por Yuri Soria Galvarro

Debo haber tenido unos veinte años cuando mi padre me pasó El Viejo que leía novelas de amor. Devoré el libro de una sentada y corrí a decirle «es el Tío Roberto». El Tío Roberto es un mito en mi familia, un tío-abuelo que renegó de la maldad del hombre blanco y se fue a vivir a la selva con los indígenas. El primer recuerdo que tengo en la vida es un viaje al Chapare en Bolivia con mi padre. Debo haber tenido unos cuatro años, quizás menos, íbamos en un bote por río a visitar al Tío Roberto, en un recodo de arenas amarillas miles de mariposas verdes alzaron vuelo a nuestro paso. En otro flashback caminamos por un sendero en la selva, el Tío Roberto va por delante con su fusil al hombro, nos detenemos frente a un tronco ahuecado y nos cuenta que ahí vivía un tigre que había tenido que cazar. El Tío Roberto no leía novelas de amor, pero escribió una novela de amor maravillosa, que cargó y corrigió durante sus últimos años de vida y esperamos publicar pronto. De todas estas increíbles coincidencias hablamos con Luis Sepúlveda muchos años después, cuando nos hicimos amigos, gracias a otro gran hermano, Mario Delgado Aparaín de Uruguay.

Luis Sepúlveda organizaba el Salón del Libro Iberoamericano en Gijón. Allí lo conocí (aunque ya acumulábamos un nutrido intercambio de emails) y también a parte del «Círculo cercano de amigos» (que son como 500). Entre ellos a su compañera Carmen Yañez (la querida Pelusa) a Daniel Mordzinski, Víctor Hugo de La Fuente, Federica Matta, José Manuel Fajardo, Karla Suárez y Elsa Osorio, y a Ángel Parra, Antonio Saravia y Octavio Lafourcade, que ya partieron. El Salón del Libro era un punto de encuentro para la buena literatura, donde los escritores se nutrían de compañerismo y buena leche. La misma energía que tiene el Foro por el Fomento del Libro y La Lectura, en Resistencia, Argentina, que organizan los también grandes amigos Mempo Giardinelli y Natalia Porta. Teníamos planeado reunirnos todos en agosto cuando se cumplen los 25 años del evento.

Lucho nació en Ovalle, y aunque algunos aseguran haber sido sus compañeros de curso en el colegio, estuvo sólo algunos meses en esa ciudad, lo que tempranamente genera el mito de la patria difusa. Creció en Santiago y estudió en el Instituto Nacional. Con la juventud llegó el sueño de la patria nueva y junto a muchos de su generación se incorporó a la lucha política en las Juventudes Comunistas. En 1971, se casó con Carmen, nació su hijo Carlos y aunque se separaron, veinte años después se encontraron en Europa y volvieron a casarse. Cuando Santiago se convertía en una ciudad acorralada, ahora desde su militancia socialista, se enlistó en el GAP para defender al presidente Allende.

Con el golpe fue encarcelado en Temuco, donde estuvo casi tres años preso. En 1977 abandonó Chile y partió al exilio, del que de alguna forma nunca volvió. Estuvo en Buenos Aires y Montevideo, después en Brasil, Paraguay, Bolivia, Perú y Ecuador, allí conoció a los indios Shuar que después fueron el germen de su novela El Viejo que leía novelas de amor. Con la Brigada Internacional Simón Bolívar estuvo en Nicaragua para la Revolución Sandinista. Durante esos años se ganó la ciudadanía de la patria grande latinoamericana.

La dictadura chilena le quitó la nacionalidad convirtiéndolo en apátrida. Ya en democracia le dijeron que podía recuperarla presentando una solicitud con varios documentos y antecedentes, y que por gracia de algún burócrata, talvez se la otorgaban de nuevo. Lucho dijo que se la habían quitado sin solicitarlo y se la debían devolver de la misma manera, y que bien podían meterse el pasaporte chileno por el culo (quizás no lo dijo con esas palabras, pero esa era la idea).

Alemania, una de las patrias que lo acogió, le concedió un pasaporte. Fue nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras en Francia. En Italia y Portugal está ampliamente traducido, ganó premios y reconocimientos, tuvo el cariño y admiración de miles de lectores y esos países fueron una patria para él. Gijón, ciudad donde vivía y que mira al Mar del Norte, también era su patria y será nombrado hijo predilecto. En un momento que tuvo problemas, lo llamó Mujica el presidente de Uruguay, esa tierra de gente macanuda, y le dijo, Lucho si te joden mucho acá tenés tu patria. Luis Sepúlveda Calfucura además abrazó otras patrias, como la Nación Mapuche o la patria verde de Greenpeace. Y la gran Patagonia, el sur profundo que recorrió varias veces. Uno de esos viajes, junto a otro hermano, el fotógrafo Daniel Mordzinski, está registrado en el hermoso libro Últimas noticias del sur.

Hace algunos años nos visitó en Puerto Montt y después de comprobar que acá nos alimentamos exclusivamente de asados, decidió que era un buen lugar para iniciar el regreso a la patria. Convenció a Carmen, se instalaron en un departamento y declaró que ahora vivía en Gijón y en Pelluco. Lo tuvimos de vecino y como parte de la familia durante los veranos. Disfrutamos de su conversación y ternura, acá agregó nuevos amigos al Círculo cercano, como el pintor Marcelo Paredes y Jaime Barría de la Banda Bordemar.

Los inmigrantes y los exiliados descubrimos en algún momento que no se pude volver a una patria que ya no existe. De eso hablamos con Lucho una vez caminando por la playa. Sus actividades literarias y la familia con hijos y nietos afianzados en el hemisferio norte hicieron que cada vez fuera más difícil venir. Nos mantuvimos en contacto permanente con él y Pelusa, también en estos días dolorosos que dio su última batalla. Lucho tuvo muchas patrias, pero siempre supo que la verdadera habita en la memoria y los amigos. En el «Círculo cercano» lo extrañaremos a rabiar. Él se ha mudado ahora a esa otra gran patria sin fronteras que son los libros y la literatura.