El poder de los “inútiles”

por Diego Muñoz Valenzuela, escritor, Presidente de Letras de Chile

Se reconoce que el quehacer del escritor es profundamente solitario. Requerimos de la soledad para poder dedicarnos a nuestra razón de existir. Pero la razón esencial de la literatura se encuentra en la sociedad, es a ella a quien interpelamos, más allá de nuestras ideas o intenciones. Se vive así en una constante contradicción entre sociabilidad y aislamiento. Sumergirse para entregarse al trabajo creativo con la mayor dedicación posible. Emerger, regresar a la vida social para nutrirse de nuevos elementos que comenzarán un proceso de fermentación en el subconsciente, generando material para una nueva escritura.

Sin embargo, hay momentos históricos que afectan esta pulsión, y por cierto de maneras positivas y negativas. Por ejemplo, en la segunda mitad de los años 60 -como buena parte del mundo- vivimos intensamente la germinación de grandes cambios sociales, expresados en movimientos políticos que delineaban una evolución hacia estructuras sociales más justas y libertarias. Estos cambios fueron alentados por transformaciones previas que resultaron de las luchas de varias generaciones previas.

Este tránsito hacia un mundo mejor fue interrumpido -en el caso de Chile y varios países latinoamericanos- por brutales dictaduras criminales. Así como a fines de los 60 y comienzos de los 70 el aislamiento de los escritores fue suspendido y transformado en colaboración activa con los procesos de transformación social, en dictadura asumió formas de resistencia. Tal fue el crisol en el que se formó nuestra generación, mayoritariamente comprometida con la democracia y la lucha por restituir la libertad.

En el proceso regresivo y en esencia reaccionario que llevó adelante la Concertación desde 1990, cuando se recuperó nuestra débil democracia, se inició una desmovilización de los actores sociales. Esto afectó por igual a escritores, artistas, intelectuales, académicos, profesionales; a toda la gente vinculada al pensamiento, con excepción de aquellos que cerraban filas como militantes y asumían cargos en los partidos del nuevo oficialismo o en la administración del estado.

Así se alentó una diáspora y una etapa proclive al aislamiento, que tuvo beneficios en los años venideros: la producción de una serie de obras que abordaron de diversas formas la “era del ogro” así como otras renovadoras en la forma o el fondo.

Viene un periodo de silencio, de voces individuales, de escasa acogida al pensamiento crítico en los medios. Mientras tanto, el neoliberalismo impuesto en dictadura se enquista en todos lugares: se apodera de gran parte de las empresas públicas, se glorifica al dios omnipotente del mercado como mantra milagroso de la gestión, se entroniza en las universidades y la educación. Vamos camino de ser los jaguares del continente, asumiendo que la concentración de grandes capitales producirá al “chorreo” hacia los sectores “vulnerables”, el eufemismo que permite desterrar el incómodo vocablo “pobreza”. Desaparece la pobreza del campo lingüístico.

De pronto vino, literalmente, el “estallido”, la rebelión ciudadana iniciada el 18 de octubre de 2019; rebeldía que siempre estuvo presente, pero que jamás fue escuchada ni considerada desde el poder. Gran sorpresa para los gobernantes y la abrumadora mayoría de los partidos políticos. Surge en la palestra un descontento esencial y vigoroso, la desigualdad extrema emerge a la superficie junto con el abuso. “Chile despertó” fue una de las frases acuñadas. De pronto los 30 años de democracia mostraron la parte oculta de su rostro. Y junto con esta rebelión, lo esperable es que surgieran las voces de los escritores y los intelectuales comprometidos con esa ciudadanía movilizada, porque forman parte de ella.

Es un despertar gradual, no explosivo (cuando debiera serlo) porque hicieron y hacen lo suyo los años de adormilamiento y falta de protagonismo (en el sentido de la acción), unidos a la transformación social realizada en 30 años (concentración de la propiedad de los medios de comunicación, transformación del modelo educacional y las universidades, acuñamiento de la “industria cultural” para asimilar los procesos creativos a la economía neoliberal).

Después hemos asistido a un espectáculo donde ningún agente político se ha hecho cargo nítido de las demandas sociales, erigiendo un liderazgo que ofrezca soluciones dentro de un cuadro integrado verosímil de transformaciones, necesariamente graduales y bien priorizadas. Y en las escasas e insuficientes soluciones planteadas hasta ahora, no se advierten las propuestas de cambio creativas y contundentes que un cambio efectivo requiere. Se tiende a repetir las fórmulas pasadas, a moverse dentro de los estrechos márgenes que el sistema neoliberal permite.

Ahora enfrentamos una doble crisis, pues la pandemia y sus efectos inmediatos y futuros (los más temibles), se adicionan y potencian con la constatación de las enormes injusticias y abusos del sistema neoliberal puestos a la fuerza sobre la mesa desde el 18 de octubre de 2019. Peor aún, se nos previene -quizás para infundir miedo y generar control social- de que estamos a las puertas de una crisis económica tan contundente y fatal como la de 1929, la Gran Depresión.

En estas circunstancias, ¿qué podría parecer más ocioso que las prácticas de la escritura, el arte o el pensamiento libre? Justamente cuando ni políticos, ni gobernantes, ni empresarios (hay excepciones tan honrosas como raras) han mostrado capacidad para ponerse a la altura del liderazgo requerido para superar esta doble crisis, sanitaria y socioeconómica.

Son tiempos donde se espera una contribución esclarecida de los líderes formales, pero en cambio recibimos ausencia de información y un evidente predominio en cuanto a privilegiar la conveniencia de los negocios (la economía) por sobre el cuidado de las personas.

En estos momentos debiera ser más que bienvenido el aporte de la inutilidad del arte y el pensamiento, atendiendo a la posibilidad de que pueda volvernos mejores personas. Y encontrar soluciones originales, elaboradas fuera de los paradigmas imperantes en la sociedad en la cual vivimos, de la cual somos responsables.

En esta difícil etapa es necesario que se manifiesten e interrelacionen creativamente todos los conocimientos: científico, artístico, filosófico, económico, etc. Como en otros periodos complejos de nuestra historia. Intelectuales, científicos, artistas y profesionales deben salir de su soledad y desempeñar -juntos y en colaboración estrecha- un papel protagónico, expresando sus pareceres sin cortapisas y señalando caminos de solución para los graves y enormes problemas que nos aquejan.

En estos meses recientes, desde las ciencias, las artes y otras disciplinas, he advertido el inicio de un caudal valioso, pleno de aportes, que debe multiplicarse, pues puede ser una fuerza fundamental en el balance entre permanencia y cambio.

Si queremos cambiar de manera efectiva, debemos delinear hacia dónde, en qué sentido, para lograr cuáles resultados. Y eso se debe diseñar e implementar con las grandes mayorías, no con minorías privilegiadas.

Las actividades “inútiles”, como la necesidad de crear e imaginar, son las que nos pueden conducir a los nuevos caminos, a salvarnos del inmovilismo y el aislamiento, a soñar y pensar juntos en un mundo mejor. Me parece imprescindible escapar de la prisión materialista e individual adonde nos ha arrastrado el actual estado de cosas. No veo otra manera viable para crear una sociedad donde resurjan como claves el humanismo y la libertad, donde dignidad y solidaridad sean las divisas fundamentales.