaba sintiendo algo particular.

A la derecha, un orden. A la izquierda, unos ladridos que desde el primer momento le resultaron familiares.

Quiso desentenderse de los ladridos, y siguió buscando. Cada tanto, entreverado con el grupo de buscadores, gritaba el nombre de Susana Estévez, y a cada grito los ladridos redoblaban y parecían cada vez más cercanos. Cómo hizo aquel perro para aparecer de ningún lado e identificarlo entre esa treintena de personas que iban y venían de un lado a otro del camino de palmeras es algo que jamás se podrá explicar.

El perro se llamaba Estrella, un perro raza perro, de color blanco y con una mancha triangular color café en el medio de la cabeza, y había pertenecido a Nicolás hasta hace dos años, un día en que el padre, para castigarlo por repetir primero de liceo, decidió cargar al animal en una camioneta y tirarlo en algún lejano lugar.

—¡Estrella! —exclamó Nicolás a punto de romper en llanto.

Estrella volvió a ladrar y comenzó a dar saltos alrededor de su antiguo dueño.

Nicolás se agachó repitiendo “Estrella”, “Estrella”, “Estrella”, “Estrella”, “Estrella”, y el perro le lamió la cara y revoloteó y saltó y rascó la tierra y gimió y movió la cola, sin saber a ciencia cierta cómo podía expresar cabalmente su alegría.

Después quiso mostrarle dónde había vivido durante meses y lo arrastró hacia unos matorrales al comienzo del declive que lleva al arroyo. No era un lugar apropiado para un animal que no desea convertirse en una alimaña.

Cuando el grupo encargado de buscar en los alrededores del camino de olmos llegó frente a la casa de los tíos de Susana Estévez, el comisario ordenó detener la marcha con un vozarrón intempestivo, militar.

Nadie se había atrevido a llegar hasta el linde con el Batallón de Paracaidistas, ni a nadie se le hubiera ocurrido preguntar a los soldados de las torretas de guardia por el paradero de Susana Estévez ni de ninguna otra persona.

La tarde caía.

—Hemos rastrillado todo el lugar —dijo el hombre tratando de disimular una sonrisa que una y otra vez amagaba a aparecer en su cara tras la satisfacción del deber cumplido pero sin tener en cuenta los nulos resultados del operativo—. Hemos buscado detrás de cada árbol, adentro de cada pozo, en las orillas de la laguna, en los más oscuros vericuetos de los cercos de ligustro, en la profundidad de todas las cunetas.

Se detuvo. Podía haber seguido enumerando, pero lo detuvo una modestia falsa como una moneda de plástico.

—Mañana por la mañana reanudaremos la búsqueda, si es necesario con helicópteros y con perros —agregó, imitando a Tom Berenger.

La tía de Susana Estévez se le acercó. Vio a lo lejos, en el camino de palmeras, los primeros integrantes del otro grupo que comenzaban su marcha de retorno.

Volvió a contar la historia de la desaparición de su sobrina frente a las cámaras de televisión, tratando de seguir las preguntas que le hacían un par de locutoras.

Eran preguntas obvias, que todo el mundo en el pueblo podía haber previsto y contestado, pero de todas maneras no hubo quien no detuviera sus quehaceres a las siete de la tarde para ver el informe de los canales, deslumbrado por el protagonismo que habían tomado algunas personas y por la superlativa importancia que se le había dado a ciertos hechos.

La cámara enfocó la llegada de los integrantes del grupo del camino de las palmeras, a los que se había agregado un perro que no cesaba de saltar alrededor de las piernas de un muchacho de no más de catorce años.

Cuando los informativistas emprendieron el viaje de regreso a Montevideo, se cruzaron en el portón del camino de olmos con las primeras personas que habían recorrido las casas del pueblo. Ellos tampoco traían buenas nuevas, por lo que apenas cambiaron algunas palabras de despedida.

Todos estuvieron reunidos unos minutos frente a la casa de los tíos de Susana Estévez y pareció que hubieran acordado mantener el mismo y desolador silencio.

Un minuto después nadie parecía ser más importante que nadie. Cabizbajos. Atribulados. Demoró en aparecer una persona que diera el primer paso para retirarse, pero cuando ello sucedió todos los demás lo siguieron y comenzaron a dispersarse entre las últimas horas de la tarde.

Cuando la tía regresó de la cocina y le acercó el termo y el mate a su esposo, ya acomodado en un viejo y destartalado sillón de madera a un costado del ciprés de la vereda, todo estaba envuelto por una luz memoriosa.

La mujer se sentó a su lado y esperó que él tomara su primer mate y que la invitara con el siguiente.

En otro lugar, en otro sitio, cualquiera de los dos se hubiera visto en la necesidad de emitir algunas palabras de aliento o de consuelo, pero allí ninguno abrió la boca. Ella hizo sonar la bombilla y miró a lo lejos.

—El hijo de Ferrando encontró un perro —dijo después, sin dar vuelta la cara.

El marido movió el torso y la cabeza con gesto afirmativo, y volvió a cebar. Le ofreció el segundo mate. Buscó en el bolsillo de la camisa una caja de cigarrillos, retiró uno, lo encendió. También miró a uno y otro lado y dejó que sus ojos vagaran sin mayor dirección, sin detenerse en ningún punto preciso.

Detrás de ambos, detrás de la casa, detrás de los árboles del fondo de la casa y más lejos aun se ocultó el sol. Entonces el pasto y las hojas y las ramas todavía cubiertas de los olmos del frente, de las palmeras de los costados, de los pinos y de los cipreses de alrededor, se volvieron azules.