Los opresores

Por Ivo Barraza

Intuí que algo iba mal apenas llegué a la plaza. Mi asiento predilecto lo ocupaba un hombre de mirada hostil. Más allá, un racimo de «deportistas» (a todas luces impostores) practicaba supuestas rutinas gimnásticas. No divisé a ninguno de mis camaradas. Tampoco a Elías.

Realicé unos estiramientos rápidos y continué mi camino, simulando la necesidad urgente de llegar a otro sitio.

Conocí a Elías unas semanas antes, cuando me preguntó mi ruta. Era un tipo algo mayor, de pelo largo, flaco pero vigoroso. Saqué de mi mochila un mapa para mostrarle el trazado. Lo encontró interesante, aunque me advirtió de algunos riesgos.

—Ten cuidado en esta zona —señaló el cruce de Eliodoro Yáñez con Suecia—. Lo llamo el «agujero negro». Alguna gente ha muerto en ese lugar.

—¿Corredores como nosotros?

Asintió con la mirada.

Desde entonces, cada vez que nos veíamos, charlábamos sobre nuestros paseos por la ciudad.

Regresé inquieto a mi departamento. Tenía la seguridad de haber visto antes al tipo de la plaza, pero no recordaba dónde.

Esa noche me visitó Sandra, mi hija. Trajo comida china y vino, y comimos a gusto. Le conté de los interesantes descubrimientos que había hecho en mis andadas y ella aprovechó para hacer gala de su buen juicio.

—Estás por cumplir 65 años y nunca vas al médico. Mínimo que midas tus esfuerzos. Este jueguito puede traerte complicaciones —me reprochó.

Tras su partida, desplegué el mapa de Santiago sobre la mesa y planifiqué mi peripecia del día siguiente. Mi objetivo sería el centro de la urbe, confiado en que el cambio de aires me evitaría encuentros peligrosos.

No sabría decir cómo me obsesioné con el trote. Fue un tiempo después de enviudar, hace unos dos años. Un amanecer cualquiera, me levanté y salí a vagar por las calles. Al día siguiente hice lo mismo. Y en todo este tiempo no he parado.

En un principio fueron caminatas por las inmediaciones del barrio, a un ritmo dominguero. Con el tiempo, los recorridos fueron cada vez más largos y complejos. Hoy me preocupo hasta de planificar los lugares de descanso.

Mi vida se define por estas carreras. Apenas me levanto, me lanzo a las calles. Y vuelvo al atardecer sólo para recuperar fuerzas antes de mi siguiente excursión.

Lo paso bien, la verdad. Me distraigo y aprendo. He bajado de peso y hasta tengo nuevas amistades. Elías, sin ir más lejos, y otros tantos con quienes me cruzo. Somos varios con la misma chaladura.

En la pista de patinaje de Bustamante reparé en sus rostros por primera vez. Luego los encontré en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Chile y también en el frontis del Hipódromo. Al principio, nos saludamos por cortesía. Después vinieron las pullas amistosas y el intercambio de ánimos.

Al día siguiente salí a primera hora. Necesitaba librarme de la amarga sensación que me dejó el episodio del banco. Recrearía la estrella de cinco puntas, tomando como centro el Museo de Bellas Artes.

Ya estaba en el museo, preparándome, cuando sentí un golpecito en el hombro. Era Elías.

—¡Amigo! —saludé con genuina alegría—. ¡Qué bueno encontrarte!

Noté de inmediato su turbación.

—Debes cuidarte —dijo, agarrándome de un brazo—. Hay gente que pretende hacerte daño.

Hablaba con agitación, mirando en todas direcciones, como si estuviera huyendo. Se veía greñudo y ojeroso.

—¿De qué hablas, Elías? —pregunté— ¿Te sientes bien?

—Ya estoy viejo para estos trotes. Pronto me retiraré. Pero mi deber es advertirte.

—¿Advertirme de qué?

Comenzaba a ponerme nervioso.

—De los «opresores» —bajando la voz.

—¿De quiénes?

—Los opresores.

Lo miré con extrañeza.

—Así los llamamos. Son unos matones. No toleran a los caminantes solitarios como nosotros y por eso nos declararon la guerra. Llevamos años en este conflicto.

Fruncí el ceño, incrédulo.

—No me jodas —dije al fin.

—Hablo en serio. ¿Recuerdas que te indiqué una esquina peligrosa de Providencia? ¿El «agujero negro»?

—¿Dónde ha muerto gente atropellada? Venga, hombre. Deberías ir a descansar. Te ves fatigado.

—Esto es real. Puedes creer lo que quieras. Sin embargo, es tiempo de que tomes algunos recaudos. Te tienen echado el ojo.

—¿A mí?

—Así es.

—¿Sólo por salir a correr? Es una locura. Perdona que te lo diga.

—No es sólo por eso, sino… por ser libre. ¿No entiendes? Por vagar a tus anchas, a la hora que te da la gana. Ir donde quieras. Eso es lo que no toleran.

Pensaba en el hombre de la plaza, pero no dije nada.

—¿De quién se supone que hablas? ¿Son automovilistas? ¿Locos? ¿Gente que oculta secretos inmobiliarios?

Elías no reparó en mi sarcasmo.

—No lo sabemos con certeza. Son automovilistas, pero también atletas, ciclistas y oficinistas. Entre ellos hay policías, comerciantes, jueces, estudiantes y un largo etcétera. Sólo tenemos claro que son nuestros enemigos.

Miré el reloj. Se hacía tarde y no quería desperdiciar la mañana. Además, me inquietaba el abatimiento de mi amigo.

—Hablemos en otra ocasión, ¿te parece? —dije— Este sábado haré una parada en el Torreón del Santa Lucía. ¿Andarás cerca?

—Lo pensaré.

Giró sobre sí mismo y caminó en dirección al río. Lo miré hasta que se perdió más allá del puente Constitución. Entonces inicié mi marcha, aún confundido por la conversación.

¿Se habrá vuelto loco? ¿Siempre lo fue y yo no lo sabía? ¿Existirán los «opresores»? La cabeza me daba vueltas. Sentí tal mareo que resbalé y casi caí en la vereda. Por suerte me afirmé en una farola. Cuando me repuse, noté que algunos transeúntes me miraban con desprecio, como a un mendigo. Necesitaba pensar. Di la vuelta y regresé a mi departamento.

Dormí toda la tarde. Hacía tiempo, años quizá, que no lo hacía. Y desperté con la decisión de averiguar qué estaba ocurriendo.

****

Llegué a la plaza al mediodía. Para mi sorpresa, el lugar estaba vacío. Puñados de deportistas circulaban por las calles aledañas. Ninguno, sin embargo, hacía amago de detenerse.

Me senté donde siempre, con la esperanza de, en algún momento, ver un rostro familiar. Tras un par de horas, me di por vencido.

Cuando me marchaba reconocí, en la esquina de Los Leones con Bilbao, junto a un restaurante, al hombre amenazador de unos días atrás. Me miraba fijamente con una sonrisa burlona.

Me arrojé en su dirección, decidido. Por un momento lo perdí de vista detrás de una hilera de buses, pero apenas el tránsito se despejó, lo volví a encontrar.

No sabía bien qué iba a decirle. Probablemente le pediría explicaciones, aunque comprendía que no había nada que explicar. ¿Estaba haciendo algo malo? ¿Cometía algún delito? Por cierto que no. ¿Me hostigaba? Difícil decirlo. No podía acusarlo de nada, a decir verdad.

Quedamos a uno y otro lado de una calle atestada de vehículos. Cuando me disponía a cruzar, noté que hizo una seña a alguien a mis espaldas y acto seguido recibí un golpe seco en plena nuca. Estuve a punto de caer al suelo. Por suerte, logré apoyarme con el pie derecho. El esfuerzo me provocó un intenso dolor en el tobillo.

Tuve que sentarme en el piso para sacarme la zapatilla y revisar la zona afectada. Con la mano libre, me palpé la base de la cabeza en busca de alguna herida. La gente comenzó a rodearme con curiosidad morbosa.

Entre el bosque de piernas de los intrusos alcancé a divisar a mi agresor, huyendo en una bicicleta de velocista. Busqué después al instigador del ataque, pero también se había esfumado.

—Te digo que me golpeó intencionalmente. Lo hizo después de recibir la orden del hombre aquel.

—Papá… estás delirando —dijo Sandra, con fastidio—. ¿Quién querría hacerte algo malo sólo por salir a correr?

El diálogo sucedió en el recibidor de mi casa, algunas horas después del incidente.

—Hija, tienes que creerme —insistí—. Esto es muy extraño. ¿Y si Elías decía la verdad?

—Ese viejo está loco, papá. ¿Sabes algo de él? ¿Cuántas veces han hablado? ¿Dos, tres, y en la cuarta te dice que eres blanco de una conspiración?

—Bueno… Así como lo dices, parece una tontería.

—Porque es una estupidez. Ahora corresponde, como la persona seria y madura que eres, que dejes de hacer el tonto por las calles y dediques tu tiempo a algo más productivo. ¿Por qué no vuelves a trabajar si te sientes tan bien?

Al día siguiente, recordé que una de las rutas preferidas de Elías era el eje Vespucio-Tobalaba. Decidí ir a buscarlo a ese punto.

Recorrí la zona por lo menos dos veces antes de sentarme a descansar en unos juegos infantiles. La tensión de los últimos días y los dolores físicos me pasaban la cuenta. Sin embargo, las miradas de desconfianza de algunos padres me obligaron a buscar otro lugar de reposo. Vivir en sociedad se estaba poniendo realmente complicado. De pronto, a lo lejos, me pareció ver los pasos enérgicos de Elías.

Lo seguí, llamándolo a gritos. Pero no se volvió. Apuré el paso y tuve la impresión de que él hacía lo mismo. Intenté correr algunos metros, pero no estaba en condiciones. Bramé nuevamente su nombre, con todas las fuerzas que me restaban.

Entonces Elías se giró. Me reconoció con un gesto áspero y desencantado. Me acerqué cojeando, desconcertado por su tu reacción. Parecía no querer saber nada de mí.

Cuando cruzaba la calle, vi en sus ojos una señal de alarma. De pronto, volé por los aires y luego caí en el asfalto. Observé cómo mi sangre formaba un charco en torno a mi cuerpo. La gente corría de un lugar a otro, mientras un muchacho gritaba: «¡anoten la patente!».

Estaba aturdido, pero nunca caí inconsciente. Me sentía en un tiovivo. Tiempo después oí el ulular de la ambulancia. Una pareja de paramédicos me subió a una camilla, tras decirle a un carabinero que me llevarían a la Posta Central.

Me erguí un poco dentro del vehículo y en la calle vi a Sandra hablando con el policía y el misterioso hombre de la plaza. Más atrás, oculto en la muchedumbre, Elías presenciaba la escena.

Una lágrima fría se fue abriendo paso por mi mejilla, hasta aterrizar en el cobertor.