José Gai
Santiago Centro / calle Santa Isabel
El primer asesinato no fue algo del otro mundo para no- sotros. Esas cosas pasaban de vez en cuando: en el barrio, en Santiago. Con el segundo ya empezaron las teorías, las sospechas. Y el temor.
No era para menos: ¿un sicópata armado paseándose por nuestras calles? Y dejando tras él un cadáver en el sub- terráneo de uno de los flamantes edificios que cambiaban el rostro a nuestra vieja avenida. Un lugar con conserjes, personal de aseo, decenas o cientos de moradores dando vueltas en el interior. Y en medio de todo eso, un abogado, dueño de un departamento recién recibido, había bajado a buscar una escala de tijera a su bodega. Lo encontraron con un disparo en la nuca, hecho a corta distancia. Nadie escuchó nada, nadie vio a nadie.
La policía se lo tomó en serio. Eso lo supimos por Mar- dones. Era el dueño del bar-fuente de soda-restaurante- boliche en la esquina de San Isidro. El local ya no existe. Después de cerrar, hace años, hubo ahí una verdulería, luego una sandwichería, más tarde un lavaseco y, ahora, una distribuidora de productos chinos. Bueno, hasta el negocio de Mardones, el Rocky II, llegó una mañana un inspector de Investigaciones. No impresionaba para nada: bajo, grueso, cojeaba un poco de la pierna derecha. El inspector Vega necesitaba un teléfono; el conductor de su auto policial había ido a hacer algún trámite mientras el inspector y dos de sus hombres trabajaban en el edificio del crimen y en las cercanías. Pidió algo para beber y el teléfono y, a partir de ahí, Mardones empezó a saber de las pesquisas porque los policías acostumbraban a pasar por su negocio. Y de paso, nosotros nos enterábamos por él de algunos detalles.
—Gracias por el teléfono —dijo Vega y lo acercó ha- cia Mardones, sobre el mostrador.
—Por nada. ¿Están sin radio en el auto?
¿Había ironía en su mirada? Vega enarcó una ceja.
—No. El auto, el chofer, anda en una diligencia im- portante. ¿Por qué? ¿Tengo que pagarle la llamada? No es problema.
—No, no, está todo bien. Solo pregunté…, por decir algo. ¿Estaba bien helada su cerveza?
—Sí, perfecta.
Se fueron. El detective estaba por abrir la puerta cuando desde afuera la empujó Pacheco, el conductor; agitaba las llaves del auto en una mano y sonreía nervioso. El inspector debía comunicarse urgente a la unidad.
—Pero acaban de llamar, jefe —recalcó; se sabía en falta. Esa mañana había descubierto que el auto tenía la revisión técnica atrasada, y era su responsabilidad; le pidió permiso a Vega para «ir y volver» a arreglar ese pequeño lío, pero el trámite había sido muy lento. El inspector no respondió, fue hasta el auto y tomó la radio. Su expresión de molestia cambió a medida de que hablaba; escuchaba, más bien.
El detective Matus acababa de salir del Departamento de Obras de la Municipalidad. La viuda de Paredes, el abogado fallecido, le había contado que su marido no solo trabajaba en una empresa de bienes raíces. También pres- taba servicios a la constructora J&G, la misma del edi- ficio donde vivía. Y habló más de la cuenta: su marido era muy eficiente resolviendo situaciones complejas para la empresa: tenía conocidos en el municipio, buenos contac- tos. Después no quiso responder más preguntas sobre esos nexos, sobre los pagos por esos servicios…; se puso muy nerviosa. Y entonces el detective fue al Departamento de Obras. Mientras esperaba que lo atendieran («que se abu- rrieran de tramitarme»), le soltó la lengua a un auxiliar. El hombre estaba consternado por la muerte del abogado: quién iba a creerlo, iba siempre para allá, tenía muy buenas relaciones con los jefes, conversaban mucho, y… Se con- tuvo porque la secretaria lo fulminó con la mirada («esos silencios repentinos ya parecían epidemia, jefe»). Después, el director del servicio permaneció a la defensiva todo el tiempo, pero admitió que Paredes hacía gestiones para algunas constructoras. «Todo dentro de las normas», se apuró en recalcar.
—Se pone interesante ese nexo, jefe, ¿no cree?
—dijo Matus.
—Claro que sí. Revisemos el primer caso, a ver si tam- bién aparece un nexo con los permisos de edificación.
Primero fue el homicidio del contador Trujillo, otro nuevo vecino atraído por las urbanizaciones verticales. Ocurrió seis días antes de la muerte del abogado. Por el conserje nocturno del edificio Don Diego, y él por su colega diurno, supimos algún detalle. Trujillo saboreaba su café mirando por el ventanal de su departamento. Tal vez observaba el tránsito que se atascaba seis pisos más abajo, en Santa Isabel. O curioseaba lo que ocurría justo al frente, en los departamentos de un edificio entregado hacía pocos días. Había mucho ruido de motores, de bo- cinas. Se escuchó un impacto. ¿Un choque de autos en la calle?, pensó un arrendatario del mismo piso seis. Truji- llo no alcanzó a aventurar una explicación. Había sido un disparo; uno solo, certero, que le dio en el pecho. Muerte instantánea. El informe pericial, nos enteramos después, habló de un proyectil de arma larga y de una trayectoria ascendente.
¿Nos asustamos por eso? No, porque podía haber tantas explicaciones aparte de un crimen premeditado. Tal vez, algún loco probando cómo funcionaba su arma; u otro que le disparó a un ladrón a una cuadra de distancia y le dio al contador; en fin. Además, había otros temas. El campeonato de fútbol estaba muy peleado y el iceberg antártico ya lucía instalado en medio del pabellón chileno de la Exposición Universal de Sevilla, y la gente, decían los enviados especiales de nuestra televisión, estaba mara- villada por esa proeza técnica y publicitaria.
—Trayectoria ascendente… —expresó el inspector Vega—. ¿De qué piso pudo salir el disparo?
El perito no estaba seguro. Tal vez, unos doce metros más abajo. Eso podía corresponder a un segundo o tercer piso del edificio del frente. O del otro edificio, pegado al anterior (pajaritos, muchos pajaritos encerrados en sus jau- las estrechas, pensó el inspector). O al techo del taller de desarmaduría de vehículos, ya cerrado a la hora del balazo. Un lugar propicio, con dos grandes carteles publicitarios que podían proteger a un tirador. Alguien pudo subir, apuntar con calma…
—A trabajar, jóvenes —dijo a los dos detectives que investigaban el caso.
Un trabajo sin avances importantes. Y entonces, el ha- llazgo del abogado Paredes, muerto en el sótano del edifi- cio Doña Javiera.
Vega volvió a mirar las fotos que había pegado por la mañana en la pizarra de su oficina. Paredes estaba de bru- ces sobre el cemento. Un charco de sangre había dibujado una semiaureola alrededor de su cabeza. Una foto más, en primer plano, mostraba el orificio de bala de un arma ligera en la nuca. Parecía ser un asesinato cometido a corta distancia.
—A los maracos los matan de un tiro en la nuca —ha- bía dicho al verlas el chofer Pacheco, siempre ansioso por hacer méritos y cooperar en las pesquisas. Y quedarse más tiempo del necesario en las oficinas de los detectives.
—Y también, a los que simplemente huyen de un ase- sino armado —había respondido Vega de mala manera. No estaba para teorías, aunque no debía descartar nada. En verdad, se recriminó ahora repasando las fotos, lo que le molestaba era vislumbrar un nexo tras las muertes en las últimas urbanizaciones de Santa Isabel.
Lo que nosotros no sabíamos entonces, y solo empe- zamos a conocer por los diarios y la televisión, era que el abogado Paredes trabajaba para la constructora. No era algo formal, porque él tenía su puesto en una oficina de bienes raíces; pero para J&G tramitaba permisos y cosas así en la Municipalidad, en el Servicio de Urbanismo y en alguna parte más. Era un trabajo solapado, en la prensa se dijo que sobornaba para apurar algunos permisos. O para obtenerlos, cuando se vislumbraba una negativa.
Entonces, y tal como pensaban los detectives, que ne- cesitaban recuperar terreno, por ahí podía ir la hebra.
Por lo mismo, el tercer asesinato nos descolocó a todos. Un grupo de obreros estaba terminando de demoler las casuchas de un cité, el último conventillo en el sector de San Isidro con Santa Isabel. Ya las retroexcavadoras ha- bían hecho la tarea mayor y ellos iban detrás, con chuzos y combos, tumbando los escombros de difícil acceso para la pala mecánica, que luego los amontonaba para los camio- nes de carga. Al final de la jornada, los obreros se juntaron afuera del cierre de la futura construcción. Esperaban al conductor de la pala, la intención era tomar unas cervezas antes de separarse en dirección a sus casas. El maquinista se demoraba, y volvieron a buscarlo. Lo hallaron muerto de un tiro en la sien derecha, aun en el asiento de la re- troexcavadora. El ruido del motor impidió escuchar el dis- paro. El asesino debió apagarlo después, pero nadie lo vio.
Eso no parecía tener ninguna relación con los asesi- natos anteriores. Lo mismo pensó y luego comprobó la policía. Pero ya eran tres muertos. Empezamos a andar por el barrio a paso rápido, con la espalda tiesa, temerosos de recibir un balazo y evitando la cuadra de los edificios Doña Javiera y Don Diego.
José Francisco Concha cerró la puerta de su auto de un portazo. Dos obreros se dieron vuelta, sorprendidos. Gajardo, el jefe de la obra, se acercó a saludarlo. Concha respondió al comienzo con monosílabos, pero después se soltó. Estaba incómodo, antes estuvo furioso. Dos detecti- ves habían ido a hablar con él en su oficina. A interrogarlo, en verdad. Muchas preguntas sobre el abogado Paredes, las diligencias que hacía para la constructora, los pagos que recibía por ellos, si giraban dineros para funcionarios municipales y así obtener permisos de edificación…
—Logré tranquilizarlos, pero quieren copia de los pa- gos que recibió de la empresa. Y pidieron también a la Municipalidad todos los documentos en que aparezcan las gestiones de Paredes. No creo que encuentren nada sospechoso; los pagos más importantes no quedaban en planillas ni en talonarios de pagos, habría que ser muy estúpidos.
—Pero igual sigues preocupado…
—Claro que sí. Esto nos puede desprestigiar a futuro. Porque no creo que afecte a estas obras en marcha; no serán tan imbéciles como para echar pie atrás y anular algún permiso…
—Mmm. Hay otra cosa que me preocupa más. Concha no respondió. Había visto algo, allá en el contenedor de escombros más cercano: la pierna raquítica de un perro. El resto estaría más abajo, aplastado, junto a los restos de otros perros.
—Lo que me preocupa de verdad —Gajardo hizo una pausa para aspirar su cigarrillo y luego habló en medio de una nube azul de tabaco— es que si hay una misma mano detrás de estas muertes…, ¿estaremos nosotros en su lista?
Una mujer. El cuarto homicidio ya fue algo distinto para nosotros y para los habitantes del edificio Don Diego, ahora más indignados y más asustados. Y contaban a quién se les cruzara en las calles la nueva etapa de su calvario: una joven cajera de banco asesinada de un balazo en el departamento que arrendaba un pariente, en el piso siete. Estaba de paso, había quedado sola por unas horas y salió a la logia, que tenía un espacio abierto para que circulara el aire. Por ahí entró, sin el estruendo de vidrios rotos, la bala que le dio en la frente.
Durante toda esa noche hubo un carabinero de guar- dia en la puerta del edificio. Al mediodía siguiente, la in- dignación de los vecinos se había multiplicado: la víctima no era contadora ni pariente del arrendatario. Apremiado por la policía, él había terminado por hablar: era prosti- tuta, se veían de tanto en tanto y era la primera vez que se encontraban en su nuevo domicilio. Le había dado llaves para que lo esperara si él se atrasaba. Cuando llegó la en- contró muerta. Solo conocía su nombre de pila o apodo: Yeiny. Era su versión y debía ser confirmada. Quedó en detención preventiva.
Los moradores del Don Diego empezaron a juntar fir- mas: contra la administración, la policía, el municipio. Y contra el arrendatario, por supuesto; exigían que se fuera. Y esa primera noche, a la hora de las noticias en la te- levisión, sentimos unos ruidos (débiles, primero; fuertes, después) que parecían venir del pasado: cacerolazos. Claro que estaban molestos.
Fuimos a lo del Rocky II. Para comentar, para contarle a Mardones lo que sabíamos de las muertes y también, por qué no, para saber si él tenía más información. Los detectives habían tomado su negocio como sala de reu- nión cuando realizaban sus diligencias en torno a los dos edificios de la serie de crímenes. Más de algo podía haber escuchado.
Pero no sabía nada del pacto suicida de la última fa- milia del cité ya a medio destruir. Era gente del barrio, pero casi no salía ni recibía visitas, contaron los vecinos más antiguos. Algo más podrían haber aportado los otros ocupantes del conventillo, pero ya todos se habían ido: al día siguiente del pacto empezarían a demoler la construc- ción. Quedaban solo ellos: una pareja de viejos chapados a la antigua, reservados, y el hijo con fama de solitario, que apenas se asomaba al patio común del cité. Era dibujante técnico, algo así, pero parecía que los tres iban tirando con la pensión y el montepío de los viejos.
En cambio, de la prostituta del piso siete todos tenían algo que contar. Y también Mardones, claro que no por boca de los detectives. Al contrario, después de ver la foto de la mujer en los diarios, llamó a Investigaciones y pidió hablar con el inspector Vega para darle la primicia:
—La mujer era prostituta, inspector. Yo la conocía.
La había visto más de una vez, algún cliente le contó de qué trabajaba. Hasta supo que arrendaba, con una amiga del oficio, unas piezas en otro cité, dos cuadras hacia el sur, pero que los vecinos mojigatos las hicieron expulsar. Nunca más volvió a verla por nuestras calles.
—Y el inspector ése habrá quedado muy agradecido: le diste el dato clave.
—Mmm, ni tanto. Es bien parco, pero igual tenía que contárselo. ¿Puedes guardar un secreto? Somos socios.
—Hemos actuado dentro de un irrestricto apego a la legalidad, aquí y en el resto de nuestros proyectos
—dijo Concha, alzando la voz—. Desde hace seis años es- tamos contribuyendo a revitalizar este sector del centro de Santiago con más de diez desarrollos inmobiliarios que…
Trataba de disimular su incomodidad. Primera vez que se veía frente a una cámara de televisión, y tenía que hacerlo en la calle, bajo el ruido de los autos, los abucheos y los cacerolazos de los vecinos. El reportero se había to- mado su tiempo para preparar la entrevista pese a la in- sistencia de Concha para apurarse. El constructor estaba seguro de que lo hizo para que los residentes se enteraran. Así es que ahora, en vivo, tenía que soportar ese coro no deseado que apagaba sus palabras. Nada que hacer, por- que la gerencia general había sido tajante: había que dar la cara, calmar a la gente. Y a los futuros compradores.
Terminada la nota se alejó apurado hacia su auto. Menos mal que había carabineros que impedirían alguna agresión. Hacía tres días que tenían vigilancia policial, una medida de hipotética protección ante la ola de críme- nes. Desde la sala de ventas, Gajardo lo saludó con una mano en alto. Él también, apenas cerrara su escritorio la promotora, se marcharía. Huiría.
—Todo el día siento que mi cabeza está en la mira telescópica del asesino —le había dicho esa mañana. Con- cha encendió el motor del auto y aceleró.
Vega observó la fuga de Concha desde una mesa con vista a la calle en el Rocky II. Mardones le llevó su cerveza y se sentó sin ser invitado. Ya se cree detective, pensó el ins- pector, pero eso no le molestaba. Sí sería un contratiempo que su acuerdo se hiciera conocido en el vecindario: los detectives tenían un puesto de vigilancia en el altillo de su negocio. Era un sitio hechizo destinado a almacenar mer- cadería con dos ventanucos frontales y uno lateral. A tra- vés de ellos sus detectives cubrían un espacio nada menor, que incluía todas las construcciones que enfrentaban a los edificios Don Diego y Doña Javiera. Habían pegado sobre los vidrios unos papeles decorativos semitransparentes con los que evitaban ser vistos desde afuera.
—Los diarios no los quieren soltar a ustedes —dijo Mardones, y destapó la cerveza del inspector—. Todos los días publican algo del nuevo asesino en serie.
—Sí, y espero no tener que acostumbrarme a los cri- minales múltiples –dijo Vega—. Ya fueron un dolor de cabeza hace tres años, con los dos primeros casos. Menos mal que en éste no le han cargado la muerte de esa pobre familia al supuesto asesino.
—Usted sigue hablando de supuesto…
El inspector bebió un sorbo largo y demorado. Así no tenía que responder. No quería discusiones sin sentido; solo quería, necesitaba, trabajo y resultados. Por eso es- taba ahí con sus hombres en la buhardilla. Tarde o tem- prano se sabrá del escondite, pensó, pero ojalá no lo sepa el francotirador. No se oían ruidos en la buhardilla. Arriba estaba el detective Cáceres, esperando el relevo que ya se había atrasado. Le correspondía a Valenzuela, que andaba en una ronda de entrevistas por el barrio con dos hombres más. Seguían un posible nexo entre la prostituta y el abo- gado, y, por ello, con la constructora. Y con los negocios oscuros.
—Parece que esa Yeiny, que usted conoció —dijo Vega, que ya le contaba algunas de las pesquisas a Mar- dones para cultivar ese favorable acuerdo—, había tenido tratos con gente de la constructora. Era su trabajo, claro, pero podría haber algo más. Algo que nos llevara al mo- tivo de su muerte.
—Podría ser, pero… —Mardones sacó un impreso de un bolsillo y lo puso sobre la mesa— suena muy extraño.
—Sí, pero es la teoría de mi superior. Qué voy a hacer.
—Entiendo. Tengo otra igual de extraña. Un amigo, Roldán, tiene una librería de viejo al lado de la iglesia de los Sacramentinos. Él me trajo —empujó el impreso hacia el policía— este viejo fanzine.
—¿Qué es un fanzine?
—Bueno…, es como una revista de historietas. Y de cosas parecidas, así me explicó el librero. Esta se llama… Tiro y Retiro. Es del año 85, o sea, de hace siete años. Hay una historieta que le llamó la atención a mi amigo: El Justiciero Urbano. Dele una mirada.
Un hombrecito delgado, medio calvo. Vive en una casa pequeña con sus padres, o parientes, que están siem- pre en segundo plano. Tiene una vida paralela. Y un fusil viejo que cuida con esmero. Practica todo el tiempo con otro, de aire comprimido (se lo ve tendido en el suelo del pasillo, con un gorro de lana con orejeras, disparando con- tra el blanco, al otro extremo del pasillo). Finalmente, se siente preparado para defender al barrio de las empresas constructoras «que arrasan con su historia y con las vidas sencillas y esforzadas de sus habitantes».
—¿Cuál es el chiste? —dijo Vega y dejó el fanzine so- bre la mesa.
—Como chiste es malo —Mardones la recogió—. Solo que a mi amigo le pareció curiosa la trama y que po- día ser una pista. Pero sí, es todavía más improbable que la teoría de su prefecto. Olvídelo.
—Mmm. Páseme igual esa… revista. Ahí veremos.
El detective Bravo agitó la portada del diario frente al inspector Vega, reclinado en el asiento trasero, luego lo arrojó al piso del auto y se sentó adelante, junto al con- ductor.
—Nos siguen haciendo pedazos —dijo—. ¿Y leyó lo que decía más abajo del título?
—Sí: «Mientras la policía sigue dando palos de ciego…», etcétera —masculló Vega—. Lo mismo me dice el pre- fecto. Tal vez, él les dictó los títulos al diario. Pero antes y después de eso se dedica a presionar y descalificarnos…
Dos días antes, el quinto asesinato en el barrio. «El barrio del francotirador sicópata», decía la prensa. Agus- tín Gajardo, segundo de Concha en la próxima torre en construcción, había sido encontrado muerto, al anochecer, entre los restos de las casas demolidas.
El guardia que vigilaba el perímetro de la obra salió a hacer su primera ronda. Un olor a carne descompuesta lo asaltó desde un hoyo en medio de unos escombros. En- cendió la linterna. Las retroexcavadoras habían dejado al descubierto el subterráneo de una de las casas destruidas, y en él había caído un perro, seguramente agónico. Ahora su cuerpo había comenzado a pudrirse. Tendría que avisar a los encargados de esa tarea, que no era agradable, pero sí necesaria, sobre todo cuando había cités, con tantas fa- milias… En las demoliciones siempre quedaban, aparte de los animales callejeros, otros que por diversos motivos sus dueños dejaban atrás cuando debían marcharse. La em- presa no quería esas imágenes en el entorno; a sus edifi- cios recién entregados llegaban residentes seducidos por un entorno de limpieza y progreso, de ciudad moderna. Y había trabajadores encargados de eliminar a esos perros y gatos, y hacerlos desaparecer pronto. El guardia creía que ya habían pasado esos días en que desde los recipientes de basura asomaban piernas y colas de animales… Pero no.
Apuró el paso para alejarse del olor y del recuerdo de esas imágenes. Dejó atrás unos baños químicos y dobló para seguir pegado al cierre que daba a la calle del fondo. Entonces, vio el auto de Gajardo con la puerta del chofer abierta. Él estaba de bruces sobre el volante, con un balazo detrás de la oreja izquierda. Luego, el peritaje concluyó que había sido un disparo de un arma larga, seguramente hecho a distancia.
Al día siguiente, el inspector Vega recibió una noticia todavía peor. Dos canales de televisión dieron la primicia: en la pequeña oficina del jefe de obra, pegada a la sala de ventas, había documentos sobre dineros entregados al abo- gado Paredes para sus gestiones ante la Municipalidad, el Servicio de Vivienda… Y con nombres.
—En todo este caso, no les he escuchado decir nada inteligente, ¡a trabajar! —gritó el prefecto Cienfuegos, que había reunido al equipo de Vega en su despacho—. Otra vez vamos detrás, olfateándoles el poto a los periodistas.
Y en eso estaban, horas más tarde. Sonó la radio del auto, que comunicaba con Investigaciones, y el inspector contestó.
—No hay nada que pueda servirnos en la historia de esa familia del cité, jefe —dijo el detective Bravo.
—¿Qué familia…?
—La familia carbonizada: los viejos y el hijo.
Lo había olvidado. Bravo le contó: por fin había lle- gado el informe sobre sus dentaduras, ya que el estado de los cadáveres no permitió identificarlos por las huellas di- gitales. Las piezas dentales de los cuerpos mayores coinci- dían con las de sus fichas odontológicas. El hijo no tenía registros, tal vez, nunca había ido al dentista; era todavía joven, al parecer sin enfermedades mayores. Tampoco ha- bían podido averiguar gran cosa sobre el trío entre los ve- cinos. Del hijo solo se sabía que era algo como dibujante técnico y que su única salida de la casa fue para hacer el servicio militar.
—Le tocó estar unos meses en la Patagonia —dijo el detective—, metido en las trincheras junto a miles, como yo, esperando el ataque que nunca llegó de los argentinos para la crisis del Beagle. Después volvió para encerrarse en el conventillo hasta el día del incendio.
—Está bien, olvídalo. Tienes que venir a hacer tu turno en la buhardilla.
—Ya me tocó, jefe. El próximo relevo es de Matus.
—Perdón, sí. Es que estaba pensando… otra cosa. Cambio y fuera.
No estaba pensando nada. Pero debería hacerlo. Concentrarse, revisar todo, buscar nexos. Y desconfiar de to- dos. De Concha y la gente de la constructora, por ejem- plo. Cuando los interrogaron, se guardaron la existencia del escritorio de Gajardo (o no se imaginaron que el muy torpe tuviera allí esos papeles). Alguien había fotocopiado unos cuantos de ellos y los envió a los canales de televi- sión. Cuando los detectives llegaron exigiendo revisar esos cajones, hallaron papeles sin importancia. No hay nada más, es todo, les había dicho Concha. Pero Vega pidió una orden del juez para allanar las oficinas de J&G. Apenas la tuviera, iría al mando de los detectives. Quería verle, entonces, la cara al engreído constructor.
Ya estábamos acostumbrándonos a esa triste fama del barrio: los detectives (ubicábamos a varios, aunque que- rían pasar inadvertidos), los camiones de la televisión que llegaban cada dos o tres días, los curiosos. Pero no nos acostumbrábamos a caminar con un escalofrío en el espi- nazo, temiendo otro disparo del asesino serial. Así entré al Rocky II ese mediodía para mostrarle mi nuevo tesoro a Mardones. Revisando cajones y cajones de libros y re- vistas, había dado con otro número de Tiro y Retiro. Era posterior al otro y había una historieta de dos páginas de El Justiciero Urbano. La firmaban Lamordes y Malatesta. Nunca había conocido esos nombres en todos mis años en el oficio. Seudónimos de corta vida, seguro, como la revista misma (tampoco había podido averiguar nada de ella). Cerré mi puesto, puse los dos candados y le dije a uno de mis colegas libreros que volvía en una hora. Mar- dones leyó las dos páginas y dijo que podía haber algo serio ahí, que tenía que verlas Vega. Y me contó más de su secreto que cada día era menos secreto por sus deseos de mostrarse importante ante los vecinos: el altillo desde donde vigilaban los detectives. Sabía que Vega iba ahora hacia allá. Había llamado al teléfono de Mardones para que le avisara al detective de turno, y ese a otro y a alguien más, que se juntaran en el sector. Parecía haber novedades. Tal vez ni mirarían la revista, pero lo intentaríamos.
Claro, después supimos. Esa mañana habían allanado las oficinas de la constructora. Se llevaron cajas y cajas de documentos, y en el cuartel central un equipo entero estaba revisándolas. No solo eso; el socio principal de J&G se tragó su enojo porque tenía algo que contarle en pri- vado al inspector Vega. Era sobre un ingeniero, de apellido Palma. Trabajó con ellos hasta hacía tres meses. Brillante en lo suyo: proyectando los edificios y los insumos, la dota- ción de trabajadores, etc. Pero inestable, agresivo, de malas relaciones. Lo despidieron, él dijo que ya sabrían de él. No lo tomaron en serio dado su temperamento: eran habitua- les sus reacciones explosivas. No pensaron en él cuando ocurrió el primer asesinato. Ni para el segundo. Pero des- pués, y sobre todo luego de la muerte del jefe de obra, se acordaron de Palma. Y esos documentos entregados a la prensa… Era muy posible que el ingeniero tuviera copias. Nos imaginamos la cara que debió poner Vega ante esa nueva pista.
Y entonces llegó al Rocky II. Ya lo conocíamos bien, de verlo tantas veces andar, cojear, por ahí. Ahora se veía más tranquilo, hasta sonriente. Mardones me presentó y le contó del fanzine. El inspector me agradeció, pero por el momento, dijo, no podían desviar su atención, había una pista importante que seguir. Igual la leeré, dijo (Mardo- nes había puesto la revistilla en sus manos), pero su ca- beza estaba en otra parte. Un detective subió al altillo, ya sin disimular ante los parroquianos, y bajó con su colega de turno: había trabajo urgente en el cuartel central, no era necesaria la vigilancia; hasta luego, muchas gracias. Desde una ventana los vimos partir. Caminaban rápido, animados. No sabían lo que se sabría en pocas horas más (y nosotros al día siguiente, cuando Vega volviera con la cola entre las piernas a sentarse con su cerveza en la mesa del rincón, y sus hombres, a reinstalarse en el altillo). El ingeniero Palma estaba en el norte, en la minera La Escon- dida, a cargo de la ampliación de una planta de concentra- dos. Dos meses allá arriba, sin moverse, trabajando como enajenado. Ni siquiera había querido tomar sus descansos quincenales en Antofagasta. Podía presentar decenas y decenas de testigos; mejor coartada, imposible. Pero por mientras, desde el sucio ventanal del Rocky II veíamos al inspector Vega rumbo a la esquina, bamboleándose al ca- minar (a paso rápido se le acentuaba la cojera de la pierna derecha) y dando instrucciones a su ayudante. El hombre iba lleno de optimismo.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…