Búsqueda y fractura en “Yo mi hermano” y “Desencierro”
Por Valeria González
Desde siempre el mundo que nos rodea ha estado poblado de voces de otras personas, voces que son ajenas, pero que asimilamos con frecuencia para forjarnos un sentido. Todas las palabras van dirigidas a alguien y es en este proceso cuando se nos puede entender como sujetos. Así pues, la omnipresencia de la voz de un otro en la novela “Yo Mi Hermano” de Juan Mihovilovich se perfila como un artificio que permite al personaje transitar entre un ser y otro con total propiedad, lo que viene de anticipo ya desde el título.
En esta obra, el autor propone la deconstrucción de la narrativa tradicional, operando sistemáticamente a partir del desdoblamiento discursivo. Asimismo, abre un espacio de ficción en donde resuenan dos voces provenientes de un único ser, las que hacen que el lector sienta y oiga un interminable eco de lamento esperanzador. Este fenómeno de narración refleja la forma en que las personas construyen y son socialmente construidas por sus respectivas relaciones personales. La heterogeneidad del habla del personaje no sólo se debe a la necesidad de mostrar dos voces existentes, sino también a la imposibilidad de construir una única historia, una única percepción de la realidad.
Ya desde el comienzo el narrador nos aclara que sus palabras han sido usurpadas por su hermano para comenzar un libro. En principio su respuesta a esta “dominación por la palabra” es ironizar con la escasez de talento que se deja entrever al no escribir con voz propia, pero este sentimiento de superioridad torna en una profunda muestra de temor por la posibilidad de ver su naturaleza descubierta. Finaliza el relato aceptando que sus voces pertenecen a una sola existencia:
“… Después de todo, estas palabras las decidimos juntos y juntos las escribimos.” (p. 129)
Macabros juegos infantiles lo acompañan, recordándole que es la perversidad de su hermano mayor la que lo ha llevado al abismo. La voz incriminadora está ahí para abofetearlo y condenarlo a vivir eternamente de ese pasado común, en que los manifiestos temores irresolutos sólo vistos en retrospectiva adquieren significancia.
El ajedrez es para el personaje una proyección de su propia vida. Uno de los acontecimientos que marca la niñez del narrador es el día en que se lo dan a conocer, pues a sus siete años descubre que las explicaciones de su hermano, 10 años mayor que él, sólo beneficiarán a su oponente. Sin embargo, la sagacidad del personaje y su experiencia tras observar varias partidas anteriores, le impiden caer en la trampa. Este juego es descrito como una forma de ver el mundo, como si los personajes tuvieran por delante un tablero bicolor donde surcar sus vidas, prevaleciendo la idea de que la existencia es dicotómica.
“… ¿Puedes captar qué pasa entre dos ajedrecistas que se juegan la vida entera en un segundo? Seguramente no. Tu mediocridad de aficionado es incapaz de ver la grandeza de una movida milagrosa. Si haces del tablero tu cósmica visión, ¿dónde crees que puedes llegar a descifrarte? Pues, allí únicamente; y ambos lo sabíamos.” (p. 50)
A medida que avanza la lectura, el narrador pierde el equilibrio y el sosiego, apropiándose de un tono socarrón y severo. Se armoniza de manera magistral el desorden mental del protagonista, pues por un lado se muestra ante los demás como un ser irracional y, por otro, juzga crítica y conscientemente los absurdos sinsentidos de la civilización. El personaje busca incomodar al ojo acusador, lo prueba para demostrar que sus vecinos observadores están siempre prestos a coartarlo. Es así como llega a la reflexión de que mientras la sociedad contiene sus desmedidos apetitos, el protagonista intenta desnudar su verdadera naturaleza. Éste extrapola en su alter ego la manipulación, el afán calculador y la desidia por dominar a todo ser de inferior condición. Sin embargo, cesan los ruidos y el personaje encuentra una libertad transitoria en donde tienen cabida las apariciones fortuitas de seres difusos que lo reencuentran con quien cree ser.
En medio de un horizonte infinito, lo acecha una memoria distante que pide a gritos poner fin a una historia de encuentros y desencuentros. Se aferra desesperadamente a quien reconoce como el mentor de sus sueños, ahogándose en súplicas de misericordia, como: “por favor, hermano, no les creas”. La voz compungida del narrador incrimina a su contraparte sobre la responsabilidad filial y moral de compañía, la que lo condena íntima e implacablemente.
La existencia de un desdoblamiento del Yo vista en el personaje sería un reflejo de la imposibilidad de ser/decir algo original e individual, pues todo lo que hablamos es una sucesión de lo ya dicho o vivido por otro. En los textos narrativos de Mihovilovich, se niega que la existencia humana sea regida por mecanismos totalizadores en que la existencia dependa exclusivamente de uno, por el contrario, admite la idea de Lévinas sobre el deber del hombre hacia el Otro como algo incondicional, que fundamenta la humanidad del hombre.
Los narradores marcan una alteridad fundamental, pues pareciera ser que el sujeto estuviera dividido: por un lado, lo que sabe y conoce de sí mismo; por otro, es como si él mismo se considerara otro, puesto que hay actitudes o maneras de su ser que desconoce, a pesar de preverlos. Esta paradoja del inconsciente fue denominada por Lacan como el “Gran Otro”. En definitiva, el lector puede interpretar a este supuesto receptor de diversas maneras, ya sea inconsciente, otredad (en el sentido de Lévinas), alter ego, etc. El lector podrá inferir que el Otro no es, entonces, “alguien” particular, sino una “abstracción”, un símbolo representado en la figura de un personaje.
En esta novela se nos presenta a un personaje “desconectado del mundo”, “marginado”, “fuera de norma”. Este personaje sin nombre no pretende mostrar su personal congoja, sino la de todo ser humano. Una de las implícitas críticas que tiene la novela, gira en torno a la idea de que la tecnología ha puesto a disposición del hombre todo un aparataje individual, mecánico e impersonal, lo que sumado a la rutina diaria en que se ve inmerso, provoca una alienación a gran escala. Es así como a través del discurso de un personaje enajenado, el autor muestra su falta de unión con la otredad y la exacerbada frivolidad a la que ha llegado el hombre.
“… Mientras llega el glorioso cuerpo policial, que sí zarandea a los ciudadanos, el querido vecindario ha sido zamarreado por los noticieros. ¡Y el vecindario cree que aquello les ocurre a los demás! Claro, tienen en vivo y en directo una escenita como ésta. ¡Orad, orad, para que vengan las cámaras! Tal vez alguno aparezca en la pantalla y lo comente a sus nietos.” (p. 73)
Algunas de estas líneas interpretativas se esbozan también en otros textos narrativos del autor. Para efectos de esta ponencia, continuaré con el análisis de “Desencierro” introduciendo el tema con una cita de la novela:
“Procedo de un pozo negro, ¿no lo entiende? El pozo soy yo. No. No se trata de un túnel. Un túnel tiene entrada y salida y suele ser horizontal. Está bien, incluso puede tener una leve inclinación o hasta ser vertical. Pero mi procedencia es la nada misma.” (p. 9)
Para Sartre, el hombre tiene, como primera condición de ser, el deber de configurar el estado de su esencia. Dicho de otra forma, cada sujeto es responsable total de lo que “se hace”, quien, bajo la conciencia de sí, crea su propia imagen. Siguiendo el planteamiento existencialista, el personaje de “Desencierro” establece en lo más profundo de sí, la idea de una existencia originada en la nada y bajo los aleros de la muerte. Se intuye como un ser condenado, incluso previo al nacimiento, a sobrevivir a una vida trunca.
El lector puede experimentar el sentir agónico de este personaje de dos modos posibles. Por un lado, a través de sus palabras se refleja la oscuridad de su alma, el tinte sombrío y desesperanzado de un hombre que no existe como “ser humano” ni para él, ni para el resto de los hombres. En esto último reside la conciencia de no-ser, lo que, inevitablemente, lo deja sumido a la invisibilidad:
“…Intentaba decirles que yo era un ser vivo bajo ese montón de desperdicios. No me escuchaban. La voz de mi madre era tan altisonante que preferían evadirme. Yo no existía” (p. 99)
Y, por otro lado, este personaje busca en lo más recóndito de sus entrañas una explicación de la nada que lo origina. Por medio de la observación del cuerpo, él busca indicios que le permitan explicar su existencia. Primero, afirma que existe en su interior un foso pantanoso que lo absorbe y carcome por dentro, de modo que está condenado de por vida a la autodestrucción.
“…Procure entenderlo del siguiente modo: trate de mirarme directo a los ojos y bajar por ellos al fondo de mí. ¿Qué ve? ¿Nada? Si hace un esfuerzo notará mis pies sumidos en algo pantanoso, una especie de fango absorbente que nunca termina por cubrirme. Yo trato de avanzar y quedo siempre pegado al mismo sitio. Es angustioso, porque mi destino es hundirme a medias.” (p. 9)
Segundo, al observar su cuerpo desde el exterior, es decir, estableciéndose en un espacio determinado, se puede vislumbrar cómo pierde ubicación o, dicho de otra manera, busca permanecer en un no-espacio, en la nada o en un cementerio metafísico que lo ata a la inexistencia. Se identifica como cadáver, muerto en vida, ser en descomposición constante, lo que se demuestra en tres citas:
“…Le aclaro bien, puesto que mi profunda procedencia, si lo olvidó, ha sido y es la nada misma” (p. 63)
“…Regresaba a mi muerte cotidiana. Volvía como una nueva forma cadavérica, y ya no me afectó.” (p. 91)
“…Cierto, aquí pernocta la hez humana: mancos y turnios, tartamudos e introvertidos crónicos, decididamente locos y míseros psicópatas, auténticos criminales y falsos profetas apocalípticos. De todo. Ni en lo más recóndito de las pesadillas se encuentra una gama tan vasta como en este cementerio viviente” (p. 45)
El personaje de Mihovilovich cree, paradójicamente, haber nacido de la muerte producto de un frustrado intento de aborto tras una violación. Situaciones potentes que no dejan inmune al personaje, pues representan formas de atentar y someter al ser humano y su cuerpo. Todo esto conlleva implícitamente, al igual que en “Yo mi hermano”, la dualidad vida/muerte, sometimiento/libertad, amor/odio, que dejan al ser novelesco en una suerte de ambivalencia existencial. Este hecho es importantísimo a la hora de formar su imagen, ya que no sólo una parte material se perdió antes de su nacimiento, sino que la insistente profanación del cuerpo hace que desde su gestación sea un ser incompleto.
En síntesis, las novelas “Yo mi hermano” y “Desencierro” de Juan Mihovilovich, tienen personajes que adoptan la naturaleza de un otro, un ser ajeno a lo que conscientemente creen ser que nace del desequilibrio y la insatisfacción de un mundo que no les basta. Frente a esta voluntad de ser, los protagonistas niegan la existencia de su ser individual, viéndose en otros, como otros o necesitando de otros.
En definitiva, Juan Mihovilovich reflexiona sobre tres necesidades humanas: la necesidad de percibirse en su totalidad, la necesidad de que esa totalidad continúe en el tiempo y la necesidad de ser reconocido como individuo en un contexto social.
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.