Ciertas incómodas voces en la oscuridad

Francisco Ramírez

A menudo, los locos son descritos como gente que “escucha voces”. Siguiendo estos términos tan simples, estoy acercándome a la locura. Un concierto de palabras me acecha. No sé de dónde provienen y el esfuerzo titánico que implica averiguarlo es una pérdida de tiempo. Dejo, poco a poco, que me invadan. Me consumen, como un “cáncer”. Si pudiera procesar lo que dicen, pero no: se abalanzan como un tumulto, se atragantan, se superponen, se agreden… todo para hacerme la vida invivible.

No alcanzo a comprender por qué llegan a hablarme en idiomas que desconozco y, a veces, no puedo relacionar con lenguas existentes. Chirridos son, incomprensibles ruidos que horadan mi cerebro. No falta la ocasión en que me autocompadezco, tratando de verme como aquel hombre que se quitó la vida al no resistir el horror de que una hormiga fuera avanzando al interior de su oído, carcomiéndole segundo a segundo.

Su violencia no me da respiro. Me atacan incluso cuando debería “dormir”, palabra cuyo significado me es ya absolutamente indiferente. No me son raros algunos amaneceres en los que no puedo siquiera reconocer quién soy. Veo mi devastación en el espejo y no puedo sino atribuirla a que algo se complace en despedazarme. No culpo a nadie. Si soy receptáculo de este martirio, es porque lo merezco. Quedaré reducido a la nada, pero las voces me sobrevivirán, merodeando por el mundo, pues mi muerte no vendrá bendecida por el silencio.

Si como cualquier manual de Psiquiatría Clínica describe que los esquizofrénicos “escuchan voces”, por fuerza he de serlo. Me costó reconocerlo, pero ahora siento paz y tranquilidad. No me queda más que asumir mi destino. Pero, ¿qué digo? ¿Asumir mi destino? Nada de eso: yo busqué esta conclusión. Esperé por décadas para llegar a esto… Debería darle gracias a Dios por consagrar el resto de mis días a esta enfermedad. Ser humilde y reconocer que encapricharme en este ensimismamiento no tiene otro fin que mantenerme a salvo de la demencia generalizada del mundo. ¡Gracias, Señor, por permitirme este refugio ante el dolor, esta casa entre los árboles en la que puedo estar libre de todo! Me dicen: “sé feliz”, pero advierto mi caminar lento, el desencajamiento progresivo de mis miembros y sé que ya no es posible. Nunca más volveré a ser feliz, pues ello implica sentirse a gusto en el mundo. Y yo ya no lo estoy. Estoy solo, pero ¿qué me importa? En efecto, ¿qué puede importarme cualquier cosa si soy -ante mí y ante el mundo- un esquizofrénico? Ni yo ni mis voces estamos muy felices en el último tiempo.

Me veo en un manicomio. Lo cierto es que acá nada me incomoda. Me golpean de vez en cuando y me someten a tratamientos invasivos. Pero nunca estoy solo. Y me gustan mucho las drogas que me dan.

Lo que me molestan son los psiquiatras. De verdad es que hay veces en que me gustaría desgarrarles la carne de la cara con los dientes, arrancarles los ojos o despedazar sus miembros con toda mi fuerza, hasta desmembrarlos. Pero me reprimo. Tal vez tengan algo de razón y haya una violencia interna en mí. Quién sabe, tal vez no estén tan equivocados. Sin embargo, siempre late en mí un deseo muy fuerte de asesinarlos.

Ahora están frente a mí. Me han venido a ver como a un experimento. Analizan cada uno de mis gestos e -imagino- los interpretan. Eso es como pensar que les haré un espectáculo. Nada de eso: yo y mis secretos me los guardaré hasta la tumba. Pueden seguir mirando hasta cansarse y no sacarán nada. También pueden hacerme exámenes cerebrales: saldrán inmaculados. En fin, siguen mirando.

“Lo de usted es contradictorio”. “Hay ciertas cosas que no me calzan entre sus palabras, su historia y su actitud”. “No entiendo adónde pretende llegar”. “No me impresiona: es un caso, como tantos otros”. Tales son sus dictámenes cuando me analizan por separado. Por supuesto, ¿cómo llegar a una respuesta donde no hay respuesta? Hay casos en los que sencillamente no hay una respuesta posible: tal como los límites del Universo.

Me gusta ser reducido a un “caso”, pero también quisiera que supieran cuánto me ha costado volverme loco.

Recuerdo tanto, tanto esfuerzo para llegar a este estado… Y cómo comencé a sentir a las voces, cómo las acepté y las cultivé como plantas surgiendo de mi ser. Como un cáncer, hoy me consumen.

Vuelvo al grupo de psiquiatras. Toda mi vida actual no es sino un ir y venir entre sucesos del presente y el pasado. Desconozco la palabra “futuro”, pues no es más que malignidad (“No hay un solo día de tu futuro en que puedas ser más feliz que hoy. Cada día, tu desgracia aumentará”, escucho decir a una voz en mi interior). Y veo, a estos santos profesionales, con todas sus barbas de sabiduría. Guardo silencio. Inspecciono, analizo sus palabras. Les miro exhaustivamente. Estudio su discurso. Observo sus gestos. Quieren ocultarme algo, pero descifro hasta el cabello que, inopinadamente, cae sobre sus delantales. La vejez les va incomodando y al verse débiles, su estrategia es juzgar a los demás. Aprieto los dientes. Ellos me juzgan.

Y tienen toda la certificación para hacerlo.
Me someto, pues, a sus reglas.
Pero siento que cada vez que les escucho decaigo, decaigo, decaigo y decaigo cada vez más.
Una depresión espantosa me está consumiendo.
Ellos, en todo caso, siguen hablando de “síntomas preocupantes”.
Muy raro.

Experimento el terror, pues no sé adónde me destinarán. ¿A una celda solitaria para dementes peligrosos? ¿Merezco eso? ¿Ser aislado de todos mis congéneres si no he agredido a nadie? ¿Son solo mis palabras la razón para un castigo así? Mejor, entonces, no hablar nada en este mundo si la palabra está condenada a la reclusión.

Ya no me quedan cigarros y nadie acá tiene uno para regalarme. El manicomio es otra de las fortalezas de la pobreza moderna.

Soy observado, seriamente. No puedo sino dedicarme a contemplar con extremada tristeza a mis perseguidores. De manera imprevista, siento congoja: es como si miles de enfermos mentales se concentraran en mis ojos. Nos están analizando a todos.

En cierto momento, le escucho decir a un psiquiatra: “Es periodista”. Es cierto: muchos años atrás me interesaba el devenir del mundo. Pero hoy, si la raza humana se extingue, ello me es indiferente. ¿Acaso la gente se preocupa de mi ausencia de esperanzas como esquizofrénico?

Es obvio: buscan huellas en escritos “míos”. Cuentos que publiqué en Internet. Por más que intento acomodarme a su raciocinio, no puedo: ¿por qué buscan quién soy en quién fui? Les veo, en grupo, debatiendo sus “indagaciones” en “mis” textos. Buscan “asociaciones” … intentan descubrir mi depravación -mi decaimiento nunca confeso- en las palabras de un texto.

Quiero hablar. De verdad ansío hacerlo. Pero no puedo pronunciar palabras. Me han dado drogas, drogas, drogas tan fuertes que ya no puedo articular un sonido humanamente reconocible.

Espero que… He escrito notas como estas por tanto tiempo. Ojalá alguna vez vean la luz.

Es un alivio cuando traen la silla de ruedas y me devuelven a la habitación.

Hasta aquí el sueño del manicomio.

Ahora, vuelve el autor…

No me gusta el mundo. O, al menos, como “está”. Deseo la felicidad como los cristianos entrevén el Paraíso. He conocido a miles de personas y -sí, ahora advierto una gran “contradicción” en mi interior- siento envidia por su “alegría”, sin embargo, dejo a otros los placeres del instante. Estoy aquejado por un DISPLACER TOTAL. Esa es la palabra: DISPLACER. Podría justificarlo por un “desorden químico” cerebral, pero sé que esa es una falacia que inventó la industria psiquiátrica para vender más medicamentos.

La solución directa es el suicidio. Pero no es lo que me interesa. He elegido otra opción.

Tal vez sea extraño decirlo, pero fui feliz, y tremendamente. La felicidad es el amor. Si pudiera amar nuevamente, cambiaría; sin embargo, fui decretado esquizofrénico y condenado a la soledad: los enfermos mentales somos tan despreciables -esa es la palabra- como los inválidos. Somos desdeñables en un mundo exitista. El desgarrado sufrimiento de los inválidos por tratar de insertarse en el mundo es tan inútil como el de un esquizofrénico. Somos los exiliados de por vida.

El AMOR es la única matriz de la felicidad. No es el dinero, el poder o el éxito. Amé y fui amado. Sincera y profundamente, me entregué y di amor. No me arrepiento. Fueron los mejores días de mi vida y ello, a mi juicio, habla bien de la vida. Fui feliz. Conocí la mirada cómplice de una compañera. Usufructué hasta el hastío de la plenitud de su compañía. Llegué al extremo y recibí el amor como un desgarro de plenitud.

Eso, cuando fui joven y sentía sangre en mi interior.

Hoy, me gusta mirar por la ventana. Me encanta ver a la gente, pero no envidio su libertad. Estoy cómodo ahora.

Me encanta estar aquí.

A veces, jugamos ajedrez. Veo como tiemblan mis manos, pero también constato que las de mis contrincantes no están en “su lugar”. Una vez fui a la enfermería a pedir morfina, pero me miraron de un modo tan amenazante que nunca volví a pedirla. Parece que no entienden que los viejos “envejecemos” cada vez de modo más acelerado, y morimos de dolor físico y necesitamos algo que nos quite el sufrimiento. De todas formas, intento autoconservarme y trato de comer, pero me siento cada vez más desvalido. Llevarme una cuchara con comida a la boca cada vez me resulta más demencialmente difícil, sobre todo por los tiritones y escalofríos. Es una verdadera proeza, pero algo – ¿el instinto de supervivencia? – me ordena seguir con este rito. Se trata de un estímulo muy remoto, proveniente de décadas que ya olvidé, pero que me dice: “Come o si no morirás”.

Nos gusta salir al patio. Es un placer para nosotros el sol. Su luz. El calor es vida. Sí: el calor es la vida. El frío cada vez indica que nos vamos desvaneciendo, como sangre, seres y pensamiento. Vamos haciéndonos figuras fantasmagóricas y por eso nos gusta quedarnos ahí, sintiendo el calor y la luz.

Al poco rato, llegan los guardias y nos arrastran.

No por nada estamos donde estamos.

En todo caso, a estas alturas, quisiera ser sincero: no les costó mucho a los psiquiatras que terminara amando esta cárcel. Hicieron un trabajo muy fino para convencerme. Fue de relojería. A partir de unas voces que sugerí oír, decretaron que estaba loco. Tomaron mis palabras y me encerraron.

Yo, solo repito lo que escucho:

“Ya no puedes vivir con los hombres”, me dice una de las voces. “El Infierno está afuera”. “Las calles… serán tu perdición absoluta”. “Tu vida acabó”. «Abandona la lucha».

Y así, las voces siguen y siguen.

Y siguen, y siguen, y siguen…

Francisco Ramírez Quintanilla (1976, Santiago) es periodista y amante de la literatura desde siempre. Este relato pertenece al proyecto “El Círculo Infinito”, premiado por el “Fondo del Libro 2018” en la línea “Creación/Cuento”. Es también coautor del volumen de poesía “Cuatro Bares Públicos”, impreso en 2001 por LOM Ediciones.