por M. Eugenia Góngora D.
Octubre 2020

En Yo no soy el espectáculo (2018), un poemario reciente de Elvira Hernández, que se suma a la extensa serie de escritos de la poeta, nos encontramos con unos mensajes y recados, escritos en un muro, por alguna mano desconocida, sin firma alguna.

En esta breve nota, quiero entrar en conversación con algunas de esas frases “escritas en el muro” y que nos iluminan gracias a la acción de una mano, una mano que no deja la huella de un nombre. Que no es parte del espectáculo.

Estos recados están dibujados en un espacio en blanco que quiere ser reconocido como un muro y no como la página de un libro; no tienen número que los identifique, sólo se constituyen como parte de una secuencia. En ese muro fingido quedan registrados estos recados escritos para algún “deseado lector” (3) que acierte a pasar frente a ellos.

En mi lectura, estos mensajes pueden ser leídos como iluminaciones, es decir, como chispazos de luz en medio de las sombras: se trata de doce frases breves, en apariencia independientes unas de otras; pero han sido recogidas por una mano que permite que nos iluminen, quizás, tal como nos sucede cuando en medio de un camino solitario nos encontramos con una luz inesperada que nos devuelve la esperanza.

Estas son los mensajes:

[1] Yo no soy el espectáculo

[2] Fuera de página

[3] Deseado lector, lector y del sexo que tienes que cargar y del Partido que temblorosamente debes ocultar

[4] Mi voz no tiene sentido

[5] Escribir es ausentarse

[6] Leer es reconocer la ausencia que nos aísla

[7] Escribirte y dejarme leer

[8] No puedo suplantar tu reconocimiento

[9] Leer y escribir son dos impulsos antagónicos, como dos solitarios impulsos de amor que buscan hacerse uno, hacerse pedazos

[10] La intimidad está declarada

[11] Y los nombres solo pueden interesar a la policía

[12] Yo no soy el espectáculo

Inmediatamente después de leer estos mensajes “en el muro” nos encontramos -de manera sorpresiva- con un ‘espectáculo’ que conocemos desde la infancia: las manos y las formas que podemos dibujar con las manos. Aquí veo una segunda ‘iluminación’, gracias a la visión de esa mano tan cercana, vulnerable y fuerte a un tiempo. Gracias a ese espectáculo tan familiar y tan ‘sin sentido’ aparente, podemos quizás identificarnos, a pesar de que no hay palabras, sólo podemos ver una mano (que no es la nuestra, pero que podría serlo).

En la primera imagen vemos la mano formando un círculo, una letra, un anillo, un orificio. Luego, en la segunda imagen, la mano se abre, nos muestra sus líneas, sus montes y sus valles; gracias a la imagen de esa mano recordamos que en la nuestra está toda nuestra vida, todo lo que hemos hecho y tocado, todo lo que hemos vivido, todo lo que conocemos; también la música está presente en esos cinco dedos extendidos que nos recuerdan el número de nuestros cinco sentidos, aquel número que se decía, en otros tiempos, que era el número humano por excelencia. Y a veces podemos confirmar lo ‘humano’ de ese número, como cuando miramos, con sorpresa, esta mano abierta frente a nosotros.

En este texto, Elvira Hernández nos escribe con su mano, se muestra y se esconde, siguiendo esos impulsos antagónicos que ella describe como aquellos “solitarios impulsos de amor que, al tiempo que quieren unirse, buscan despedazarse” (9). Puedo reconocer esta nueva ‘iluminación’, aquella que nos muestra que la intimidad vive en ese antagonismo, ese enfrentamiento permanente y pertinaz; quienes han hablado del amor y de la intimidad nos recuerdan, una y otra vez, que esta se vive como una incesante (y deseada) batalla. Por eso, escribe Elvira Hernández, la intimidad, como la guerra, están declaradas (10). Y los nombres de los protagonistas solo pueden interesar a la policía, escribe a continuación, como si el amor terminara necesariamente siendo escrito en un parte policial (11). Como un crimen.

El primero y el último de los textos escritos en el muro se repiten y, al menos en apariencia, son idénticos: la afirmación de una voz que escribe/dice “Yo no soy el espectáculo”. Negación, ocultamiento de la persona que escribe, claro está. Y, por cierto, negación de la así llamada ‘cultura del espectáculo’. Pero al escribir y reiterar esa negación, la mano que la escribió nos desafía inevitablemente a indagar, a buscarla, a querer saber el nombre de quién se niega a aparecer ante nosotros.

¿Quién se esconde para mejor iluminarnos? ¿Y quién “no es el espectáculo”? ¿Quién está detrás del espectáculo que se despliega ante nosotros? ¿Quién es la maestra que, con sus manos, mueve los hilos de las palabras y frases que se nos van mostrando y que logran persuadirnos de seguir leyendo y de seguir creyendo en lo que allí se manifiesta, a la luz de las palabras?

Quien escribe “no es el espectáculo”, afirma, y está “fuera de la página” (2). Pero la escritura parece estar inevitablemente dentro de la página, iluminada. Hay una voz (que no pronuncia las palabras, pero que las escribe) “sin sentido” (4); aun así, quiere llegar al “deseado lector” (3), al necesario lector.

Pero hay más todavía en esta secuencia de escritos en el muro: se afirma allí, (en ese muro), que “escribir es ausentarse, y que leer es reconocer la ausencia que nos aísla” (5). Aunque a las palabras se las lleve el viento, y aunque solo lo escrito, se nos dice, permanece para siempre, creo encontrar en estos escritos la constatación de tantos escritores que se sienten unidos con sus lectores por las palabras, pero aislados a la vez por la letra y la distancia. Escriben y siguen escribiendo, aspirando a la tan deseada unión de las palabras, de las voces y las manos, unidas y enfrentadas a la vez en la experiencia poética.

Porque la escritura puede parecer a veces ese lazo ‘engañoso’ que ha suplantado a la palabra dicha cara a cara. Quizás por eso “mi voz no tiene sentido” (4), leemos. O sólo tiene sentido si lo que se escribe está destinado inequívocamente a un Tú, como sucede de manera privilegiada en el género epistolar, en aquellos mensajes que muchas veces queremos conservar -incluso en estos tiempos- como esos momentos privilegiados de un diálogo a la distancia. Eso es “Escribirte” y “dejarme leer…” (7).

En estos mensajes, la poesía de Elvira Hernández nos convoca, nos trae a la realidad de las palabras y de la escritura, expuestas a la luz, como una herida. Y tal como lo reitera en sus escritos, Elvira Hernández puede decir con razón “Yo no soy el espectáculo”; pero es sin duda la mensajera, la voz que, con un sentido muy certero, nos ilumina, nos escribe a cada uno de nosotros y se deja leer.