María Loreto Mora-Olate, Doctora en Educación, investigadora, profesora de Castellano y Comunicación Social en la Universidad del Bio-Bío, en la cual también se ha dedicado a la formación del profesorado en la Facultad de Educación y Humanidades.
Nos ha enviado un interesante análisis y comentario de uno de los tomos de las Memorias de Remberto Latorre, destacado diseñador teatral de la Universidad de Chile y de la Escuela de Teatro de la misma. Aprovechamos de recomendar la lectura de estas Memorias, publicadas en Ediciones ICD, y que cubren muchos años de nuestra vida cultural.
(2016.Ediciones ICD: Chillán Viejo, 416 págs.)
En el sistema literario, esta obra se ubica en el cuarto género denominado didáctico-ensayístico, Siguiendo a García Berrío y Huerta Calvo (2006), específicamente en el subgénero de tipo subjetivo, donde “prima la primera persona: toda la exposición de la materia se hace en función de un yo, cuya interioridad se quiere desentrañar de modo profundo en actitud similar a la del poeta lírico”, agrupándose en este apartado la autobiografía, la confesión, el diario y las memorias, constituyendo esta última forma “un género relativamente moderno, propio de sociedades avanzadas que necesitan recuperar su pasado (García y Huerta, 2006, p. 227), resultando prioritaria “la exposición de la realidad exterior y de los otros, por más que se haga en función del yo-narrador”. Esto último, se observa en las Memorias “Te llamas Remberto”, donde encontramos “excursos” que remiten a hechos políticos, sociales y culturales, acompañados de discursos de tipo ceremonial, noticias de boletines de su colegio, transcripción de los certificados de estudios de educación básica, fichas técnicas de cada película, ópera y obra teatral presenciada y de poemas que, a su pesar, tuvo que memorizar en su etapa de humanidades.
Este ejercicio, por tanto, confirma que la obra dé un paso de la autobiografía hacia las memorias, que, en polifonía de voces con otras, respaldan la tendencia de recuperación de las historias personales. En Chile, registra Amaro (2011), “son fundamentales en el trabajo de historiadores como Rafael Sagredo, Manuel Vicuña y muchos otros que comienzan a indagar en las pequeñas historias de lo cotidiano y que recurren a ellos como importantes fuentes de información, sin que por ello se repare específicamente en su estatuto textual. Sin embargo, aparte de ser fuentes valiosas, estos textos importan formas y estrategias de autorrepresentación de la experiencia subjetiva” (p.9).
El ejercicio de remembranza, el autor lo inicia en primera persona, sin pedir permiso, reemplazando la tradicional nota aclaratoria de las autobiografías, como lo señala la crítica chilena, Lorena Amaro, por la referencia a su nombre, tanto en su etimología: “el brillo del Consejo Divino” y en todos sus derivados: Rumberto, Rambert, Rembi, Remebertito…
Tal como lo señala su protagonista, el sonido bullicioso de las erres de Remberto y de su apellido Latorre, contrastan con una personalidad reposada y silenciosa, más bien introvertida, que le dan la ventaja de mirar y de automirarse con hondura, más allá de la anécdota. El libro se divide en tres partes: Raíz familiar, Instituto Nacional y Años casi perdidos, las cuales se desarrollan a lo largo de un poco más de cuatrocientas páginas, cuya portada exhibe un autorretrato al óleo del autor, que nos remite al estilo de van Gogh.
En el primer capítulo, “Raíz familiar” (1939-1951), identitariamente Latorre se reconoce como un “provinciano” nacido tres días antes del terremoto de Chillán; es decir, el 21 de enero de 1939. La catástrofe une además a nuestra ciudad con el autor, ya que su madrina Yolanda Vásquez, se hizo presente en la zona como Cruz Roja.
Su afán genealogista da cuenta de las raíces familiares, donde encontramos parientes cuya personalidad y sus propios derroteros de vida, han sido fuente de inspiración para personajes que habitan la producción dramatúrgica de Latorre. Rengo es el Macondo de Remberto y las ramas de los Latorre y Vásquez nos recuerdan el árbol familiar de los Buendía del “Cien años de soledad” de García Márquez.
En esta primera parte, las descripciones no solo de sus familiares, sino de los espacios que conforman sus “lugares sagrados” de su infancia en Rengo van dando luces de su especialización como diseñador teatral. Gracias a su narración el lector podrá conocer la historia de Rengo, otrora “Villa Deseada”. Hay también trazas oníricas en su narración y el reconocimiento de un componente religioso en su primer “imaginario”, marcado por la devoción mariana.
En el capítulo dos, “Instituto Nacional”, leemos su sensación de desarraigo al llegar a Santiago a cursar sus humanidades: “las primeras semanas de clases, especialmente en las horas programadas para después de almuerzo, sentía con angustia la soledad y ausencia de mis familiares. A veces llegaba hasta nuestra ventana, junto a la cual me encontraba, y que se mantenía abierta hacia el pasaje que conducía a la cancha de juegos, debido a los todavía persistentes calores, algún gorrión que se detenía sobre el ancho muro que daba a la abertura mural. Yo pensaba: “esta ave viene desde mi casa trayéndome algún mensaje; ha volado durante varios días desde el jardín de mi abuela, con el canto perdido de alguna de mis tardes melancólicas ¡Si fuera posible un milagro! ¡Ya que goza de libertad, que me lleve de vuelta hasta mis patios!”. (Latorre, 2016, p. 156-157)
La experiencia de matonaje escolar, ahora llamada bullying es una lamentable recurrencia: “como siempre hay alguien que se empeña en martirizarme, este difícil año 1952 asumió tal oficio el muchacho que se sentaba detrás de mí. Desde su lugar, aprovechaba de darme golpes en la cabeza” (Latorre, 2016, p. 195).
Pero también de amistad compartida en sus años como alumno del Instituto Nacional, con Julio Barrenechea, Juan Borie, Ángel Morales y Eugenio Valenzuela, donde podemos acceder a su testimonio en “El libro de los cinco”, escrito por Remberto Latorre como homenaje al bicentenario de su colegio en el año 2013.
En su registro de esta etapa de formación, aparecen consignados como profesores de castellano a Juan Godoy, chillanejo, autor de la novela “Los angurrientos” (p. 199) y a Cedomil Goic, destacado crítico literario y director fundador de Revista Chilena de Literatura (U. de Chile) y Anales de Literatura Chilena (PUC).
Al mismo tiempo, esta segunda parte, nos acerca al proceso de gestación de su vocación y se da cuenta cómo las experiencias estéticas de espectador de teatro y de cine tuvieron una influencia decisiva. Dichas actividades formaban parte de la cotidianeidad de nuestro autor: “Un día en que pasábamos con la tía Yola por fuera del Teatro Municipal (…) mi madrina compró entradas para la localidad de balcón, nos dejó solos y presenciamos “Chañarcillo”, pieza de teatro con características de epopeya popular, de Antonio Acevedo Hernández, con dirección de Pedro de la Barra, un éxito del Teatro Experimental de la U. de Chile” (Latorre, 2016, p. 200).
El descubrimiento acaeció simbólicamente, una tarde de primavera, cuando sale a caminar sin rumbo fijo y llega hasta el Teatro Municipal donde se representaba la obra “Martín Rivas”, en la adaptación realizada por Santiago del Campo: “por la puerta recién abierta de la platea veo algo de la escenografía: tal vez una plaza, pues se divisan edificios con techumbres de tejas (…) tres ambientes en el escenario: calle, salón aristocrático, y salón de medio pelo…en la plaza, ubicada en primer plano, sobre el foso de orquesta del teatro, cuando hay acción se ve y escucha caer agua de una fuente…siento que presenciado un trozo de vida que me llena de entusiasmo. Hay una luz, un brillo humano en la realidad que muestran los escenarios teatrales. Alegre, corro por la calle San Isidro, barrio donde vivió Alberto Blest Gana en su tiempo…” (Latorre, 2016, p. 222-223).
Y en la última parte, “Años casi perdidos”, título que leo con sorpresa, pero prontamente los lectores comprenderán las razones que llevaron al autor a titular así el último capítulo de esta primera parte de sus memorias, que abordan su experiencia como estudiante de Arquitectura en la Universidad de Chile. Si en el colegio Remberto fue víctima de maltrato por parte de algunos compañeros, en la universidad, padeció la injusticia en el trato de algunos profesores.
“Seguí estudios de Arquitectura porque de niño, a solas, enfermo o sano, jugaba a construir casas y castillos con los palitos de colores que me regalaran. Quise aprender a dibujar historietas siguiendo un curso por correspondencia; fue mi primera vocación.
Mi madre me impulsó a estudiar Arquitectura
Mi padre quiso llevarme al Instituto Pedagógico para que fuera profesor.
Ambos tuvieron razón: fui profesional diseñador de espacio en el Teatro y profesor en sus Escuelas (Latorre, 2016, p. 291).
¡Qué ganas de tener años casi perdidos como los que relata Remberto Latorre! Donde tuvo como profesores a Camilo Mori y al dibujante Percy; donde fue espectador directo del bullente año 1955, que a su juicio, fue uno de los más significativos para el teatro chileno con montajes a cargo del Teatro Experimental, tales como: “Doña Rosita la soltera” (García Lorca) , El living room (Graham Greene), en ese año “se dieron a conocer las dos dramaturgas chilenas más importantes del siglo XX: “ Isidora Aguirre, con su obra “Carolina” y María Asunción Requena, con el drama épico sobre la colonización de Magallanes, “Fuerte Bulnes”. (Latorre, 2016, p. 243).
En los tiempos que corren, donde predomina el exitismo y donde los jóvenes y no tan jóvenes, nos enfrentamos a seguir una determinada ruta en tiempos establecidos por otros, Remberto Latorre en esta primera entrega de sus Memorias, da testimonio que son respetables ciertos desvíos en el camino, que todos deberíamos vivir sin culpa social años “casi” perdidos, que la epifanía del llamado vocacional puede producirse extra muros de la escuela: “Fue para mí, gracias al alto nivel de presentaciones alcanzadas por los teatros universitarios, una Escuela fundamental, la más importante en mi formación. Llego a conmocionarme al presenciar la obra “Seis personajes en busca de autor” de Luigi Pirandello. En ella encuentro el misterio de la creación dramática y la necesidad de existir de personajes puestos en un espacio limitado, fantasmagóricos, provenientes de una visceral ansiedad de expresión” (Latorre, 2016, p.315). Quizás Remberto es uno de aquellos personajes…
Cierro la última página de esta primera entrega de las “Memorias” de Remberto Latorre, con muchas preguntas vinculadas a cómo continuará fraguándose su identidad personal y profesional, cuáles serán las estrategias de sobrevivencia que le permitirán convertirse en el intelectual que hoy conocemos. Mientras tanto, acorto la espera suspendida en una de sus reflexiones, titulada “Del sueño a la realidad”, y que, a mi juicio, constituye un manifiesto:
“Si quiero crear una un panorama a partir de mi memoria, no haré ningún esfuerzo para transformarlo a imaginario. En el mundo real, las personas vistas desde afuera son tenues en su dibujo; necesitan reaccionar para revelarse. Los novelistas acentúan los rasgos para dar a conocer a sus personajes en el menor tiempo posible; los dramaturgos lo exageran para penetrar la acción en el momento de la catástrofe.
Hurgo en mis catástrofes.
Los recuerdos son el único patrimonio personal de que dispongo” (Latorre, 2016, p.325).
Referencias bibliográficas
Amaro, L. (2011). Que les perdonen la vida: autobiografía y memorias en el campo literario chileno. Revista chilena de Literatura, (78), 5-28.
https://dx.doi.org/10.4067/S0718-22952011000100001
García Berrío, A. y Huerta Calvo, J. (2006). Los géneros literarios: sistema e historia. Madrid: Ediciones Cátedra.
Latorre, R. (2016). Te llamas Remberto. Memorias. I Años de formación. Chillán Viejo:
Ediciones ICD.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…