Nicolás Foti

Nicolás Foti nació en Paraná, Argentina, y creció en la vecina ciudad de Santa Fe. Estudió Bioingeniería en la Universidad Nacional de Entre Ríos, y luego de graduarse se trasladó a Chile.

Actualmente reside y ejerce su profesión de Bioingeniero en la ciudad de Concepción, en Chile, y en los momentos libres se dedica a sus pasiones: la lectura y la escritura.

En mayo del 2017, la editorial española Chiado, publicó su novela “El espíritu de la estirpe”.

El incidente es parte de una novela “en progreso”, pero también puede leerse como relato.

EL INCIDENTE

por Nicolás Foti

Definitivamente, la travesía desde Sevilla a bordo de una nave de la Carrera de Indias no sería un buen recuerdo en la vida de Isabel. De hecho, quizá sería tan malo, como los días en Santo Domingo lo fueron para don Cristóbal.

Por parte de la niña, porque durante el viaje tuvo ocasión un aborrecible altercado con su tutor, que terminaría dejándola por meses sumida en un angustiante silencio. Y don Cristóbal, por otra parte, lejos de darle lugar a este problema entre sus ocupaciones, apenas arribado a La Española, se vio inmerso en una cadena de circunstancias desafortunadas, que le hicieron entender que sus días en Santo Domingo estaban contados.

Es que él había esperado encontrarse con un lugar esplendoroso, tal como lo recordaba desde su niñez, y como su padre solía describírselo cuando aún vivían juntos en Nueva España. Por aquellos años, don Cristóbal había acompañado en más de una oportunidad a su padre, y había participado de grandes banquetes en los lujosos salones de las Casas Reales, donde confluían gobernadores, obispos, y militarles de renombre. Por entonces Santo Domingo era puerto preciso y, como los recursos no escaseaban, no había motivos para escatimar en gastos.

Pero por estos años, los tiempos de esplendor ya habían terminado en la isla, y de ellos sólo quedaban los recuerdos y las añoranzas de los ancianos de la ciudad. Ahora llegaban a un lugar en franca decadencia económica, cuyo ingreso era constituido casi exclusivamente por el Situado; una especie de limosna que, de parte de la Corona, llegaba anualmente desde Nueva España o desde Venezuela. Y ya por estos años, el empobrecimiento del vulgo crecía al mismo ritmo que lo hacía el desinterés del Soberano por esta zona de las Colonias.

Las edificaciones gubernamentales, ya no se veían como don Cristóbal las recordaba, con aquella ostentosidad que les había valido que se las conociera informalmente con el nombre de “Palacios Reales”. Y en la casa que funcionaba la Real Audiencia, aunque también allí fijaba residencia el gobernador, el tiempo tampoco había pasado desapercibido, y el descuido se evidenciaba en el deterioro de los muros fortificados de su fachada.

La mayor parte de la Isla, aún sangraba por las heridas que le había causado la “Gran Devastación” sufrida una década atrás. Esto es que Su Majestad, al no poder lidiar con las continuas invasiones bucaneras y filibusteras, había tomado la decisión estratégica de despoblar un amplio territorio de La Española, cediéndosela implícitamente a los invasores, y obligando a los pobladores de las villas, a punta de látigos, a que se reinstalasen en las inmediaciones de Santo Domingo. Y por su parte, los pobladores, una vez reinstalados contra su voluntad, habían encontrado el trabajo de servir a los beneficiarios directos del Situado, antes de intentar recuperar su antigua actividad productiva autónoma de las campiñas. Y de esta forma, se habían visto dentro una rueda macabra de la que ya se les haría imposible escapar, en la cual se veían obligados a trabajar sólo para pagar tributo a sus propios amos.

El flamante licenciado, llegaba a este exótico lugar, trayendo bajo el brazo la promesa que le habían hecho a través de su padre, de adjudicarle el cargo como uno de los cuatro Oidores de la Real Audiencia de estas tierras. Además, a modo de hacienda, venía con la misión cumplida de haber formado una familia, y haber reclutado un puñado de sirvientes y criados que enaltecerían su imagen.

Sin embargo, el primer entusiasmo de su arribo, se empañaría rápidamente con una noticia que, a pesar de recibirla en estas cálidas tierras, le caería como una oleada de aguas glaciares:

Esto había ocurrido al día siguiente de su llegada, cuando fue a presentarse ante su eminencia, el Gobernador de la Isla. El lugar de residencia de este jerarca era el mismo palacio donde funcionaba la Real Audiencia, al que don Cristóbal recordaba con algo de nostalgia, y con más lujos de los que ahora percibía. Sin embargo, al poner un pie en aquel lugar, a pesar del contraste entre lo que ahora veía y sus recuerdos, no pudo evitar sentir un imperioso deseo de ver a su padre, para enorgullecerlo de sus logros, después de tantos años de haber estado en Sevilla sin noticias de él.

Pero el Gobernador, justo aquella mañana no contaba con tiempo suficiente como para recibirlo atentamente, así que sólo alcanzó a devolverle su reverencia con un tibio saludo de apresurada cortesía, y comentarle sin ningún tipo de miramiento, que su padre había muerto unos días antes en Nueva España, probablemente justo cuando él, don Cristóbal, estaba a punto de hacerse a las velas en Sevilla. Y luego de darle sus pésames de rigor, continuó su camino apresuradamente, por los pasillos del palacio, seguido por un asistente que iba tras sus pasos como una mascota.

El nuevo Oidor quedó inmóvil ante la recepción de la inesperada noticia con la que fue recibido. Y no era para menos, pues tenía un doble efecto devastador para él. Por un lado, después de tanto tiempo sin ver a su padre, los cristales de la nostalgia convertían en sabios consejos aquello que antes le habían parecido presiones asfixiantes e innecesarias por parte de aquel hombre, así que no podía evitar sentir una tristeza genuina e inesperada ante su ausencia. Y por otro lado, con la partida de este funcionario con sobradas influencias, perdía una de las armas que le hubiera sido de suma utilidad para abrirse paso por los hostiles caminos de las gobernaciones coloniales. Aquí los apellidos valían tanto como el esquivo oro de El Dorado. En ambos casos, el resultado era una sensación de desolación absoluta.

Este sentimiento, más el rechazo por parte de sus colegas, que ellos no evitaban hacerle notar, hicieron que él y todos los suyos, supieran que sus días en aquella isla llegarían a su fin más temprano que tarde.

Y para mayor contrariedad, si bien el incidente ocurrido en altamar entre él e Isabel no constituía su mayor preocupación, sí le causaba un desencuentro con Sebastiana que timaba contra sus planes de formalización del postergado matrimonio. Sin embargo, tanto don Cristóbal como su prometida, ocultaban esta situación en la más absoluta discreción, y se hubieran cortado la lengua antes de hacer cualquier tipo de referencia a aquel altercado.

Sebastiana, en su intento de apañar a Isabel, le hablaba a su futuro esposo sólo cuando y cuánto su condición de mujer se lo exigía, ni una palabra más, ni una menos. De hecho, los pésames por la muerte de su padre sólo fueron un cumplido frío que en él no tuvieron más efecto que confirmarle el enojo de su prometida.

Es decir, antes de que Sebastiana le evidenciara su molestia, él no lo había notado. Porque hasta aquel momento, todo lo acontecido durante su llegada, sumado al cansancio por el extenuante viaje, y a las preocupaciones por su futuro, que ahora se volvía más incierto, tornaban el incidente con Isabel, en un problema insignificante, de cuya solución podría ocuparse luego, cuando no se encontrara tan agobiado por las circunstancias. Así que, ante este panorama, y como si el universo estuviera conspirando en su contra, don Cristóbal no tenía más que seguir postergando su matrimonio y, por lo tanto, la anhelada consumación carnal de su relación marital con Sebastiana.

Pero para ella, sin embargo, el problema era mucho más significativo, porque le hacía ver en su prometido, a un hombre que antes no había notado. Sebastiana, quizá, no se hubiera entregado tan fácilmente a don Cristóbal, accediendo a las solicitudes de su hermano Pedro, si hubiera sabido que la relación entre Isabel y su prometido, no iba a ser como la de un padre con su hija. Es decir, estaba decepcionada, y no solo no podía ocultarlo, sino que hacía esfuerzos para que se notara, porque, además, en realidad sentía algo de culpa por no haber intervenido oportunamente en favor de su protegida cuando ocurrió el altercado en el viaje.

Y en cuanto a Isabel, el incidente con don Cristóbal había tenido un efecto inesperado. Porque antes de esto, ella lo había admirado desde el momento en que lo conoció, y había llegado a tener por causa suya, sentimientos que su inexperiencia le había hecho interpretar equivocadamente. De hecho, a pesar de ser demasiado muchacha, y de tratarse del prometido de su tutora, Isabel hubiera jurado que lo amaba tal como una mujer puede amar a un hombre.

Sin embargo, en su fuero más íntimo, la niña sabía que esto no era más que una tontería, pero le gustaba tanto este sentimiento novedoso que se despertaba en ella que, en cierta forma, prefería seguir confundida. Y en esa errónea interpretación de su corazón, había fantaseado con que alguna circunstancia fortuita del destino terminara haciéndole ocupar a ella el lugar que le correspondía a Sebastiana.

En este sentido, cuando aún estaban en Sevilla, por los días en los que don Cristóbal cortejaba a Sebastiana en casa de su hermano, don Pedro de Avendaño, Isabel solía soltarles riendas a sus fantasías. Ocurría que Sebastiana y ella tenían la costumbre de esconderse juntas en la biblioteca de don Pedro, para leer romances y comedias trágicas que encontraban entre la colección de libros del dueño de casa. Entonces, sumida en sus delirios amorosos y sin decírselo a su tutora, mientras ella leía para ambas en voz alta, Isabel reemplazaba imaginariamente los nombres de los protagonistas por el propio y por el de su amado Cristóbal.

De esta forma, Isabel se convertía en una tal Camila, cuyo amor decidía poner a prueba su marido Anselmo (que ahora se llamaba Cristóbal), conduciendo a todos a un trágico final por culpa de una impertinente curiosidad. O bien su nombre se tornaba en el de la doncella Dorotea, disputada entre su amado Fernando, a quien también rebautizaba con el nombre de Cristóbal, y el indiano don Bela, cuya villanía no era capaz de vencer al amor de los protagonistas. Y así las dos enamoradas pasaban mañanas enteras leyendo trágicos sonetos, poemas y narraciones románticas, ambas pensando en el mismo hombre, la tutora sin disimularlo, y la pupila secretamente regocijada.

Y en el mismo sentido, sin que Sebastiana se diera cuenta, en varias oportunidades Isabel había intentado hacerle notar su amor a don Cristóbal, a través de miradas indiscretas y roces que, a pesar de ser inocentes, teniendo en cuenta el contexto, nunca podrían haber sido casuales. Así, reposando en el estrado, escogía los cojines que estaban junto a una ventana abierta, para que don Cristóbal pudiera verla observándolo mientras él ensillaba su caballo en el corral, despidiéndose de don Pedro. Y Sebastiana, sin notar la imprudencia de Isabel, pudorosa y ruborizada también lo observaba, pero más discretamente, a través de la otra ventana del estrado, que protegía la honestidad de las mujeres de la casa con una celosía enmarcada en bronce.

Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de Isabel, don Cristóbal no parecía acusar el recibo, pero esto, lejos de despecharla, alimentaba aún más su imaginación infantil, lo cual la mantenía siempre sumida en sus fantasías románticas.

Entonces, lo inesperado del efecto que tuvo en la niña el incidente en altamar, radicaba en el contraste de su actitud entre aquellos tiempos de romance platónico, y los días posteriores al altercado con su padrino. Porque luego del incidente, Isabel hacía todo lo que estuviera a su alcance como para mantenerse alejada de él, al menos durante los primeros días en Santo Domingo. Continuamente mantenía una distancia de resguardo con el hombre, aunque él no intentara acercarse a ella. Y era solo Sebastiana quien notaba este detalle, quizá por haber sido testigo de lo que había ocurrido en el viaje. Isabel evitaba mirarle a la cara o hablarle a su tutor, pero como antes del incidente tampoco lo solía hacer con frecuencia, nadie más aparte de Sebastiana, notaba que ahora no le hubiera contestado si él le hubiese dirigido la palabra.

Pero lo que sí todos notaban, era que la niña andaba desganada y cabizbaja durante aquellos días. Eso no podrían haberlo obviado, porque era demasiado evidente, y es que además ella había perdido por completo el habla desde los últimos días del viaje. De hecho, por culpa de este detalle, Sebastiana había tenido que salvarla de un enema de humo de tabaco que estaba dispuesto a realizarle el barbero que llevaban a bordo, cuando los sirvientes notaron el mal que aquejaba a la niña durante el viaje. Porque después de un exhaustivo examen de su boca, y luego de haber descartado una deformación de su lengua, el barbero había explicado que el cambio de clima habría jugado una mala pasada a sus pulmones, y la falta de aire no le habría estado permitiendo formar los vocablos. Pero Sebastiana tenía una opinión muy diferente, y amenazó al facultativo con hacerlo echar por la borda si se atrevía a ponerle una mano encima a su protegida.

Así que ya en Santo Domingo, los sirvientes, desorientados ante la incertidumbre respecto al problema de Isabel, decían que echaban de menos escuchar la voz alegre de la niña. Y buscando algún motivo razonable que explicara su estado, habían comenzado a suponer que quizá esto se debiese a que, aunque apenas había cumplido once años de vida, ya estaría por convertirse en mujer.

Por eso una de las criadas, la más longeva, un poco para prevenirla y resguardarla de la hostilidad del mundo que se le avecinaba, y otro tanto para levantarle el ánimo, le daba consejos y le recitaba refranes graciosos que había escuchado de la boca su propia madre.

– La mujer honrada, en casa y la pierna quebrada; – le dijo un día, al notar que se veía tan hermosa, mientras intentaba meterla dentro de un corsé que era demasiado apretado aún para su menudo contorno – y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta.

Pero Isabel nunca sonreía, y permanecía impávida ante cualquier intento de sacarle una muesca de alegría.

Y transcurridos algunos meses, ante la ausencia de la manifestación del cambio físico, y con la perseverancia del mal estado anímico de Isabel, tuvieron que idear otras teorías.

– Yo digo questa sazón todavía temprano para cosa tal de ser mujer; – conjeturó al respecto un día una criada vizcaína que, aunque con algunas dificultades, ya se hacía entender en español – más bien, tengo para mí que en la nao habránle hecho algún encantamiento, o pegado alguna peste, o cualquiera otra bellaquería.

Entre esta criada e Isabel, se había generado un fuerte lazo afectivo durante el viaje, e implícitamente había terminado cumpliendo el rol de su doncella. Ella era la más joven del séquito de sirvientes de don Cristóbal, y quizá la que menos encajaba con las demás. De tanto referirse a ella como La Vizcaína, ya nadie recordaba su nombre, lo cual, junto con su origen poco conocido, y los rumores de que manejaba con oficio el hereje arte de la brujería, la cubrían con un manto de misterio que la apartaba del resto.

Pero a pesar de ser la más calificada para hablar de los padecimientos de Isabel debido a su cercanía, tampoco ella había dado en el clavo, y ante las insistentes preguntas que le hacía a la niña a pedido de los demás, solo lograba que su voto de silencio se tornara cada vez más estricto. Así que, ante la incertidumbre, había solo un razonamiento en el que todos se ponían de acuerdo: Esto es que fuera lo que fuera, no podría haber ocurrido mucho antes de echar anclas en Santo Domingo, porque la recordaban tan jovial como siempre durante casi todo el viaje.

Y en ese sentido, sus conjeturas estaban acertadas, porque el incidente había tenido lugar justamente durante una de las últimas noches de la travesía.

Esa noche el mar había estado bastante inquieto, y el continuo balanceo de la nave había inducido a que tanto don Cristóbal como toda su familia y servidumbre, tomaran sus respectivos lechos antes de lo acostumbrado. Así que todos se acostaron y se durmieron casi de inmediato, exceptuando al licenciado, que venía cargando con un insomnio desde hacía algunos días, fruto de sus expectativas por comenzar su nueva vida en las Indias Occidentales.

De hecho, a tal extremo llegaba su ansiedad que, aunque el viaje le resultara algo incómodo, ya solía vestir un largo jubón de mangas anchas de encaje, una larga capa que lo cubría y, por encima de las calzas, un calzón con bordados dorados que se quitaba solamente para hacer sus necesidades al viento, en la letrina de popa.

Aquella noche, cuando el mar se había calmado y ya no se escuchaba el continuo crujir de la nave, don Cristóbal alcanzó a oír sonidos de juerga que venían desde la cubierta. Entonces, habiéndose acostumbrado al bamboleo del barco que ahora ya era más suave, prefirió abandonar la lucha contra su insomnio, y se fue tras los rastros del bullicio.

Así llegó hasta las cercanías del castillo de proa, en las inmediaciones del lugar donde cada medio día se encendía el fogón para cocinar. Allí mismo, debajo de las toldas del trinquete, todas las noches algunos tripulantes improvisaban un camaranchón con camastros y sucios cadalechos. Y ahora, con la autorización del Capitán, habían encendido el fogón nuevamente, y entre gritos y risotadas se desafiaban a verle el fondo a un gran cuerno de vino, que pasaban de mano en mano. Y a la espera del turno respectivo, no faltaba algún odre o zaque de ron, que también llegara a las manos de cada uno, como entremés, para ayudarle a capear el frío de la noche.

Viendo a don Cristóbal, que se acercaba vestido de tal forma que desentonaba por completo con el lugar en el que estaban, uno de los marineros se atrevió a decirle:

– Si Vuestra Merced no le teme a magullarse las mangas arrocadas de vuestras luengas ropas, concedednos pues el honor de igualarse, y beber de donde bebemos, y comer de donde comemos.

Y todos comenzaron a reírse.

– Que a quien se humilla, Dios le ensalza – completó un joven grumete, como buscando la aprobación de sus camaradas de rancho.

Pero para el asombro de quienes lo invitaban, don Cristóbal aceptó el convite rápidamente exclamando:

– ¡Que me place, y me sumo al corso! Y que me juzgue Dios, si no me entro en docena…

Y antes de que los imitara sentándose en el suelo a lo morisco, otro de los tripulantes se apresuró a darle vuelta un dornajo que había por allí, y entre las carcajadas de sus camaradas, le dijo.

– Tomad vos este asiento, Vuesa Merced, no fuera a ser que, por ventura, vuestras luengas ropas se mudaran a paños traídos.

Pero don Cristóbal, ignorando la burla, de inmediato ocupó el lugar para esperar su turno en el desafío. Y los tripulantes, como para envalentonarlo antes de que se arrepintiera, suspendieron la rueda y le pasaron el cuerno para que lo vaciara sin respirar.

Al cabo de dos o tres vueltas, entre el vino, el ron, y el tenue balanceo de las olas, don Cristóbal ya se había puesto de tal modo que, al verlo y escucharlo, nadie hubiera podido decir que se trataba nada menos que de un licenciado destinado a impartir justicia en tierra firme. Su carisma ya le permitía moverse como pez en el agua entre sus nuevos camaradas, y las conversaciones, que al principio habían parecido medianamente razonables, ahora ya eran disparatadas, y completamente carentes de sentido.

Después de unas horas, la mayoría de los marinos habían quedado tendidos y roncando bajo las toldas, y los ratones ya se animaban a llegar al lugar para quitarles las migajas de bizcocho, que caían desde sus bocas semi abiertas. El mar ya estaba tan quieto, que parecía congelado, y el silencio casi absoluto era solo interrumpido ocasionalmente por sonidos de animales, que llegaban desde los corrales del matalotaje.

Con esta calma, al marinero que hacía la guardia de modorra, se le hacía difícil su batalla contra el sueño para mantenerse alerta. Y cuando llegó el paje que daba vuelta la ampolleta, que era un joven de no más de doce años, vio al guardia que estaba a punto de caer rendido y, como para ayudarlo, le gritó casi en el oído la cantinela:

– ¡Cuenta y pasa que buen viaje faza! ¡A de proa alerta, buena guardia!

El marinero, ofuscado le dio la contraseña contestándole con un gruñido y la amenaza de un golpe de puño, y el joven paje salió corriendo asustado para continuar su recorrido. Por su parte,don Cristóbal, que se había quedado dormido, despertó entumido y exaltado por el grito; y sin entender del todo dónde estaba, se levantó y emprendió su retirada.

Tambaleándose con tremendos esfuerzos para mantener el equilibrio, logró llegar al camarote donde dormían su familia y sus criados. Una vez dentro, prefirió continuar con su viaje a gatas, un poco para evitar caer y golpearse, y otro tanto para que nadie despertara. Así fue tanteando el suelo y los muebles como para reconocer el lugar, y de la misma forma, en vez de detenerse en el cadalecho de Sebastiana, aunque sí lo reconoció, prefirió continuar hasta alcanzar al de Isabel.

En su hamaca, aunque la niña acababa de despertar, permanecía inmóvil y con sus ojos cerrados, como si se debatiera entre el presentimiento de un peligro inminente, y el deseo de volver a dormirse para no ser testigo de su desventura.

Al llegar allí, el depredador se arrodilló junto a la hamaca como para quedar con medio cuerpo a la altura del de la niña, y dejó caer todo el peso de sus brazos sobre ella. En aquel momento, a él se le antojó que el ron y el vino le habían dado licencia para cualquier tipo de acto indecente, pues no lo estaría haciendo él, sino la borrachera que lo tenía poseído.

Él había alcanzado a ver que Sebastiana lo espiaba, pero también había visto que cerraba sus ojos rápidamente al darse cuenta de que él la había notado. Y este detalle le dio aún más licencia, pues descansó su conciencia en la responsabilidad que le adjudicó a su mujer que, aunque sobria y en pleno uso de sus sentidos, no movía un pelo para detener este impulso macabro que él ya no era capaz de gobernar. Y Sebastiana, que también estaba despierta, al no poder conciliar la aberración que presenciaba con la tranquilidad de su espíritu, eligió resignarse al hecho de que las mujeres honestas como ella, nacían con la carga de ser obedientes a sus maridos, por más porros o majaderos que ellos fueran. Después de todo, nadie más sería testigo de este momento para el olvido.

Isabel aún mantenía sus ojos cerrados, y cuando sintió que las manos del monstruo comenzaban a deslizarse sobre sus partes deshonestas, apretó fuertemente los párpados, intentando convertir todo en una pesadilla. Sintió un peso asfixiante, y por un segundo creyó que así debía ser la muerte. Que la muerte debía tener aquel asqueroso hálito alcohólico, que ya nunca podría olvidar, aquellos dedos helados, y aquella aspereza flagelante. Solo quería que todo termine, enterrarse en su cadalecho, o bien que la obscuridad convierta este momento en la nada; que de alguna forma borrara su existencia, pues, aunque no podía evitarlo, sabía con total certeza que había algo muy malo en lo que estaba sucediendo, fuera lo que aquello fuese.

Pero hubo un instante, solo uno, en el que un suspiro hubiera podido salir de su boca, y entonces entendió que al fin sería capaz de gritar. Sin embargo, cuando estaba a punto de hacerlo, escuchó un susurro junto a su oído, y sintió una mano húmeda y fría sobre sus labios, que dejaba aprisionado en la garganta su grito de auxilio. Y luego de esto, solo se rindió, y nunca más en su vida quiso volver a recordar los siguientes minutos de aquella madrugada.

Desde la mañana siguiente decidió no volver a hablar, porque no le iba a regalar su voz de niña a este mundo; el mismo que había rechazado aquella voz, cuando ella más había necesitado que se la escuchara. Este voto de silencio, entonces, era su forma de rebelarse; era esta la única forma que tenía para no doblegarse ante la crueldad y la ingratitud del mundo.

Un montón de sensaciones angustiantes se disputaban el protagonismo en el espíritu de Isabel. Sin entenderlo, experimentaba un odio y un asco visceral hacia el agresor y, además, un genuino rencor hacia Sebastiana por causa de su pasiva complicidad. Pero tampoco Isabel escapaba de su propio remordimiento, porque no podía evitar reprocharse el hecho de haber estado antes abrigando aquel amor platónico, de cuyas fantasías suponía que podría haberse originado su desventura. Y esto la atormentaba con un sentimiento de culpa, pero también de vergüenza por su ingenuidad, porque de haber sabido que en esta aberración culminaban los romances imaginados, nunca le hubiera insinuado sus sentimientos a quien terminaría quitando de su mundo el velo de la inocencia.

Y así anduvo por meses, cubriendo con silencio el ensordecedor sonido de las batallas de sensaciones internas. Además, esta también era una forma de aislarse de sus tutores tanto como podía, de tal manera de evitar tener que lidiar una y otra vez con los recuerdos de aquella noche fatídica.

En la búsqueda de algo de alivio, solo se refugiaba en la silenciosa complicidad con la Vizcaína, en quien, en cierta forma se veía reflejada, porque encontraba en ella a una mujer tan apartada del resto del mundo, como ella mismo ahora quería estar. Y tan estrecha llegó a ser aquella complicidad, que su falta de habla no impidió que aprendiera la lengua materna de su nueva protectora. De hecho, cuando al fin decidió romper con meses de abstinencia verbal, fue para dejar a todos estupefactos al escucharla proferir una maldición en vizcaíno.

Esto sucedió poco tiempo antes de que todos por fin dejaran atrás, como un mal recuerdo, aquel Santo Domingo tan distinto al de antaño, para emprender un nuevo viaje con rumbo al reino de Chile. Y lo ocurrido tuvo su origen a propósito de la llegada del primer sangrado menstrual de Isabel.

Como se hubiera podido esperar, la primera persona que acudió en socorro de la niña, al verla aterrada sentada en su lecho al despertar, fue la Vizcaína. Y, a decir verdad, ella había estado esperando este momento con cierta ansiedad, porque sabía que solo la llegada de la pubertad le daría tregua para poder negociar con el mundo la devolución de la voz de esta nueva mujer, a cambio del alma de alguna otra criatura inocente.

Entonces, la siguiente mañana, antes de que el sol rompiera con la inmensidad de una luna que aún brillaba en el centro del firmamento, la más longeva de las sirvientas entró a la cocina para avivar la hoguera. Y allí se encontró con un cuadro que la dejó atónita: Isabel tendida en el piso con su mirada clavada en la luna, cuya luz aún entraba por la ventana. Y arrodillada a su lado, estaba la vizcaína retorciendo el cogote de un pobre papagayo, como intentando exprimir su sangre sobre la boca de la niña. Y al mismo tiempo, con una lúgubre mirada, recitaba un conjuro en su lengua materna.

– A troca de la voz que el mundo le ha robado a mi pobre niña, vaya en su ofrenda, el alma de esta inocente criatura del cielo

Luego de presenciar la escena desde el vano de la puerta, aunque no pudo entender lo que su colega decía, la criada salió corriendo para interrumpir el sueño de Sebastiana, pues la urgencia de darle cuenta del desastre ameritaría la impertinencia. Y la Vizcaína, simplemente se sentó en el piso cruzando las piernas, soltó el papagayo convaleciente, y tapándose la cara como para acostumbrarse a la oscuridad eterna, se lamentó, pero ahora en su acostumbrado castellano a medias:

– ¡Válame Nuestra Señora! Muerta estoy ya en la pira, por el Dios que criome.

Y esas fueron las últimas palabras de su vida, porque como si se hubiera tragado el mal que aquejaba a Isabel, desde aquel momento, los labios de la Vizcaína no volvieron a dejar que se escapara una sola palabra. No habló ni se quejó mientras don Cristóbal la azotaba para espantar los demonios de la honorable morada que le daba cobijo, tampoco cuando se la llevaban rumbo a las cárceles corregidoras de la Inquisición, ni tampoco dijo una palabra cuando, después de algunos años de encierro y de un tedioso proceso judicial, relajaban su alma en la hoguera de un pomposo Auto de Fe, en la Plaza de Armas de Nueva España.

Pero todo ese trágico destino ya había quedado escrito al día siguiente del intento de sanación de Isabel. Porque Sebastiana, en persona, esa misma mañana se encargó de testificarla ante el comisario del Santo Oficio en Santo Domingo. Así que con mucha más diligencia de lo que solía conllevar este tipo de trámites, fue aprehendida para ser llevada frente al tribunal inquisitorio, y sometida al debido y justo proceso tan pronto como fuera posible.

Esa tarde, mientras se la llevaban, Isabel, Sebastiana, don Cristóbal y todo el séquito de criados, observaban el procedimiento de aprehensión bajo los arcos de la entrada de la casa. Desde allí la niña pudo ver cómo quien había intentado curarla, ahora era tironeada desde la cadena que habían envuelto en su cuello. Y pudo notar cómo, guardando un obstinado silencio, hacía tremendos esfuerzos para seguirle el paso al alazán del comisario que la conducía rumbo a las Casas Reales. Y entonces Isabel, apretando los puños, por fin después de meses volvió a hablar, para profetizar el porvenir desgraciado de su padrino, aunque sin dirigirle la mirada:

– Moriréis solo y encogido. Mas no habréis de hacerlo antes de perder vuestro cuerpo, cuyas partes caerán de sus ramas, como caen de su árbol los higos pasados.

Nadie comprendió una palabra de lo que dijo, porque lo hizo en un perfecto vizcaíno. Además, el alivio por haber vuelto a escuchar la voz que echaban de menos desde aquel oscuro incidente en altamar, les ocultó que había hablado en el idioma materno de quien ahora se llevaban rumbo al infierno que entre todos habían construido.

Todos ellos ignoraron que Isabel lanzó su maldición de esta forma, motivada por un remordimiento, y en homenaje a su verdadera protectora, quien ahora, en sacrificio, se llevaba consigo aquel silencio de censura. Pues ella era la única que sabía que, por culpa de la inoportuna interrupción de la más longeva de las criadas, aquella madrugada de luna brillante, el papagayo cuya alma intentaban ofrendar al mundo no había podido terminar de morir. Por eso ahora, como consecuencia de una desafortunada interpretación del conjuro de la vizcaína, a troca de la voz que la niña había estado reteniendo, el destino se llevaba directo hacia la pira, el alma mártir de aquella otra inocente criatura del cielo.