Poemas de Miguel Eduardo Bórquez

Miguel Eduardo Bórquez (Puerto Natales, 1985).
Escritor y profesor de Lenguaje y Comunicación. Ha publicado el libro de poesía Trapalanda (2013). Figura en las antologías Lluvia de poesía sobre Milán (Casagrande, 2018) y Felices escrituras (Casa de Barro 2019). Beneficiario de la beca de creación del Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, convocatorias 2013 (por Trapalanda), 2016 (por el inédito Chilean Stardust) y 2020 (por Escoriales de la Última Esperanza), al que pertenecen estos poemas.

La botánica de los niñitos muertos

Fragmentos

abre los ojos y sueña el día que sea del ochenta y cinco y en un cuaderno de croquis registra como un autómata subjetividades y aproximaciones más bien imprecisas que remiten a un tiempo caótico y una experiencia ajena que su mente apropia cual demencial suplantación hasta enfermarlo. alterna frases rotundas y secas sobre lugares y nombres con párrafos humeantes y eléctricos que adorna con recortes de revistas y fallidos ensayos de cianotipia. los espacios en blanco y guiones introductorios han transmutado en grafías verticales y osarios pesadillescos. desde ese punto el registro enmudece, se torna ilegible o se limita a describir fenómenos climáticos anómalos y tragedias familiares sin importancia

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una vaca pare un ternero muerto en el follaje. observa la escena con nervio, esa placenta que escurre como una secreción cualquiera le hace pensar en residuos quirúrgicos, en acumulaciones de grasa o formaciones tumorales cuidadosamente embolsadas para su posterior examen. la ruma informe de animal aún tibio pero yerto sin conocer el mundo le conmueve, ese bramido materno lento y repetitivo como arrastrando sus lácteos órganos bajo la tierra, llevando intrínseca la tristeza de lo irremediable. cree ver en el ternero muerto la metáfora de algo, pero ignora qué

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los animales del bosque huyen de la luz diurna, se agazapan en madrigueras o pequeñas cuevas, descreen la autenticidad de los reflejos solares sobre la tierra vegetal que circulan. la fauna diurna es una especulación para hacer más llevadero el descampado que evapora el paisaje, el peladero que devasta como un sarcoma su continuidad y envergadura. no es un animal el animal que se ve de día: es un bosquejo inmaterial que reclama su derecho a difuminarse otro entre la hierba que huele. la luz hace fluctuar el ordenamiento natural de los lugares y los seres, antepone su lirismo, expande su gregaria liquidez. los animales del bosque huyen de la luz pero son absorbidos por ella; transcurren cazados por su reflejo, semejando sus cuerpos solsticios óseos

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la desmesura del distópico paisaje hace que piense la maternidad como un instinto en lo esencial repulsivo y antinatural. en el recién parido muerto se expone cierta extraña y tenebrosa biología que lo hace imaginar otros terneros ocultándose entre el junquillo, otras vacas higienizando a lengüetazos su sangrante pelaje. la muerte como la devastación parcial de un mundo sin significado aparente o como un parásito que crece sin ser detectado hasta eventualmente convertirse en otra cosa. cuerpos que se traducen entre ellos como transparencias obsoletas y amarillentas. después de morir cuántas veces morirá el ternero en mí, es lo que se preguntará cuando vuelva a casa

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un animal cualquiera es el colapso de su finitud rumiando voces que no son poemas pero igualmente lo conmueven. sobrevive el invierno registrando en cuadernos nombres de especies zoológicas ya extintas; adjunta un dibujo de cada una y la fecha de su último avistamiento, luego piensa el ternero muerto y se pregunta qué parte de sí murió con él. la fiebre de los árboles perennes atrae el banco de medusas que sueña cuando vuelve, afila sus maderas, fisura sus núcleos. hay cuerpos de animales congelándose que frotan sus pelajes por lascivia como un alud de fuego a contraluz, inflamando su carne y el follaje que pernoctan

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una casa sola en un paisaje deshabitado siempre propicia una especie de anacrónica melancolía. quien la piensa supone ciertos animales desplazados de escena contemplando perplejos la destrucción de su hábitat, degollándose o tocándose en señal de amor. usualmente saben que no es el final, que no es posible borrarse tan de golpe y se dejan hundir en el follaje como en un sueño, aprehendiendo desde su húmeda corteza nubes y montañas que se desplazan ingrávidas, clareando a ráfagas muertos que mueren por preservarse tibios en casas que sólo pueblan ectoplasmas y orbs. quien piensa todo eso lo hace leyendo poemas de amor escritos por y para idiotas, fijando su corazón con terror al deseo que le une y le separa de todas las bestias copulantes de la tierra