por Diego Muñoz Valenzuela

“Apruebo sin ilusiones”: una frase más entre los miles de grafitis pintados en las calles desde el 18 de octubre de 2019. Si la modifico a “apruebo con ilusiones”, me representa en la actitud con la que concurriré a votar este domingo 25 de octubre de 2020, algo más de un año después del estallido social.

El triunfo del apruebo y de la convención constituyente pueden asumirse casi como un hecho, pero hay que ir a depositar el voto ciudadano a las urnas para que el respaldo sea lo más contundente posible. “Con el escepticismo de la razón y el optimismo de la voluntad” señala con justeza Gramsci. Es un primer paso entre muchos que aún restan.

Aún no está claro cómo se elegirán los constituyentes. Hasta aquí los partidos políticos -todos ellos, sin excepción- tienen la sartén por el mango, pues todas las reglas los favorecen. Más allá de anuncios verbales respecto a hacer espacio en sus listas para los independientes, no he visto ningún gesto concreto.

De otra parte, las reglas del juego -escritas entre cuatro paredes, igual que la Constitución del 80- han impedido que puedan ingresar nuevas organizaciones a la arena política. Hasta aquí todos los proyectos de nuevos partidos políticos han sucumbido ante los procedimientos, plazos y normas de la inscripción efectiva. El sistema fue diseñado para dificultarlo y la pandemia puso la guinda de la torta.

Los poderes fácticos -los dueños de todo y sus colaboradores directos- contemplarán felices este promisorio espectáculo. Así las cosas, sin nuevos actores políticos organizados, podrán controlar el devenir de los hechos. Eso es lo que estiman. Si no llega a actuar en la asamblea constituyente (para esquivar el ridículo eufemismo de convención constitucional) un número crítico de representantes ciudadanos realmente ajenos a las influencias de los mencionados poderes (eso quiere significar el vocablo “independientes”), la nueva carta magna podría naufragar en el tormentoso océano del continuismo. Es decir, derivar en un neoliberalismo maquillado, atenuado en sus matices más atroces, muy lejos de un estado social democrático que ponga en el centro la dignidad de todas las personas.

Para que esa masa crítica de constituyentes se lograra, faltan aún muchos, muchos pasos, que quienes detentan el poder no piensan en dar, porque para ellos implica una pérdida neta. ¿Por qué compartir lo que les pertenece, los privilegios que han construido en medio siglo?

No dudo que en los partidos políticos y en las altas esferas empresariales existan mujeres y hombres justos dispuestos a trabajar por obtener una mejor representación ciudadana y por impulsar transformaciones auténticas del horroroso modelo económico social donde estamos sumidos como país, igual que el mundo entero. Pero tampoco me instalo en la ingenuidad de creer en las declaraciones de quienes construyeron conscientemente este infierno para beneficiarse de su imperio.

Si llegara a conformarse esa masa crítica de independientes -cuestión muy difícil, dados los múltiples obstáculos y cerrojos hábilmente esparcidos por el camino- todavía acecha el mortal cepo de los dos tercios, evidente trampa esencialmente antidemocrática.

No se interprete de mi parte derrotismo alguno, porque en realidad lo que proclamo es la necesidad de que los ciudadanos nos organicemos día tras día para lo que viene, que será trascendental. Que al menos no pueda decirse que no nos esforzamos al máximo para transformar esta odiosa e indigna realidad. Así como millares y millares de chilenos enfrentaron durante los diecisiete años de dictadura a los servicios de inteligencia y las fuerzas de ocupación que desataron la “guerra interna” que significaron miles de víctimas. Ese esfuerzo ciudadano heroico fue traicionado en su espíritu al derivar en el modelo social y económico vigente. No debiéramos permitir que esto ocurra de nuevo.

Para eso requerimos organizarnos, privilegiar la unidad, reconocer las transformaciones sustantivas por sobre las secundarias, ser tolerantes y amplios en la vida cotidiana, imponer la democracia en todos los niveles posibles, fomentar la participación real, escuchar a los otros, trabajar juntos, ser fraternos y solidarios en todo momento.

No es tarea fácil cuando hemos vivido cincuenta años en el infierno y nos hemos habituado a sus reglas: el individualismo extremo, el deseo de dominio, el consumo desatado, la alienación cultural, el privilegio del tener sobre el ser. Cuando han imperado el arte de la rapiña y la ley de la selva, no es fácil cambiar de un día para el otro una sociedad que se ha basado en ellos. Todos contenemos al menos parte de estas prácticas nefastas.

Si vamos a poner la solidaridad en el centro, debemos ser solidarios de verdad en la práctica cotidiana. Si lo central es la democracia en el país, nuestra conducta debe ser impecablemente democrática: escuchar, dialogar, construir con todos de verdad. Acaso el servicio público resulta esencial, eso es lo que deben hacer quienes ocupen cargos de representación; servir a los ciudadanos, no servirse ellos de los poderes emanados de sus investiduras.

Para transformar de verdad el país, debemos al mismo tiempo cambiarnos nosotros, crear participativamente nuevas reglas y respetarlas. De no ser así, el cambio será ilusorio, superficial, intrascendente; no pasará de ser un mero maquillaje.

Construir una sociedad mejor -más libre y más justa- requiere lo mejor de todos nosotros: tolerancia, respeto, solidaridad, humildad, generosidad, perseverancia, conocimiento, esfuerzo. Por eso “apruebo con ilusiones”, porque pienso que es mejor tenerlas que carecer de ellas.

Diego Muñoz Valenzuela
escritor