por Omar López, poeta y gato

EL Día Internacional del Libro es tan importante como el Día Internacional de la Mujer o el Día Internacional de los Trabajadores. Pero en la práctica no lo es, salvo para los adictos. Más allá del simbolismo (institucionalizado por la UNESCO a partir del año 1995) de la fecha 23 de abril, que conmemora la muerte de tres escritores de estatura universal (Miguel de Cervantes, William Shakespeare e Inca Garcilaso en el año 1616), el libro es otro objeto mercantilizado, explotado y abusado con fines de sospechosa estirpe financiera. De hecho, las ediciones “de lujo” con papel brillante, tapa dura, grandes formatos y que están dirigidas a una masa de elites no están pensadas para fortalecer el conocimiento o la cultura. Su intención, como en tantas otras áreas económicas, es obtener rentabilidad y dominio. Precios prohibitivos para estudiantes, trabajadores o jubilados. El IVA, impávido nieto de la dictadura aplicado a este producto de primerísima necesidad, goza de buena salud. Si bien existe Bibliometro, bibliotecas municipales y algunas bibliotecas populares donde antes no existían, el libro y la lectura están todavía muy lejos de los hábitos cotidianos para crecer y saber.

El segundo enemigo del libro fue la aparición de la televisión en los años sesenta. Después del sistema capitalista o ex “mundo libre”, que es el primero, el tercero y tal vez de mayor y compleja perversidad es una raquítica y tradicional política de educación pública, siempre inducida por contenidos clasistas, prejuiciosos y paternalistas. Los programas de lectura para enseñanza básica y media están marcados por un tecnicismo frío y funcional, uniforme, chato en cuanto a expandir un verdadero asombro por la ficción o la ciencia y convertirlo en brújula activa de cada alumno, para sacudir su curiosidad o sus frescos talentos.

Un libro, definido románticamente, es la herencia de un árbol que alguna vez leyó sus nubes en el diario del invierno. Y hoy puede estar en un estante, en un cajón o una mesa respirando paciencia y ternura; buscando ojos nuevos para seguir el bello camino que alguien dibujó mucho antes de tus sueños. Un libro, sea cual sea su temática, sea cual sea su condición y edad tiene siempre un sesgo de misterio y humanidad porque no fue escrito por una piedra o un robot. Un libro, abierto y conversando es y será a todo evento, un íntimo amigo; un hermano de soledad cuando estoy triste o un puente de sabiduría cuando me pierdo. ¡Vaya qué importante es el libro real, con hojas de papel, con lomo de cartón y costuras artesanales, nacido en una humilde imprenta en una hora de tiempo indefinido! Siempre me han atraído los volúmenes de tercera edad, esos ya gastados títulos que soportaron lluvias y terremotos; incendios o golpes de estado. Eso venerables abuelitos que todavía ofrecen pan y silencio; sobrevivientes de persecuciones o entierros; alguna vez clandestinos y muchas veces, cien veces fotocopiados bajo la censura y el miedo.

La UNESCO que ya bautizó el 23 de abril como Día Internacional del Libro y Del Derecho de Autor, lo hizo porque antes que los justos “derechos de autor” están los contratos de las grandes editoriales y había que asegurar ese bolsillo.

Por mi parte y, creo que la de muchos compañeros de ruta, el único “derecho de autor” que invocaría es que me lean gratis y sin hacerme mucho caso.