por Nicolás Foti
Después de diez años de convivencia, cuando Mariana rompió conmigo, ella se fue para vivir sola en un departamento. Evidentemente esto lo habría estado planeando desde hacía varios meses, porque la propiedad ya estaba completamente amoblada cuando yo la conocí, lo cual sucedería apenas algunas semanas después de la ruptura.
Además, algo que también tuve confirmado tiempo después, pero sobre lo cual, no puse la menor atención en los días posteriores a nuestra separación, es que ella no alquilaba aquel inmueble, sino que lo había comprado como única propietaria. Había utilizado algunas cláusulas legales, que le permitieron obtener un crédito hipotecario, con un sueldo de secretaria de oficina, a expensas de nuestra relación conyugal, pero en defensa de su derecho de emancipación. En otras palabras, había estado muy bien asesorada… entonces, era obvio que las cosas no habían ocurrido de un día para el otro.
Aquí es donde yo creo encontrar el primer acertijo, que torna mi proceder muy difícil de comprender: Podría haberse esperado que yo encuentre en esta situación, un argumento adicional para desechar en la hoguera los diez años de relación con la mujer que me había herido. Esa era la opinión generalizada de las pocas personas en quienes había buscado, patéticamente, secar mis lágrimas, con pesados lamentos nocturnos.
No comprendían por qué yo reaccionaba de la forma en que lo hice, después de que ella me había engañado. Porque, además, como si el engaño no fuera suficiente, se había encargado de que yo lo supiese, como intentando ponerme en conocimiento de que me estaba retorciendo la daga que ella misma había enterrado en mi corazón mientras yo dormía. Y para eso, intencionalmente había descuidado su guardia. ¡Cómo podía comportarme de esa manera, después de que, al enterarme, aún sin poder despertar por completo, yo había insinuado entregarle un perdón solo compensado por algún tibio arrepentimiento! Y ella, por el contrario, me había hecho saber que no estaba dispuesta a darme nada a cambio, y que, además, no quería mi perdón, que lo despreciaba. Después de todo eso, yo me comportaba de manera incomprensible: a pesar de todo aquello, experimentaba una especie de admiración creciente, cada vez que iba conociendo la red que ella había estado tejiendo mientras yo dormía el sueño de los justos.
No sé por qué me sucedía, pero lo cierto es que, con cada una de sus manipulaciones, que yo recién por esos días iba descifrando, con cada una de sus acciones premeditadas, terminaba agregándole materia a una escultura de mujer perfecta que iba construyendo con su imagen, sin habérmelo propuesto por un segundo.
Pero, ¿por qué ahora penaba tanto la partida de una mujer de la que antes no necesitaba más que su presencia? Antes solo necesitaba estirar un brazo para sentir que ella estaba, y con eso me bastaba, y ahora, sin poder explicármelo, no soportaba su ausencia. Podría haber dado vuelta la página, tenía todo para hacerlo. Lo más doloroso podría haber sido escoger el despecho, sin embargo, yo quise sufrir aún más, y escogí la humillación. Así funcionaba mi psiquis, poco más de un mes después de que Mariana hubiera abandonado nuestro hogar.
Es verdad, sin dudas el hecho de haberme enterado del fracaso de su relación con el hombre con quien me había engañado, también debió haberme empujado a dar el siguiente paso hacia el fatal desenlace que todos ustedes conocieron a través de los diarios. Y pronto, los días en que deambulaba por la casa vacía como un alma en pena, fueron llegando a su fin. Terminaron las noches en que me embriagaba hasta perder el conocimiento. Y también terminaron esos memorables momentos, en que me aseguraba de mostrar la miseria que cargaba en mi interior, llamando por teléfono para humillarme ante algún conocido, a quien no podía mirar a la cara el día siguiente.
Y un domingo por la mañana, desperté cantando como no lo había hecho quizás por muchos años. Me duché, me afeité, y salí de nuestro hogar contento, optimista, rumbo al departamento de Mariana, dispuesto a perdonarla. Está bien, lo acepto… dispuesto a pedirle que acepte mi perdón… y si era necesario, convertiría mi petición en súplica. Hasta me hubiera arrodillado y pegado mi frente al piso, si aquella humillación me garantizaba el resultado que yo buscaba. Porque si de algo estaba seguro, es de que la coraza infranqueable con la que ella se había cubierto, no sería impermeable al trillado discurso de que “nada es resistente al amor genuino”. Yo aún creía conocerla muy bien, y mi estado en aquel momento, me hacía pensar que su corazón no podría menos que rendirse ante mi sumisión.
Solamente en el trayecto a su departamento, recuerdo que alcancé a sentir súbitamente la artificialidad de mi estado de ánimo. Es decir, en medio de aquel destello de luz y aire fresco, se me aparecía repentinamente una pequeña ventana, a través de la cual veía un verdadero infierno; era el lienzo sobre el que estaba pintada aquella diáfana pero falsa mañana. Pero el aroma de las flores que compré en el camino, para entregárselas como símbolo de reconciliación, terminaba disipando cualquier advertencia, y convirtiéndola en una paranoia típica de cualquier corazón herido, y digna de ser ignorada.
Al llegar al edificio me anuncié con el conserje, en quien pude notar una mirada distinta. Era la primera vez, después de varias de haber estado allí, en que Jaime no me hacía sentir con su mirada, que yo estaba en un lugar que no me correspondía. Y en honor a la sinceridad, debo decir que era la primera vez que pisaba aquel lugar sin una gota de alcohol en la sangre.
– Buenos días señor, se lo ve contento hoy; se lo ve bien. – dijo el anciano apenas entré – También… con la mañana que tenemos, no es para menos.
Jaime solía hablar mucho sin decir demasiado.
– Hola, don Jaime, sí, un día hermoso para emprender… – Le contesté, naturalmente, como si no me hubiera extrañado que me saludara con cordialidad.
Y agregué.
– Busco a Mariana…. Como siempre… pero hoy vengo con flores.
– Así veo, seguro que le va a ir bien entonces. No conocí mujer que no ceda ante un ramo de flores. Y ¡si habré conocido mujeres, che! ¡jajaja!
– Me imagino – y le correspondí con una risa más discreta que la de él.
– A ver… déjeme llamar. No la he visto salir hoy, así que debe estar. Nadie sale ni entra de este edificio sin que yo lo sepa; lo viejo no me quita lo alerta.
Ella estaba en su departamento, y recién en ese momento me percaté de que no había dudado un segundo de que así sería. Además, mientras subía por el ascensor, caí en la cuenta de que tampoco había dudado ni un instante en no pondría ninguna objeción en recibirme, lo cual también sucedió a cabalidad.
– Hola. ¿Cómo has estado? – Me preguntó mientras nos besábamos en la mejilla y nos tomábamos ambas manos, en la puerta de su departamento.
El recuerdo de aquel primer beso que nos dimos antes de comenzar nuestra relación; aquel beso en la mejilla que siempre supe que había durado más de lo normal, me invadió intempestivamente.
– Bien… bueno… ahora mejor – Le respondí sin soltarle una de sus manos – Cada día estoy un poquito mejor… ¿Y vos?
Ella me miró a los ojos con una tierna sonrisa y contestó.
– También, cada día un poquito mejor. Ya estoy cansada de llorar.
Esa declaración fue el puntapié que estaba esperando. Nos sentamos en los sillones del living, hablamos, lloramos y bebimos, como si fuera de noche.
Así estuvimos por horas, y se hizo evidente que ambos habíamos estado deseando aquel momento. Las horas pasaban imperceptibles, pero a medida que transcurrían, paradójicamente, se me hacían cada vez más insuficientes.
Ese día ella no dio el brazo a torcer. Siguió insistiendo en su incapacidad de arrepentirse. Palabras más o menos, me decía que lo había hecho con justa razón; que en cierta forma yo también había sido el responsable, y que algo había cambiado en ella después de hacerlo. Que no quería perder eso que se había despertado en su interior, que le ayudaba a valorarse. Y, por otro lado, que había traspasado un límite, y sabía que desde allí no había regreso.
Yo, lejos de lo que se pudiera suponer, no me sentí derrotado, pero por el momento decidí no insistir; decidí no pegar mi frente en el piso. Sin embargo, supe que volvería, una, dos, o mil veces, y no solo porque necesitara de ella, aunque, a decir verdad, su ausencia se me hacía insoportable. No era solo por eso. Había algo más que quizás en ese momento no era capaz de conceptualizar.
Pero ahora lo entiendo con claridad: necesitaba de aquella humillación. Esa era la única forma que tenía para poder expiar mi culpa por tantos años de haberla tenido en el desamparo. Tal vez mi vulnerabilidad me hacía exagerar, pero lo cierto es que por entonces me invadían imágenes melodramáticas de nuestro pasado reciente: yo inmerso en mis asuntos, sumido en el confort, y ella sola, tan frágil, con su rostro angelado, en medio de este mundo hostil, esperando que estirara mi brazo para tocarla.
En estricto rigor, entonces, no me importaba que aceptara mi perdón. No; todo lo contrario. Necesitaba que lo rechazara; que lo despreciara. Necesitaba imperiosamente que pusiera su talón sobre mi espalda mientras yo pegaba mi frente en el piso. Necesitaba volver una, mil, y diez mil veces, porque sentía que cada rechazo sería el látigo flagelante que purgaría mi culpa.
Pero en aquel momento no lo veía de esa manera. Por entonces yo simplemente creía que lo hacía por ella. Cada vez que saliera de su departamento sin que ella hubiera aceptado mi perdón, yo le habría regalado un día más de alivio a su alma, y habría hecho un aporte a su autoestima. Le habría obsequiado el dulce sabor de la venganza. Yo creía que mi móvil era la compasión, que mi felicidad era la de ella, que todo lo que hacía era para acariciar su corazón. ¡Que ingenuo fui! No pude contra mí, no fui capaz de vencerme: No me di cuenta de que en realidad solo seguía pensando en mí.
Comencé a volver cada día para verla en su departamento. Conversábamos mucho sobre nosotros, y recuerdo que estas charlas me provocaban una sensación de analgesia embriagante. El dolor pasaba a ser un recuerdo ridículo, y yo elegía envolverme entre sus argumentos para dejarme llevar. Sin embargo, a pesar de todo, después de retirarme, el dolor flagelante comenzaba a insinuarse, para crecer sin control hasta mi próxima visita.
Pero los días se convirtieron en semanas, y aquel dolor fue menguando. Así, cuando me di cuenta, ya era más corto el camino hacia la reconciliación, que el que había hacia el distanciamiento. Ya nuestras conversaciones giraban en torno a preparar el terreno para la reconstrucción de nuestra nueva relación, y se alejaban de los primeros reproches, excusas y explicaciones.
– Somos grandes – coincidíamos – ¿qué perdemos con intentarlo?
Pronto, lo mío y lo de ella fue nuestro nuevamente, alquilamos su departamento, y volvimos a convivir en nuestro hogar.
Los dos comenzábamos con una lista de tareas por cumplir. Debíamos cambiar; nuestra relación debía ser distinta a lo que había sido. Y con esto estampado en nuestras mentes, emprendimos nuestra nueva etapa.
Los primeros, fueron días de diáfanas mañanas, que nos hacían ver el mundo a través de los cristales del optimismo. Pero era un optimismo artificial, y muy en lo profundo, yo lo sabía. Así que no podría haber sido distinto, y esos días no perduraron por mucho tiempo.
Porque mis demonios comenzaron a reaparecer. Yo ya los conocía, porque eran los mismos que me habían acompañado durante las noches en vela, en las que yo deambulaba como fantasma por mi hogar, por los días en los que penaba la partida de Mariana. Ahora me reclamaban su paga. Me habían acompañado cuando nadie más lo hacía, entonces ahora yo debía retribuirlos, porque según ellos, aún teníamos asuntos pendientes.
Comencé a despertar por las madrugadas sin poder volver a pegar un ojo hasta la mañana siguiente. Para que Mariana no lo notara, prefería abandonar la cama, y sentarme a fumar como un condenado, en algún rincón del hogar, en la absoluta oscuridad. Cerraba todas las puertas que me separaban de ella, para no despertarla, y pasaba noches completas discutiendo con mis demonios, intentando defenderme de sus reproches.
Era muy difícil hacerlo, porque ellos me conocían demasiado. Además, eran insaciables, siempre querían más. Cada noche retomábamos nuestra discusión desde el punto en el que la habíamos abandonado la noche anterior. Exigían avances en nuestros razonamientos, y así me iban conduciendo, lentamente, pero con un ritmo constante, hacia un objetivo que solo ellos conocían.
Mariana comenzó a notar mi cambio de ánimo, y yo no pude ocultarle el problema del insomnio que me perturbaba, porque esto ya se evidenciaba en todo mi aspecto. Había dejado de afeitarme, de peinarme, y al mirar mi imagen en el espejo, no podía dejar de notar que mis ojos parecían hundirse en dos fosas oscuras. Así que ella atribuyó mi estado a una supuesta incapacidad para dar vuelta la página definitivamente. Supuso que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para ir tachando las tareas de mi lista, y no volver a cometer los errores que nos habían conducido hacia nuestra crisis.
– Vas a tener que consultar a un profesional – me decía – Yo no puedo hacer mucho para ayudarte, demasiado ya tengo yo, con mi propia lucha.
Pero yo no la escuchaba; mis demonios eran más convincentes, ellos me comprendían mejor, y con eso lograban dominarme por completo. Además, ese dominio, que al principio se limitaba a mis noches en vela, pronto se extendió, colonizando también la claridad del día. Y entonces me encontraba día y noche enredado en discusiones con ellos, que en ocasiones transgredían el límite de mi mente, y yo sin darme cuenta, las exteriorizaba con súbitos gritos o reclamos. Esto timaba objetivamente contra la cordura que hubiera querido proyectar, lo cual se hacía notorio en la reacción de la gente que se encontrara a mi lado, en algunos de aquellos momentos. Pero no podía evitarlo; estas aberraciones que perturbaban mi tranquilidad, me llevaban al límite de la tolerancia.
Muchas veces, en medio de nuestras discusiones nocturnas, mis demonios lanzaban comentarios a los que yo no les prestaba atención inmediatamente. Pero después sus efectos reaparecían repentinamente durante el día siguiente, en forma de recuerdos, sin que yo quisiera traerlos a colación. Por lo general, estos comentarios, eran revelaciones sobre hechos que habían permanecido ignorados por mí hasta ese momento, y ellos, cautelosamente, los tocaban como de soslayo, simulando una casualidad, pero sabiendo que este era solo un puntapié inicial. Tenían la certeza de que pronto, yo recordaría aquel comentario malicioso, y solo me bastaría con atar algunos cabos, para terminar, atormentándome con la conclusión a la que seguramente llegaría.
Una noche, por ejemplo, mientras discutíamos, yo ya estaba quedándome dormido, y no lograba mantener mis ojos abiertos. Había decidido dejarme llevar, utilizando sus sermones para inducir mi sueño, como si fuesen canciones de cuna. Y en medio de un discurso adormecedor, alcancé a escuchar que alguien me decía:
– … como cuando ella quería tener un bebé; usted seguramente se acuerda de aquellos tiempos. Llegó a pedírselo llorando, pero usted prefirió convencerse de que sus reclamos obedecían solamente a un capricho… a que estaba aburrida… Lo recuerda ¿cierto? ¡No se duerma, caballero! Debe permanecer alerta ¡Abra los ojos! Aún tenemos mucho camino por recorrer. No podemos dejar de avanzar.
Yo me incorporé violentamente en el sillón, como asustado; cayó una larga ceniza de mi cigarrillo, y noté que este se había consumido tanto que su brasa llegaba a quemarme el dedo.
– Lo estoy escuchando, pero necesito descansar, por favor. Podemos seguir mañana.
Él pareció no escucharme, porque continuó hablando sin atender mi reclamo.
– Esa fue solamente una de las advertencias. Así suceden las cosas, ocurren hechos que parecen no estar relacionados, pero nunca son al azar. Todo ocurre por algo…
En ese momento me lanzó una profunda mirada, como para que yo notara que estaba utilizando las palabras de Mariana.
– ¿Qué esperaba de ella? – continuó – Usted le ofrecía una relación estática, dormida: Diez años sin ningún cambio, sin ningún avance. Solamente porque usted se había dejado llevar por el confort…
Y no recuerdo qué mas dijo, porque finalmente caí en los brazos del sueño, mientras sus palabras se perdían en las tinieblas. Dormí por algunas horas, hasta que Mariana me despertó, ya por la mañana, mirándome con una mezcla de compasión y preocupación.
– Vos no estás bien – alcancé a escuchar que me decía mientras despertaba.
La discusión de aquella noche, como la de tantas otras, metió más leña en la hoguera de mi paranoia. Porque desde hacía algunos días ya había comenzado a inferir una nueva traición, basándome en pequeños signos de su conducta. Para esa mañana, yo estaba seguro de que ella estaba preparando su huida nuevamente, y mis demonios se habían encargado de hacérmelo notar, señalando algunos detalles encubiertamente entre sus comentarios.
Mariana preparó café y nos sentamos a desayunar en la cocina.
– No podés seguir así – me dijo mientras apoyaba una taza caliente frente a mí – Te vas a volver loco. Mirá la cara que tenés. Dormiste toda la noche en el sillón del estudio.
– Si, ya sé… dormí de a ratos – le contesté, y bebí un sorbo de café – Pero igual descansé bastante. Estoy bien para ir a trabajar.
– ¿Que descansaste bien? ¡Pero mirá las ojeras que tenés! Andá a darte una ducha ¿querés? Yo voy a llegar un poco tarde hoy. Después de la oficina quiero ir a comprarme una cartera. Si querés, me pasás a buscar y me acompañás…
– Puede ser… no sé… – reflexioné – pero creo que mejor te espero acá. Voy a tratar de dormir un poco.
– Bueno, como quieras. – Agregó.
Y continuamos desayunando, y conversando sobre cosas triviales. Por momentos, su voz se me confundía con sueños que pujaban por entrar en mí.
Ese día, mientras estaba en mi oficina, comencé a recordar la discusión en la que había estado enredado durante la madrugada. En mi mente, resonaban algunas palabras:
– …¡no se duerma, caballero!
– … Debe permanecer alerta ¡Abra los ojos!
Y se fundían con la voz de Mariana, durante nuestra conversación en el desayuno:
– … Yo voy a llegar un poco tarde, hoy.
“Y yo le dije que prefería esperarla en casa; que quería intentar dormir”, pensaba.
– … ¡Abra los ojos!
Era obvio que mis demonios me estaban advirtiendo lo que yo ya sabía: Mariana se iría nuevamente. Otra vez no la había cuidado, y ahora no era capaz de retenerla.
En cada discusión nocturna, en cada conversación con ella, en cada respuesta que yo le había dado, encontraba la punta de un cabo para atar con otra. Y todo me conducía a la misma conclusión: ella se estaba yendo otra vez.
Además, comencé a sacar cuentas de cuántas horas estaba ella fuera de casa, y descubrí que cada vez pasábamos menos tiempo juntos. Era obvio, por ejemplo, analizando la conversación que habíamos mantenido aquella mañana durante el desayuno, que ella no quería estar conmigo. Si bien me había propuesto que pasara por ella, sabía que yo desecharía su invitación, pues tal como también lo había notado, yo no había dormido bien. Ella veía que yo luchaba para no quedarme dormido mientras conversábamos, por lo tanto, sabía que no soportaría una salida vespertina. Estaba claro, me había hecho una propuesta solo para que yo le manifestara mi decisión de no acompañarla justo en ese momento, y no tener que esperar hasta la tarde para confirmar sus planes.
Este tipo de cavilaciones, cada vez se hacían más frecuentes. A estas alturas, ya estaba convencido de que mi insomnio, por un lado, me atenuaba algunas facultades, pero por el otro, acentuaba mi agudeza intuitiva.
Entonces comencé a seguirla. Ese fue el siguiente paso. Le mentía, le decía que haría algo durante el día, y lo único que hacía era pasar el tiempo siguiéndola sin que ella lo notara. Descuidé por completo mi trabajo, la esperaba en lugares por los que yo sabía que ella pasaría, intentaba escabullirme detrás de ella hasta que se encontrara con alguien.
Con una aplicación de mi celular, la llamaba por teléfono fingiendo ser otra persona. Hasta había llegado a pergeñar la idea de instalar algún dispositivo para grabarla… o contratar a un investigador privado para que me ayudara a observarla sin arriesgarme a ser descubierto. De hecho, estuve hurgando en Internet la forma de hacerlo. Quería encontrar algo, algo en su voz; en su modo de contestar; en lo que decía.
Es que por aquellos días, ya me pesaba la forma en la que yo había reaccionado cuando ella se fue por primera vez. Por eso sentía la imperiosa necesidad de hallar alguna singularidad que la implicara hasta tal punto, que no me quedaran más opciones que lapidarla definitivamente.
Y casi siempre, en cada intento, encontraba lo que buscaba. A veces no lo notaba justo en el momento en el que ocurría, sino que luego, cavilando, me daba cuenta de que allí tenía la punta de un cabo suelto, y entonces, no tardaba en encontrar otra que le correspondiera. Y a menudo me reprochaba por no haberlo notado antes.
– … Debe permanecer alerta ¡Abra los ojos! – me decía.
Las voces de mis demonios no me dejaban en paz por las noches, y sus recuerdos me torturaban durante el día. Además, sentía una jaqueca permanente que no hacía más que enfurecerme cada vez más.
En ese estado, buscando algo, una lloviznosa tarde de invierno llegué al edificio que Mariana había habitado durante nuestra separación. Ahora no recuerdo si buscaba algo en particular, pero creo que, en realidad, simplemente fui hacia allí conducido por mis premeditaciones inconscientes.
Lo cierto es que, al entrar en la recepción, inmediatamente noté que la forma con la que Jaime me miró, fue igual que por los días en los que Mariana y yo estábamos separados. Era una mirada de miedo. O para ser más exacto, de sorpresa y miedo. Con el espanto de quien intenta resguardarse de alguna desgracia que supone inminente.
Tan evidente me resultó su temor, que mientras caminaba hacia él, le dije:
– No se asuste don Jaime. Pasaba para preguntarle si Mariana anduvo por acá hoy.
– Nnnnno…. No…No, por lo menos, que yo sepa… – respondió tembloroso, mientras se apresuraba para resguardarse detrás del mesón de recepción.
– ¿Está seguro? – le pregunté antes de permitirle continuar hablando, y sin poder controlarlo, creo que comenzaba a levantar mi voz.
– Bueno, por lo menos yo no la vi – respondió mirándome fijamente con sus ojos exaltados.
– ¡Entonces no está seguro! – repliqué apoyando violentamente ambas manos en el mesón detrás del cual el viejo se refugiaba.
Las palmas de mis manos, quedaron apoyadas sobre un vidrio que tapizaba parte del mesón, aplastando algunos billetes antiguos, a modo decorativo. Al darme cuenta de que se deslizaba con facilidad, comencé a arrastrarlo hacia mí lentamente mientras miraba fijo a los ojos de Jaime. Haciendo esto le dije inquisidoramente:
– No hay forma de que usted no la haya visto – y agregué gritándole – ¡No quiere decirme la verdad!
– Pero señor… por favor… Cálmese.
Me hablaba con temor, y eso, de alguna forma me enfurecía aún más. Es que yo tenía la seguridad de que ocultaba algo que no podía decirme, pues su naturaleza cobarde se lo impedía. Seguramente alguien, quizás Mariana, lo tendría amenazado, y su cobardía me sacaba de quicio.
Yo seguía arrastrando el vidrio hacia mí, y ahora, para que no cayera, debía ayudarme trabándolo con mi cintura. Sin quitar mi vista de los ojos de Jaime, grité dando un paso hacia atrás y dejando que el vidrio cayera al vacío:
– ¡Hablá, carajo! ¡Viejo cagón!
El vidrio estalló en mil pedazos contra el piso, y pude ver que el rostro del anciano empalidecía. Esto me infundió algo de compasión y decidí liberarlo por el momento.
Di media vuelta, y sin pensarlo, en lugar de caminar hasta la puerta del estacionamiento, quizás por costumbre, me detuve frente al ascensor, como si estuviera por subir al departamento. Alcancé a escuchar que Jaime se desplomaba en la silla que estaba detrás del mesón, y suspiraba aliviado al ver que me retiraba.
Así, en aquellas posiciones, entre él y yo había un tabique estructural que no nos permitía vernos.
Entonces, mientras esperaba el ascensor, escuché que hablaba con alguien que debió haber estado todo el tiempo en el hall, y mi estado de ofuscación me había impedido notarlo.
– ¿Se siente bien, don Jaime?
– Sí, querido… ya estoy bien.
– ¡Qué cara, por Dios! Ese hombre va a matar a alguien.
Y justo en ese momento me percaté de que lo que quería no era subir, sino retirarme inmediatamente del edificio. Así que antes de que llegara el ascensor que estaba esperando, continué mi trayecto hasta la puerta del estacionamiento.
Salí de allí sabiendo que él se lo diría. Aún más; estaba seguro de que yo no habría puesto mi auto en marcha antes de que el viejo la hubiera llamado a su celular para anoticiarla. Por eso sentí que en ese momento los dados ya estarían echados. Ella ahora sabría que yo conocía perfectamente sus planes de huir nuevamente de nuestra relación.
Iba dispuesto a encontrarme con ella en nuestro hogar, con la certeza de que estaría esperándome para que tengamos una conversación franca, en la que me anoticiaría de su decisión irrevocable. Seguramente me diría que esto ya no daba para más, pero que si yo tenía la fortaleza suficiente, no tardaría en salir adelante, porque ella me quería, y confiaba en mi capacidad… y bla, bla bla… Las mismas palabras de antes. Palabras que aborrecía de solo imaginármelas.
Mientras conducía quise buscar cigarrillos en un bolsillo del tapado que llevaba puesto, y al quitar la mano sin haberlos hallado, noté que me la había lastimado con un trozo de vidrio del tamaño de mi palma.
Supuse que sin haber querido hacerlo, había tomado aquel retazo en forma de cuña, de entre los vidrios rotos del mesón de Jaime. Lo apreté fuertemente, y mientras veía cómo volvía a cortarme, y cómo la sangre caía en grandes gotas sobre el tapizado, yendo a su encuentro con todos mis demonios volví a pensar en Mariana. En su rostro angelado. En su fragilidad. En cuánto la quería.
“Pobrecita…” – Pensaba – “este mundo hostil no se la merece…”
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Nicolás Foti, nació en Paraná, Entre Ríos, Argentina, y creció en la vecina ciudad de Santa Fe. Estudió Bioingeniería en la Universidad Nacional de Entre Ríos, y luego de graduarse se trasladó a Chile.
Actualmente reside y ejerce su profesión de Bioingeniero en la ciudad de Concepción, en Chile, y en los momentos libres se dedica a su pasión: la lectura y la autoría literaria.
En mayo de 2017, la editorial española Chiado publicó su novela “El espíritu de la estirpe”. También ha publicado otros relatos en Letras de Chile.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…