por Ignacia Godoy Muñoz

Sucios y Ajenos

Siempre le tocaba recoger los calzones de la tina. A veces ella los dejaba colgados de un borde y a veces de la manilla de la ducha, pero la mayoría los tiraba en el suelo y María tenía que recogerlos. Más de alguna vez le tocó tomarlos con un fluido ajeno y desagradable.

María al principio no entendía por qué la señora no los metía a la canasta de la ropa sucia. “Hay que lavarlos a mano María, si no se echan a perder”, le decía cuando María le preguntaba si los podía meter a la máquina, con el resto de la ropa. Sobre todo, en los días de aquellos fluidos pegajosos.

Al principio, le daban arcadas agarrándolos y teniendo que usar sus manos. En la casa no había guantes, porque a la señora Eugenia siempre se le olvidaban cuando iba al supermercado (que era todas las mañanas). Cada vez que le recordaba a María que la suciedad en los platos salía mejor con agua hirviendo, María le recordaba de vuelta los guantes. “Para no tocar el agua tan caliente señora”, pero nunca llegaban.

Y la señora Eugenia ordenó a toda la familia hacer lo mismo. “Aprovechen que María ya lava los míos”. Así, María empezó a recoger también los de los niños, y sus piezas ya eran lo suficientemente asquerosas para imaginar cómo serían sus calzoncillos. A ellos los veía cuando volvían del colegio. Cuando Pedrito era chico, pasaba pegado a la María, pero ahora ni la miraba. “María, ¿me hiciste el pan con queso? Llévamelo a la pieza, porfa”. Cuando estaba con amigos o su nueva polola, la Tere, simplemente la ignoraba.

Juan Pablo ya estaba grande cuando María llegó. Tenía 12, y ahora ya estaba en segundo año de universidad. Él se dirigía a ella como “Nana” y María podría apostar que era simplemente porque era mucho esfuerzo acordarse de su nombre.

“Nana necesito este polerón pa’ mañana urgente”, y le tiraba la ropa en la mesa de la cocina. Esa cocina estilo americano que era más grande que las dos piezas que conformaban su casa.

Esos calzoncillos siempre le dieron micro vómitos a María. Era como si Juan Pablo los dejara repulsivos a propósito. Los de Pedrito la esperaban en la cama o ya en el lavatorio. Pero nunca lavados por él o en el canasto de la ropa sucia. Para eso estaba María.

Por suerte, el señor Alfonso los tiraba al canasto. No por respeto a María, sino porque era demasiado maniático como para soportar ver ropa sucia por toda la casa.

“Me voy señora, nos vemos mañana”.

“Chao María, nos vemos. Déjame cerrada con llave la puerta de entrada por favor”. Y con el clic de la reja, María podía por fin dejar de pensar en calzones.

Sus amigas iban saliendo de las respectivas casas del condominio y juntas caminaron hasta el metro. Eran treinta minutos a la estación y después una hora de viaje en el metro. Treinta minutos y una hora de libertad. Sin ropa interior, sin fluidos ajenos, sin señoras y niños llamándola por un nombre que no era el suyo. “Amancay Nahuelpan señora”. “No, muy difícil. María mejor, así los niños no se hacen problema y no le complicamos la vida a Alfonso”, le dijeron a Amancay cuando llegó donde la señora Eugenia hace doce años.

“¿Y cómo está la señora de los calzones?” le preguntó Carmen, mientras bajaban del cerro.

“Bienpoh, ¿y tú?, ¿la señora te hizo ducharte hoy cuando llegaste? ¿O ya se le pasó la wea?”.

“Nah, pero me tomo duchas bien largas pa’ que alegue a fin de mes por la cuenta del gas nomá la manito e guagua. Algún día de estos le voy a hacer a ella lavar mis calzones”. Ahí Amancay y Carmen no pudieron más que reír y correr para alcanzar a las demás que ya estaban dos cuadras más adelante. Aunque fueran casas de bien arriba, no podían andar solas. Eso lo hacía más peligroso.

Universidad Católica

Le decían el Divino Anticristo. Lo Divino se lo dimos nosotros. El Anticristo, la firma en sus poemas. Y solo se supo su verdadero nombre cuando lo leímos en los diarios.

José Pizarro Caravantes usaba un pañuelo en la cabeza que escondía su falta de pelo y que parecía haber sido, en sus tiempos mozos, una polera. Se tapaba con una manta café con blanco y encima de sus jeans se ponía una falda negra. Si hacía mucho frío, se ponía otra manta más. Y si hacía mucho calor, se sacaba ambas. Pero nunca la falda ni el pantalón.
A su lado (siempre a su lado) lo acompañaba su carro de supermercado. Había días que estaba lleno de artefactos tecnológicos echados a perder. Microondas sin puerta, radios antiguas obsoletas, teléfonos, parlantes o cables. Otros días, iba lleno de juguetes de niño. Desde una muñeca sin ropa, hasta anteojos de sol de Mickey Mouse.
Si tenías suerte, te lo encontrabas con el carro lleno todo.

Su presencia en el sector era parte del paisaje de la ciudad. Y si tenías que pasear a algún turista europeo por el centro de Santiago, el Divino Anticristo era una atracción, a veces más importante que La Moneda.

Llamaba a todos los jóvenes “poetas”, y si te dabas el ánimo de hablarle, te recitaba alguno de sus escritos. Escritos que siempre tenían que ver con la política alemana y la verdad de su gobierno (una verdad que al parecer solo él conocía).

Caravantes fue abogado, médico, encontró la cura para el cáncer, viajó a África, mandó a uno de sus hijos a estudiar a Alemania, se convirtió en filósofo y rencarnó como una monja. Todas profesiones afirmadas por él.

Pero en 2011 desapareció de la entrada del metro. No estaba con su carro, ni con sus poemas. No se veían “¿Cómo quitarle la plata al banco?”, “La verdadera historia de Alemania”, o “Elegancia máxima para Chile”. Se podían escuchar teorías en el vagón subterráneo sobre su paradero. Que estaba en Atacama, en Puerto Montt. Que se había ido caminando, que se había demorado tres días. Que se había ido a otro barrio y hasta escuché que se había ido a Berlín.

Se generó el movimiento “Encontremos al Divino Anticristo” y las personas, sus poetas, se vestían como él y se reunían en una ronda a las afueras de Universidad Católica.

“¡No nos institucionalizarán!, ¡no nos institucionalizarán!”, se escuchaba a la salida del metro en los actos poéticos en su honor. Palabras bastante difíciles de gritar, sobre todo al unísono. El Divino Anticristo habría estado orgulloso.

Lo encontraron seis días después. Los dueños de la sanguchería Bravo 213 habían empezado a sentir un olor muy fuerte que venía de la puerta que daba a la calle. Los Carabineros vieron el cuerpo cerca de los basureros. “Murió de causas naturales”, dijeron.

Al día siguiente todos los diarios tenían una historia sobre Caravantes. Su nombre real, a su único hermano hablando de cómo era el Divino Anticristo antes de vivir en la calle. De su esquizofrenia paranoide crónica que la familia había intentado tratar, en un psiquiátrico, dos semanas antes de su muerte.

Todos hechos que se olvidaron al día siguiente, cuando un nuevo Hombre Bolsa de Basura apareció en la estación. Con bolsas cubriendo su cuerpo en vez de faldas, y rezos en vez de poemas.

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Ignacia Godoy Muñoz nació en Santiago de Chile y se graduó de Periodismo en la Pontificia Universidad Católica. Su verdadera pasión es la escritura, razón por la cual está en Inglaterra, realizando un Magíster en Creación Literaria en la Universidad de Lancaster. Ignacia ha participado en publicaciones de la escuela de la Universidad de Lancaster con piezas de flash fiction, su cuento corto ‘My Barbie’s Hair’ fue seleccionado para el podcast de North West Literary Arts, y, actualmente, está escribiendo su primera novela autobiográfica de ficción.

Instagram de autor: @lawannabeescritora