por Verónica Uzon Endress

¡Jack El Encantador está en Santiago! Era la gran noticia con la que bombardeaban los desayunos de los chilenos por segundo día consecutivo. Había llegado al país tres días atrás en un vuelo comercial directo desde Londres. Las autoridades no se percataron de su ingreso, aun cuando había una alerta en la mayoría de los grandes aeropuertos. Al parecer, ingresó disfrazado de sacerdote. La oficial de Policía Internacional no se percató del ardid y no asoció la cara que veía en la fotografía del pasaporte con la de Jack (a pesar de que era de público conocimiento que su mirada magnética se reconocía aun en los retratos de mala calidad). Eso fue, al menos, lo que repetía hasta el cansancio la joven oficial Teresita Olivos que le timbró el documento autorizando su ingreso; su cara redondeada y su mirada inescrupulosamente lánguida aparecía una y otra vez en la pantalla de los televisores.

Para mí esa noticia no tenía relevancia, pues yo estaba en medio de mi adolescencia y solo pensaba en los cantantes de moda, maquillajes y bailes de fin de semana. No alcanzaba a comprender por qué mi padre y hermano mayor estaban tan alterados. Recuerdo que mi padre insistió durante varias semanas en esperar a mamá a la salida de su trabajo para regresar juntos hasta la casa, lo que era completamente inusual en ellos.

— Estoy preocupado por la ola de asaltos a las señoras —respondió rápidamente papá cuando le consulté por su recién adquirida costumbre.

De mi parte, solo puedo decir que la primera vez que lo vi fue también la única. Todo ocurrió un día martes en pleno junio, cuando yo salía de mi casa una de esas mañanas frías y obscuras de invierno. Había niebla en Santiago y olía a humedad. Yo cerraba el portón tras de mí y él pasó por mi lado con su andar silencioso, algo encorvado por el frío. Vestía abrigo gris largo y olía a tabaco fresco. Me dirigió una mirada tibia y despreocupada directo a los ojos y yo la recibí inmediatamente. Luego tomé mi ruta hacia el Colegio y comencé a caminar aspirando involuntariamente cada una de las volutas de aire que había dejado tras de sí. Algunos segundos después adiviné que era él, pero era demasiado tarde, pues al volver sobre mis pasos ya había desaparecido.

No lo volví a ver, al menos pasando frente a mi casa. Pero estoy segura de que sí lo he divisado en varias oportunidades a lo largo de estos años, aunque no podría asegurarlo. Más bien he adivinado su presencia doblando más de alguna esquina, abordando un taxi, pasando en un carro del Metro en el andén opuesto y también lustrándose los zapatos en el centro de Santiago. Nunca he logrado acercármele más de cincuenta metros, pues tiene la asombrosa facultad de desaparecer.

En todo este tiempo yo me he preparado para el día en que lo encuentre cara a cara. Tengo todo planeado para ese momento: me acercaré a él y le devolveré la mirada sedosa que dejó incrustada en mi corazón. Él seguro me responderá sonriendo dulcemente y dejando caer sus volutas de aire tibio que huelen a tabaco fresco y yo volveré a beberlas, pues lo único que ansío desde esa mañana fría es la embriaguez irresistible de su presencia.

Por supuesto, nada de esto se lo conté a mis padres ni hermanos, pues habría sido la deshonra para toda la familia. Pero sí días después se lo conté a mis amigas, una de esas tardes en que durante horas fuimos toda risas y chismes. Claro que les di una versión muy diferente, vanagloriándome de cómo logré evadir sus invitaciones y artilugios de seducción. Por ello me gané un estatus de heroína que no merecía, pues la verdad pura y simple era que Jack me había atrapado con su sola mirada y acto seguido había desaparecido convirtiéndome en una de sus víctimas. Consecuencia de ello, tiempo después comencé a recibir muchas invitaciones de mis amigas para salir como compañera de bailes, pues yo era dueña del secreto de cómo evadir a Jack, el hombre que encantaba a las mujeres. Ellas siempre iniciaban cada salida con la frasecita alegremente pronunciada “necesitamos de tu compañía para que nos cuides de Jack…”, a lo cual yo accedía cada vez, pues siempre guardaba la esperanza de encontrarlo en alguna parte.

Con el tiempo, las invitaciones comenzaron a espaciarse, hasta que en pocos años se volvieron prácticamente inexistentes. Mis amigas de antaño crearon sus propias familias y ya no hablamos de Jack.

— ¡Es hora de que te cases! ¡Ya te acercas a los cuarenta!, —me dijeron justo el día de mi cumpleaños número treinta y nueve. Esa fue la primera vez que me presionaron para contraer ese tan anhelado vínculo. Yo creo que ya no les parecía divertida la amistad conmigo, pues yo había conocido a Jack y adiviné que eso les resultaba inquietante.

— Es que no encuentro quién ilumine mi corazón —solía responder yo con aire resuelto cada vez que ellas tocaban el tema y sus maridos torcían la mirada hacia otro lado.

Por estos días en que ya estoy próxima a jubilar han aparecido artículos de prensa sobre la época en que Jack visitó nuestro país y me enteré de otras víctimas. Incluso apareció una de ellas en un programa de televisión. Le consultaban con abrumadora insistencia cómo es que no había podido resistirse al encantamiento, a lo que ella solo respondió encogiéndose de hombros, con una sonrisa apenas dibujada en la esquina de su boca que yo entendí muy bien.

Hoy escuché el rumor de que Jack volvería a nuestro país y que ingresaría por tierra desde Argentina. Se decía en los diarios que usaría alguno de los pasos cordilleranos formando parte de un grupo de vaqueros que bajan de las veranadas. Otros decían que vendría en un maravilloso auto con aire acondicionado y otros que él simplemente vendría en un bus con asientos reclinables durmiendo la siesta después de haber almorzado un gran trozo de carne asada. Yo pensé inmediatamente que el rumor podía ser cierto, pues Jack era impredecible y escurridizo.

Aparecieron testimonios en la prensa y comencé a inquietarme, pues tuve la certeza de que, en esta oportunidad, después de tanto tiempo, finalmente me encontraría cara a cara con él. También se levantó la voz de una mujer mayor, al menos mayor que yo me pareció a mí, invitando a unirse a la Fundación de Víctimas de Jack y llamó a un encuentro en la Plaza para los próximos días. Ella quería que se reconociese su situación como una enfermedad de género, argumentando que el número de víctimas era muy alto.

— Es exorbitante la cantidad de afectadas. Muchas mujeres se suicidaron y otras no fueron capaces de rehacer su vida —decía ella en la prensa. Argumentaba que la situación fue descrita en aquellos años por hombres y lo exhibieron como un hecho banal y pasajero.

Su discurso era sencillo y claro y ella lo pronunciaba con vehemencia. Parecía tranquila, pero yo me di cuenta que detrás de las pestañas tenía los ojos velados por el recuerdo de Jack.

— ¡Pobre mujer! —pensé cuando la escuché como invitada en un programa radial a las siete de la tarde, hablando de un matrimonio que no se realizó, de los hijos que no tuvo. Y fue justamente cuando pronunciaba estas palabras que una voz en off anunció que el propio Jack estaba al teléfono. Al parecer, estaba escuchando el programa y decidió llamar.

— ¿Qué necesitas para retomar tu vida? —ronroneó la voz cálida de Jack llenando el estudio radial, y sus ondas acústicas traspasaron los muros y viajaron a todos los oídos de quien quisiera escucharlas. Llegaron hasta los míos.

— Yyyyyyo… quiero saber si me recuerdas —logró decir ella con apenas un hilo de voz.

— Claro que sí, Inés, desde que te vi hace treinta años sosteniendo en tu mano un cono de helado, en la esquina de calle Las Flores con Avenida 1 de enero. Por cierto, lucías un vestido amarillo muy bonito.

Y fue todo. Después de esas palabras celestiales ronroneadas por Jack se escuchó el clic del teléfono.

Inés quedó rotundamente muda por el shock y fueron inútiles los esfuerzos del entrevistador para sacarle la más mínima palabra.

Al día siguiente muchos artículos de prensa comentaron el largo silencio que afectó a gran parte de la población femenina del país, y por supuesto yo me contaba entre ellas. Al parecer, solamente no fueron afectadas por la mudez quienes no escucharon el programa radial.

Contrario a lo que ocurre siempre con los grandes eventos noticiosos, el programa no fue retransmitido, por lo que al cabo de algunas horas toda la población pudo hablar a sus anchas sobre el tema.

De mi parte, me conformo con la certeza de que Jack me recuerda. No he vuelto a mencionar su nombre nuevamente, aunque vuelvo a enmudecer por algunos minutos cada vez que recuerdo el ronroneo de su voz… ¡Oh Jack!