por Rodrigo Barra Villalón

“Además logró que, a todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, libres y esclavos, se les pusiera una marca en la mano derecha o en la frente…”
Apocalipsis 13:16

Para detener la nueva epidemia, la población entera debíamos cumplir muchas reglas. La tecnología hacía posible al gobierno monitorear a todos todo el tiempo y castigar a quienes infringíamos las reglas impuestas. Hacía menos de un siglo, la CNI no podía seguir a 15 millones de chilenos las 24 horas del día, ni podía procesar efectivamente la información reunida. Dependía de agentes y analistas y simplemente no podía ubicar a un sapo para seguir a cada ciudadano. Pero ahora los gobiernos contaban con sensores ubicuos y algoritmos poderosos en lugar de soplones de carne y hueso. Desde la batalla contra la epidemia del coronavirus, varios gobiernos implementaron las nuevas herramientas de vigilancia. El primero y más notable caso fue China, que por allá en el 2020 monitoreó de cerca los teléfonos inteligentes de cada ciudadano (luego se asignaba al nacer y tu número celular reemplazó carné, pasaporte, etcétera); el gigante asiático hizo uso de millones de cámaras de reconocimiento facial obligando a las personas a verificar e informar su temperatura corporal y condición médica cada ciertos intervalos, las autoridades chinas no solo podían identificar rápidamente a portadores sospechosos, sino también rastrear sus movimientos e identificar a cualquiera con quien hubiese entrado en contacto. Una variedad de aplicaciones móviles advertía a los demás sobre la proximidad a un paciente infectado. Este tipo de tecnología no se limitó a Asia. El primer ministro Benjamín Netanyahu autorizó en marzo del mismo año a la agencia de seguridad israelí a desplegar tecnología de vigilancia normalmente reservada para combatir el terrorismo, a rastrear a los pacientes con coronavirus. Cuando el comité parlamentario se negó a autorizar la medida, Netanyahu la aplicó con un «decreto de emergencia» como lo fue en Chile la carga impositiva transitoria llamada «impuesto específico a combustibles» de 1986 cuyo propósito era fomentar la reparación de la infraestructura pública destruida por el terremoto del año anterior y aún existe. Esa pandemia marcó el hito más importante de la historia de la vigilancia. No solo porque normalizó el despliegue de herramientas masivas en países que hasta ese momento las habían rechazado, sino porque fue la transición dramática de la vigilancia «sobre la piel» a «debajo de la piel». Hasta ese momento, cuando tu dedo tocaba la pantalla de tu teléfono y hacías clic en un enlace, las grandes corporaciones y el gobierno sabían exactamente en qué estabas. Pero desde el coronavirus, el foco de interés cambió y quisieron saber también la temperatura del dedo y presión arterial del ciudadano. Ninguno supo exactamente cómo estaba siendo vigilado. Antes del chip hipodérmico existió el brazalete biométrico, que monitoreaba solo temperatura corporal y frecuencia cardíaca las 24 horas del día siempre que no te lo sacaras. Los datos resultantes eran atesorados y analizados por algoritmos avanzados. Sabían que estabas enfermo incluso antes que te dieras cuenta, y también sabían dónde habías estado, y con quién. La cadena de infección se acortó drásticamente hasta cortarla. ¡El sistema detenía las epidemias en cuestión de días! La desventaja, por supuesto, fue que se le dio legitimidad a un nuevo y aterrador sistema de vigilancia. Ya no fue solo al enlace al que hice clic enseñando mis puntos de vista políticos y algo de mi personalidad y gustos sexuales. Ahora tenían acceso a saber qué sucedía con la temperatura de mi cuerpo, presión arterial, frecuencia cardíaca y colesterol en la sangre; todo por mi bien, por supuesto. Mientras vivo pueden aprender qué me hace reír, qué me hace llorar y qué me enoja. Todo fenómeno biológico que al igual que la fiebre y la tos introdujeron la vigilancia. Las corporaciones y los gobiernos comenzaron a cosechar nuestros datos biométricos en masa, llegando a conocernos mucho mejor de lo que nos conocíamos nosotros mismos. No solo pudieron predecir nuestros sentimientos y emociones, sino también manipularlos, vendernos lo que quisieron: desde productos a representantes gubernamentales. Por supuesto que se instauró la vigilancia biométrica como un «decreto de emergencia» que se iría una vez terminada la pandemia. Pero siempre hubo en el horizonte un nuevo incidente al acecho y publicidad que lo respaldara, generando miedo, aprovechándose de la ignorancia. Y aquí estoy, aún sangrando de la frente; uno más de los renegados que sobrevivimos en cuevas por las montañas al ritmo de la naturaleza; comiendo lo que encontramos. Siendo parte del pequeño grupo que nos arrancamos los emisores subcutáneos.