por Omar López, poeta y gato

Hace un par de días, tipo 19.15 h, miré por la ventana hacia el lado oriente y me llamó la atención el paisaje de dos pequeñas nubes sobre el fondo aún azulado de la tarde y la falda cordillerana. Estas nubes tenían la particularidad de ser muy redonditas y solitarias y estaban frente a frente, como en un diálogo íntimo, pero que contenía una urgencia: Vivir la fugacidad del momento, se estaban despidiendo antes de desaparecer o disolverse atrapadas por las sombras implacables. Efectivamente, me distraje unos minutos de esta escena y cuando volví la vista, no estaban. La noche se estaba colocando su pijama y la cordillera, veterana dócil y sedienta de agua, acomodó su lecho.

Así como un par de nubes duran un momento, nosotros seres impacientes, duramos menos de un segundo en la edad del tiempo, somos como dice el sabio profesor Maza, a nivel planetario “polvo de estrellas”, ni más ni menos. Luego, el problema es que no tenemos educación para la muerte, para la nuestra especialmente, para la nuestra. De ahí el pánico por la actual pandemia, de ahí la desconfianza y las distancias impuestas, de ahí el miedo como corbata. Los que hemos superado en varios años la barrera de la sesentena debiéramos estar felices de llegar en buenas condiciones de lucidez o criterio y asumir que nuestro final, hoy más que nunca puede cristalizarse cualquier día. Y no se trata de esperar o de resignarse: Se trata de entenderlo y en función de esa comprensión, para actuar cada segundo de la existencia como niños nuevos, asombrados, enamorados, vitales, sonrientes, cariñosos, emotivos, sencillos y tranquilos. Saber leer el instante resulta clave y esa clave no está en las enciclopedias ni en los dogmas; no existe en los manuales de autoayuda ni en el eslogan publicitario; no habita en la profesión o el doctorado. La clave es el diccionario de uno mismo, esa terminología única que está representada en mi huella digital y en mi diálogo interior. Ese diálogo que a veces domina un ser primitivo, casi salvaje y otras veces una lengua dulce y cálida que juega con los sentidos. La muerte es dejar de ser y eso… sería todo. Es un trámite sencillo y puro si te abraza durmiendo y muchas veces violento o trágico en los vaivenes del azar o un lento y doloroso proceso de agonía pero que, en definitiva, te convierte en un eterno exiliado del envase original.

Y con la muerte, comienza otra vida, no hablo de otro mundo ni de espíritus o de fantasmas. Es otra vida la que renace en tus zapatos vacíos, en tu ropa guardada, en tus palabras escritas en alguna agenda, en tus olores privados, en tus latidos pendientes, en tus promesas cumplidas, en tus fotos desteñidas, en tus secretos desnudos, en última instancia, en tu sombra de domingo. Vale la pena entonces llegar a donde estamos, porque un eventual caos, una inexorable amenaza no puede ni debe avinagrar la dicha de vivir.

Para finalizar, comparto el fragmento inicial de un poema de nuestro gran Gonzalo Rojas:

Vivo en la realidad.
Duermo en la realidad.
Muero en la realidad.

Yo soy la realidad.
Tú eres la realidad.
Pero el sol
Es la única semilla.

Todo tiene un límite y ahí mismo comienza un nuevo origen, es el mayor incentivo para correr las cortinas en cada amanecer y decir… ¡Hola día, venga ese abrazo!!