Josefina Muñoz, librería del GAM
Primero, una declaración de principios a favor de las antologías de cualquier tipo. Su nombre viene del griego y reúne la palabra flores con la selección de “lo mejor”, entendida desde la perspectiva de los antologadores, desde luego. Así, se define como una guirnalda de flores, y desde el latín, pasó a “florilegio” en nuestro idioma. Toda antología tiene el gran valor de entregar a los lectores un abanico de autores, temáticas y estilos, abarcando en ocasiones un amplio espectro temporal y espacial, lo que suma un sentido profundamente inclusivo y democrático. A menudo, son el punto de partida del interés específico sobre autores y temáticas que pueden llegar a ser verdaderas epifanías literarias para nosotros.
Desde hace algunas décadas, la discusión sobre géneros y formas pareciera copar tanto los espacios académicos como los de quienes tienen interés en los mundos lectores y escriturales. Numerosos artículos de variados orígenes nos señalan con insistencia la necesidad de conocer las diferencias fundamentales, primero, entre los géneros y, luego, categorías más precisas, de manera de mantener una especie de pureza imprescindible.
Sin duda, académicos, teóricos literarios, estudiosos, realizan importantes aportes a la lectura y a la escritura, a las formas de leer y entender un texto. Pero, también, y desde lugares invisibles, es decir, “no fantásticos”, el sistema neoliberal invade todos los espacios posibles para ejercer su poder. Ha logrado dividirnos en infinitos grupos que rompen el tejido social y se disgregan en individualidades, ajenas al sentimiento de que todos somos parte de la misma sociedad: desde grupos etarios a defensores de animales que se agrupan en torno al animal de su predilección, hasta una literatura que se fragmenta en muchas formas diferentes que parecieran no tener relación entre sí, situación que se va construyendo desde diferentes actores: la empresa editorial, el Estado, la crítica, la academia.
Hace ya muchas décadas, Friedrich Hayek explicitó una de sus estrategias más importantes en términos de control de la sociedad: incidir en los intelectuales para que estos influyeran en la opinión pública, y luego tomaran el control los políticos, no directamente, sino, por ejemplo, mediante respetables, neutrales y apolíticos think tanks u otras agrupaciones similares, que se han ido consolidando como espacios de pensamiento en un amplio espectro ideológico, pero cuyos recursos financieros provienen mayoritariamente del mundo empresarial neoliberal interno y externo.
Acercándonos al tema que nos convoca, el destacado escritor y académico Juan Armando Epple, una de las voces más autorizadas en relación al microcuento, comenzó a estudiarlo en los años 80. Es autor de dos antologías fundamentales, una dedicada al microcuento chileno y otra al hispanoamericano. Señala explícitamente a Diego como uno de los iniciadores, en Chile, por su publicación Nada ha terminado (1984), que incluye 11 microcuentos y algunos más extensos.
Es así como nuestra escena literaria va poblándose de microcuentos a partir de la década de los 80; esa generación, también llamada NN, comienza a publicar en ediciones semiclandestinas, artesanales, de bajo presupuesto y pequeño tamaño, relatos bellísimos, que no deben su existencia a esa justificación peregrina de que como hay poco tiempo para leer, hay que escribir y publicar textos breves. Seguramente, muchos recordamos las publicaciones de Pía Barros, con obras de sus talleristas y las propias, a partir de elementos modestos, pero creativas y hermosas. Y una multitud inolvidable de trípticos, hojas de periódicos, hojas sueltas, revistas, que atesoramos como documentos valiosos.
Definir cómo se llama lo que estamos leyendo no puede llegar a ser más importante que la simple lectura comprensiva, crítica, placentera, descubridora, inquisitiva, que hace que nos sintamos parte de una comunidad humana. Como escribió Sartre en ¿Qué es la literatura? (1957) “el escritor proporciona a la sociedad una conciencia inquieta” y al ser humano “conciencia de sí mismo”. Y esa es una de las tareas principales de la literatura, más allá de la forma específica en que nos sea entregada.
Las definiciones unívocas -en cualquier ámbito- esconden la amenaza de uniformarnos más de lo que ya estamos, eliminar y ocultar bajo la alfombra las posibles disidencias, pero aceptar dichas definiciones puede llegar a ser un requisito imprescindible al momento de postular a fondos para la investigación y la creación en ámbitos culturales.
En su estudio sobre lo fantástico, William Plank (The imaginary: Synthesis of Fantasy and Reality, 1980) señala que “es el poder político y tecnológico de una cultura el que define lo que es real y lo que es fantástico. Realidad, así pues, se convierte en una actividad política de poder, ya sea militar, política, académica, científica, o cualquier otra cosa que se valida a sí misma a través de su pretensión de ser real, verdadera y correcta”. Por una parte, incluso la literatura más realista no es equivalente a la vida real y, por otra, nunca ha sido ni será fácil dilucidar qué es real.
Omar Nieto (Teoría general de lo fantástico: del fantástico clásico al posmoderno, 2015), propone lo fantástico no solo como un género literario, sino como un sistema donde lo real y lo irreal buscan ganar territorio ampliando sus límites. Me parece interesante que esa fricción sea la que construye algo nuevo, formado desde elementos que podrían definirse como antagónicos, pero que al reunirse se vuelven complementarios. Y allí no pueden aplicarse estos compartimentos cerrados a los que aspira el sistema neoliberal, siempre atento a la contaminación con esas peligrosas ideas e ideologías, las de los otros, naturalmente.
En una presentación anterior de esta Antología, María Eugenia Góngora citaba a Rosemary Jackson, de su libro Fantasy. The Literature of Subversion (1981), en el sentido de preguntarse cuál es la subversión que proponen estos relatos. Cito a la misma autora, pero en relación a su afirmación de que la narración fantástica toma lo real y lo rompe, es decir, siempre mantendría una relación con lo real. Señalaba también M. Eugenia que, del conjunto de más de 80 relatos, casi la mitad tocaba el tema de la muerte desde variados ángulos, lo que es altamente significativo.
A partir del 73 comienza la implantación del modelo neoliberal, hasta que nuestro país llega a ser definido como el “modelo” ejemplar a mostrar, gracias a la negación y ocultamiento de la profundización de las desigualdades y la pésima distribución de los ingresos. Ya desde antes de la dictadura, un tema sociopolítico recurrente era salir del subdesarrollo, lo que se tradujo en un gran despliegue de teorías desarrollistas que desfilaron por Chile y otros países hermanos, promovidas por sus respectivos teóricos. Pareciera que esto no tiene que ver con la literatura, pero creo que sí, en tanto el modelo levanta como una de sus exigencias mirar solo al futuro. No importan las penurias ni los sacrificios de hoy, porque el futuro promete riquezas para todos. Así, la orden perentoria es no mirar el pasado, darlo por superado y, ojalá, olvidado, lo que cobra especial relevancia en países marcados por dictaduras militares, donde miles de muertos y desaparecidos son un obstáculo a esos futuros promisorios.
La dictadura en Chile y su secuela de asesinatos y desapariciones marcó a varias generaciones: la del 70, desde luego, y la de los 80 o NN –que se quedaron sin maestros y en una situación de gran precariedad-. Vemos que los escritores más jóvenes tampoco quedaron al margen, en tanto son descendientes, testigos de oídas, de ese momento histórico que retoman en sus obras con otras miradas.
Ya en sus primeros desarrollos, el microcuento se levanta en contra de la historia oficial, aborda con tenacidad los graves problemas de derechos humanos, esos miles de muertos y desaparecidos, de los cuales el sistema no responde y se hace cargo de poner el pasado ante nuestros ojos lectores, para no olvidarlo y exigir respuestas. Desde su brevedad, escriben sobre todo aquello de lo que no se puede hablar. Como sociedad, somos un ejemplo de “conciencia inquieta” en palabras de Sartre y el futuro cobrará importancia solo cuando tengamos respuestas para el pasado, un pasado radicalmente otro del que cuenta la historia oficial.
Lo fantástico de esta literatura fantástica es que nos interpela a cuestionar y criticar aquellas normas que intentan estructurar nuestras visiones de mundo en una sociedad que ha sido llevada al extremo del individualismo, en una atmósfera de falsa libertad que privilegia las decisiones “personales”, y niega la pertenencia a una sociedad global que necesito y me necesita, porque es allí donde todos vamos construyendo nuestra humanidad.
En los microcuentos importa la concisión, como señala Diego en el prólogo; también, la presencia de lectores experimentados y activos capaces de desentrañar las claves y referencias implícitas, las intertextualidades de variado tipo, el título entendido como una gran condensación inicial que, a menudo, remite también a diversos bagajes lectores.
La antología, reúne 31 excelentes escritores y escritoras, cada uno con un número variable de relatos. Revisando los títulos, cito algunos ejemplos que condensan situaciones, temáticas e intertextualidades: El cementerio de los desheredados (Gabriela Aguilera), Dimos vuelta la página (Gregorio Angelcos), Hammelin (Lorena Díaz Meza), Cuentos de hadas confundidos (Martín Faunes), Post mortem (Carlos Iturra), La nave de los locos (Pedro Guillermo Jara), In memoriam Papá Doc (Bartolomé Leal), Soldado de terracota (Luis Alberto Tamayo), El llamado de la selva (Roger Texier). Como podemos apreciar, estos títulos tienen un gran peso en términos de connotaciones y sentidos y requieren conocimientos previos, como saber quién fue Papá Doc o qué significa traer al presente La nave de los locos.
Atendiendo a los contenidos, mezclan hechos temporalmente muy alejados. Por ejemplo, El cementerio de los desheredados de Gabriela Aguilera junta muertos por las pestes de hace siglos con otros “muertos nuevos, otros cualquiera que fueron a tirar al cerro un día de septiembre”. Continuando con el tema de la muerte, esta es abordada de manera muy diferente en cada relato; Pesadilla de Roberto Araya remite a vida y muerte como sueños voluntarios; Botánica de Alejandra Basualto describe la muerte como una transformación radical hacia otra forma de vida; Taxi y El canario de Rosanna Byrne abordan la muerte como algo incompleto o como una desaparición que no ha finalizado; Todo es mentira de Jorge Calvo apunta a una extraña muerte de los textos; La seducción de Fabián Cortez y Curso de Lingüística General de Lilian Elphick traen la muerte a manos de monstruos seductores; en De Oriente de Carlos Iturra, la muerte surge de un libro que cuenta la vida y muerte de quien lo acaba de comprar; La segunda dimensión de Max Valdés nos sumerge en dimensiones paralelas de la muerte. Finalmente, un microrrelato bello, estremecedor y sorprendente, Ibis de Pedro Guillermo Jara, que detiene la respiración al reunir el antiguo Egipto con nuestro trágico 1973.
Escribir siempre ha sido una actividad cuestionadora antes que complaciente; desde su rol critica, cuestiona y denuncia aquello que se da como natural, tan natural que todos lo aceptamos sin mayores reparos, hasta que un microcuento nos remece y nos hace visible, desde la fantasía, esa realidad tan oculta por los ropajes de la historia oficial.
La escritura de todos los tiempos nace del mundo epocal en que se da, pero la imaginación y la fantasía permiten dar saltos cuánticos entre tiempos y espacios, entre versiones oficiales y aquellas que las desmienten, enhebrando relatos que dan cuenta de mundos y situaciones multidimensionales que solo el lenguaje es capaz de representar. Y ahí los deja, esperando por nosotros, como esta Antología del Microcuento Fantástico Chileno.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…