De su libro Relatos en confinamiento: Historias extrañas para días extraños, Wager Mollor nos ha enviado este relato, en el que una situación cotidiana, pero en tiempos de pandemia, desata una violencia inesperada y sorprendente.

por Wager Mollor

Dos cajas de leche, cuatro paquetes de pan de molde, carne congelada, verduras, fruta, …y, por supuesto, papel higiénico. No había sido de esos egoístas estúpidos que habían acaparado los paquetes de 24 rollos los primeros días de confinamiento como si llegara el Apocalipsis, así que, finalmente, se les había terminado. El último rollo, el día anterior, así que por la noche y esa mañana se habían tenido que conformar con el papel de cocina que, por cierto, también se estaba acabando.

Jonás entró en el supermercado empujando el carrito con las manos cubiertas por unos guantes rígidos e incómodos. Los tenían en casa desde hacía años y jamás se habían utilizado. La madre de Elena los había dejado allí con la recomendación de utilizarlos cada vez que fregaran el baño y, como hacían con todos los consejos de aquella buena y locuaz señora, ellos habían olvidado sus palabras antes siquiera de que terminara la frase.

Se sentía incómodo con los guantes y, además, sabía que, llegado el momento de separar las dos caras de las bolsitas transparentes de la fruta, haría el ridículo más espantoso pidiendo a algún dependiente que lo hiciera por él. Pero Elena había sido tajante, los guantes había que ponérselos, al menos eso, que ni mascarillas tenemos. Jonás agradecía en secreto que las mascarillas siguiesen sin aparecer en la farmacia de debajo de casa, eso ya sería el colmo de la ridiculez.

En el supermercado escaseaban los clientes, pero no los productos. Tal y como le dijera la vecina que se cruzó en el portal con el carrito rebosante, habían repuesto de todo. ¡Incluso papel higiénico! El alborozo de la mujer ante semejante notición le resultaba tan patético como inquietante. Tiempos extraños estos que alegran la mañana de una pobre viuda con la visión del papel del wáter en un estante de supermercado. Decidió que iría a por dicho preciado producto primero, a pesar de que estaba en la fila más alejada de la puerta de entrada. Si volvía sin papel, Elena le echaría la bronca.

Al doblar la esquina de los productos de limpieza se le encogió el corazón un poquito: estanterías vacías al fondo de la hilera, donde debían estar tanto los rollos de cocina como los de baño. Pero no, había un paquete, solitario, de doce rollos de doble capa. Apretó el paso sintiéndose ridículo de nuevo, pero qué demonios, era el último paquete. Una anciana, con el aspecto de haber cumplido los cien años hacía tiempo, dobló la esquina de enfrente con la mirada puesta en su paquete de papel higiénico. Porque sí, para entonces, aquel ya era “su” paquete, le había echado el ojo el primero, y ahora iba a echarle la mano también.

En efecto, agarró el paquete antes de que la anciana levantara siquiera el brazo. Lo hizo con gesto distraído, como si aprovechara para surtirse de aquel producto ahora que pasaba por allí casualmente, y miró, distraído, el estante vacío.

-Oh, vaya, no queda más. Se lo cedería con gusto, pero en casa no nos queda y mi novia me mataría si volviera sin él. -Jonás obsequió a la mujer con su sonrisa más arrebatadora de vendedor de seguros, pero la mujer le devolvió una mirada dura con los labios apretados.

– ¿Cómo dice? -la anciana estaba murmurando algo sin separar los labios.

-Que ese paquete era mío -dijo ella, vocalizando al fin. Lo vi primero, pero como camino despacio has llegado antes. Te estás aprovechando de una pobre vieja, mamarracho.

Jonás notó el rubor subirle por el rostro. No era cierto, él había localizado el papel higiénico antes siquiera de que la mujer doblara la esquina, pero las palabras de la anciana le hicieron sentir vergüenza y rabia a la vez.

-No es verdad, señora, -dijo con el tono que empleaba con los clientes a los que quería hacer sentir estúpidos por no confiar en él lo suficiente, -yo llevaba un rato en este pasillo cuando usted llegó. De verdad, se lo daría si pudiera. Vamos, no se enfade, que seguro que, de aquí a un rato, traen más.

Dio la espalda a la mujer con las mejillas encendidas. Se sentía idiota. Se sentía miserable. Por primera vez desde que empezara toda aquella locura, la superioridad moral que creía poseer sobre todos los fantoches que acaparaban comida y material sanitario se resquebrajaba. Pero no. Meneó la cabeza mientras dirigía el carrito hacia el pan de molde. Él no era uno de aquellos ignorantes, ni iba a dejar el supermercado vacío. Simplemente había llegado antes. Solo era papel higiénico, por amor de dios, la anciana no iba a pasar hambre ni se iba a contagiar por su culpa. “No, solamente tendrá que limpiarse el culo con el periódico, porque un joven sano y fuerte, que puede pasarse por otro supermercado cuando quiera, se ha llevado el último paquete de papel en sus narices”. El reproche de su cerebro llegaba, como no, con la voz de su padre. Jonás agachó la cabeza unos centímetros sin ser consciente de ello, como siempre que su padre le mostraba lo estúpido, débil y egoísta que era, con aquella misma voz que le reprendía ahora desde su mente.

Quizás para compensar el episodio anterior, cogió tan solo dos paquetes de pan de molde, aunque no era necesario: el estante rebosaba de un variado surtido de panes blancos, integrales, de espelta, de semillas… Continuó abasteciéndose sin prisa, consciente de que la anciana lo observaba en la distancia. Junto a las cestas de fruta tuvo que, como había predicho, pedir a una dependienta cubierta con mascarilla floreada que le ayudara a abrir las bolsas de plástico transparente. Depositó las manzanas, plátanos y mandarinas en el carro cuando reparó en que el paquete de papel higiénico ya no estaba en su carro.

La anciana empujaba el suyo en dirección a la caja, a tan solo dos metros de distancia. El flamante paquete de la discordia sobresalía sobre las otras adquisiciones de la enjuta mujer, ostentoso.

A Jonás le subió un nuevo calor al rostro, este no de vergüenza sino de rabia y frustración. La vieja había tenido la poca vergüenza de robarle mientras elegía las manzanas menos magulladas. Era increíble.

En dos zancadas furiosas se puso a su altura.

-Señora, devuélvame mi papel higiénico-. La frase era tan absurda que debía haber resultado cómico, pero no se sentía humorístico en absoluto.

La mujer alzó la cabeza despacio y lo miró a los ojos. La dureza de minutos antes había desaparecido y Jonás reparó en la nube que cubría casi todo el ojo derecho y una pequeña parte del izquierdo. “Tiene que operarse de cataratas en cuanto los hospitales vuelvan a la normalidad, apenas debe ver algo la pobre”. La mujer se le quedó mirando unos segundos y después dijo, como una voz susurrante:

-Creo que se equivoca, joven, este es mi carro. Mire, está mi crema de manos anti dad, seguro que usted no compra de esto, no lo necesita-. Una risita dulce y cansada dio por concluida la conversación. La anciana empujó de nuevo el carrito de la compra, no sin cierta dificultad, camino de la caja.

Jonás se quedó quieto, conmovido. La mujer ni siquiera recordaba el desagradable incidente de antes y eso le hizo sentirse el ser más miserable del mundo. Tal y como había pensado mientras cogía el pan, él podía perfectamente pasar por otro supermercado luego o, incluso, volver a este por la tarde, cuando hubieran repuesto los productos que faltaban. Elena no iba a enfadarse, esa excusa era una tontería. De hecho, estaba seguro de que, de ser ella la que hubiera ido a la compra, habría cedido el paquete de papel higiénico a la anciana desde un primer momento. Elena tenía sus defectos, bien lo sabía él, pero no era egoísta ni mezquina. Al parecer, esos adjetivos, sin embargo, lo describían a la perfección.

Ahí habría quedado la cosa, con una lección de humildad para el joven y ambicioso Jonás, de no ser por la sonrisa.

La anciana ya había alcanzado la caja y depositaba su magra compra sobre la cinta. Miró de reojo a Jonás, que seguía observándola con ternura, sintiéndose como carroña humana. Entonces la mujer sonrió, pero no fue la dulce risita despistada que le había encogido el corazón, sino una sonrisa cruel y triunfante, la sonrisa de la vencedora.

Jonás no tuvo tiempo de pensar siquiera. Se abalanzó sobre la cinta con los productos en hilera y agarró el paquete de rollos de papel por la tira azul que servía de asa.

– ¡Esto es mío y me lo llevo! -gritó.

Mientras daba un tirón de la cinta, la anciana, con una rapidez sorprendente para su edad, sacó la mano que había metido en su bolso de polipiel negro mientras Jonás se le acercaba. La lanzó sobre el brazo de Jonás que tiraba del preciado papel higiénico y le clavó, a la altura del codo, un berbiquí de carpintero. El brusco movimiento con el que el hombre tiraba del paquete hizo que el berbiquí no solo se clavara en la carne, sino que desgarrara todo el antebrazo hasta la muñeca.

Jonás vio la sangre brotar como un pequeño surtidor a lo largo de su antebrazo, sintió un dolor abrasador recorriéndolo y pensó: “¿Pero ¿qué hace una vieja con un berbiquí en el bolso?”, todo al mismo tiempo. Se volvió a mirar a la mujer, con el rostro congestionado y una expresión de angustiada perplejidad y lo que vio hizo que la rabia indignada de antes se convirtiese en auténtica furia ciega. La anciana seguía sonriendo, ahora con fiereza, los dientes postizos asomando por entre los labios agrietados. La mirada, nublada y desafiante, parecía decir. “Y ahora, ¿qué, listillo?”.

La sangre de Jonás había salpicado toda la compra de la mujer, además de las chucherías del expositor. El abrigo de la anciana, de paño desvaído color salmón enfermo, aparecía ahora moteado de un rojo brillante y oscuro como esmalte de uñas.

La cajera, una chica rubia y guapa que siempre miraba a Jonás con languidez estudiada por el ojo que no le tapaba el flequillo, como una Verónica Lake que desconoce quién es Verónica Lake, había abierto mucho el ojo visible (Jonás suponía que el otro también, en uno de los cientos de pensamientos cruzados e histéricos que atravesaban su mente a la velocidad del rayo) y daba gritos entrecortados.

Jonás ni siquiera se dio cuenta de que agarraba a la anciana por la pechera. Empezó a sacudirla, primero despacio, después más rápido y con movimientos cortos y secos, mientras vociferaba a centímetros de su arrugado rostro.
– ¡Me has herido! ¡ME HAS HE-RI-DO!

Ya no había sonrisa, pero la mujer aún asomaba los dientes en un gesto de repulsión y miedo. Jonás pensaba, y no se equivocaba, que el vaivén del zarandeo parecía asustarla más que el rostro desencajado por la furia y el dolor de Jonás, era lógico, una pasa esquelética como aquella acabaría con varios huesos rotos si la soltaba de repente. Por un momento, la idea de dejarla caer y verla tirada en el suelo aullando de dolor le pareció completamente justa y natural. Le había robado, lo había engañado y después lo había apuñalado. ¿Viejecita indefensa? Ja. Esa mujer era peligrosa, vieja o no, y merecía una lección.

“Pero ese no eres tú”. Esta vez no era la voz de su padre la que hablaba desde el interior de su mente. Era su madre.

Casi nunca oía la voz de su madre. Pensaba que se debía, quizás, a que había muerto demasiado pronto o demasiado joven para que él pudiera recordarla. En realidad, sabía que su voz interior servía, la mayor parte de las veces, para auto lagelarse, y esa tarea era más propia de su padre.

Una única frase con la voz adecuada sirvió para apagar parte de su rabia. Aún estaba furioso, sí, y dolorido. El brazo le ardía como si lo hubiese puesto sobre una sandwichera caliente. Miró alrededor, aún sacudía a la anciana adelante y atrás, pero la cadencia suave daba la impresión de que la estaba meciendo.

Cerca de ellos se había congregado una pequeña multitud, los doce o trece clientes y varios empleados, incluida la mujer de la mascarilla de flores que le ayudara con las bolsas minutos antes. Nadie, sin embargo, se acercaba a curar su brazo herido ni a auxiliar a la anciana bamboleante: se respetaba la distancia de seguridad.

Al saberse observado, Jonás se apaciguó y dejó de agitar a la anciana sin soltar las solapas del abrigo.

-Esto es una locura -dijo con voz temblorosa-. Por unos rollos de papel higiénico no podemos…

Antes de que terminara la frase, la anciana levantó la mano derecha, que aún empuñaba el berbiquí, por encima del sangrante brazo izquierdo de Jonás y, como a cámara lenta, lo hundió en el cuello del joven.

En lo que a sangre se refiere, lo del brazo no había sido nada. El cuello de Jonás se convirtió en un aspersor de riego a toda potencia. El suelo bajo los pies de ambos quedó encharcado en pocos segundos, los mismos que tardó él en desplomarse.

Cuando murió, unos cincuenta segundos después de la puñalada, la anciana había vuelto a meter casi toda su compra manchada de sangre en el carro. La cajera rubia gritaba, varios clientes gritaban, algunos habían perdido el respeto por la distancia de seguridad y se habían aproximado al hombre desangrado del suelo, pero ninguno se acercaba aún lo suficiente como para hundir los zapatos en el charco pegajoso. Todo el mundo miraba al cuerpo de Jonás y a la anciana alternativamente, como si trataran de descifrar el jeroglífico más difícil del mundo.

-¿Nadie me va a cobrar esto, ¿no? Pues muy bien. La cajera rubia dio un respingo al oír la voz quebrada de la mujer y la miró con auténtico terror.

La anciana se encogió de hombros, empujó su carrito coronado por el paquete de papel higiénico y salió del supermercado.

Abril 2020, Wager Mollor