por David Espinoza

A temprana edad llamaron mi atención los jorobados, los veía en la calle y quedaba embelesado mirando su protuberancia. También me gustaba cuando la tenían en el pecho. Un vecino de mi edad me autorizaba para que se la tocara.

Me fui especializando en jorobas: las redondas y ubicadas en medio de la espalda eran duras, las cargadas hacia alguno de los omóplatos, eran flácidas y ásperas.

En el colegio y luego en la universidad, si veía algún jorobado, me las ingeniaba para hacerme amigo. Una vez que lo conseguía, no resistía preguntarle en qué posición dormía, si cuando viajaba a la playa su joroba se quemaba y qué clase de cremas usaba. Otra pregunta era cuántos días podía estar sin ingerir líquidos y qué cantidad podía tomar de una vez. Como respuesta, siempre recibí una leve sonrisa.

Al titularme, instalé mi centro de operaciones y como ayudante contraté a un amigo que tenía giba. Su nombre era Igor. Día tras día examinaba su perfecta joroba.

Después de muchas rogativas me autorizó abrirla. Dijo que lo haría con el único fin de ayudar a la ciencia.

Con los resultados se reafirmó mi teoría: era factible enderezarlos. Mi máquina mide tres metros de largo por uno y medio de ancho, en su plataforma lleva cuatro correas que sirven para afirmar las extremidades al costado un monitor manipula la cubierta que se estira y encoge.

Llegado el gran momento en la sala plenaria del Hospital Central, acosté a mi colaborador y procedí a fijarle las manos y los pies.

Con cariñosas palmadas lo tranquilicé. Al ponerla en movimiento vi la cara de mi ayudante, lo noté feliz y tan decidido que le puse potencia diez. Un aullido acompañado por una sonajera de huesos, hizo que toda la sala se levantara de sus asientos.

Esa misma tarde fui detenido bajo el cargo de homicidio.

Fui condenado a diez años.

Una de esas aburridas tardes del presidio, recibí la visita de un juez de la república. La razón de su inspección era pedirme que perfeccionara la máquina y notificar mi libertad. Quedé dichoso. Al despedirme le agradecí su gesto acariciándole su redonda joroba.

Él corrió la misma suerte que mi exayudante.