Reflejos de un crimen perfecto

Por Julia Guzmán Watine

Max Valdés Avilés: Fragmentos de un crimen. Santiago: Vicio Impune, 363 páginas. Septiembre, 2018.

Cuando se habla de un crimen perfecto -escuché por ahí en una entrevista de un señor Calvo a un señor Valdés- se señala un asesinato que no ha sido resuelto por la destreza, pericia y astucia del asesino o a la candidez, impericia o torpeza de los detectives. Un crimen perfecto es un misterio sublime, sobre todo si se inspira en una fechoría, un golpe bajo o una felonía del mundo de los de carne y hueso; sobre todo si el “puntapié inicial” para un mundo ficticio es un fracaso todavía latente, que permite al lector-escritor reivindicar la conciencia de lo inconcluso, aunque sea en nuestras mentirosas mentes.

Fragmentos de un crimen de Max Valdés Avilés indica una víctima despedazada; señala al descuartizado de Quilicura de febrero del 73; expresa voces y registros fragmentados, un puzle imposible e incompleto, con figuras de hologramas tornasoles multiformes, modificados según la hipótesis y las dudas, piezas que se transforman y que no pueden encajar a la perfección. Esta novela nos presenta, además, a unos jóvenes detectives, Clara y Román, también fragmentados, tan lúcidos en la investigación como extraviados y disociados en sus vidas sin asidero -ni siquiera inconsistente- que permita alguna justificación -aunque sea irracional-.

Entrando en materia, Fragmentos de un crimen es una indagación real, ficticia y real de un asesinato doble: el descuartizado de Quilicura y una mujer de un poco más de cuarenta años. La pesquisa principal de la ficción -que sigue la pista de la Brigada de Homicidios en 1973- se ambienta a partir de 2012. En otras palabras, Clara y Román -sujetos de este siglo- repasan la búsqueda de Benavides, recrean el itinerario del frustrado policía de los años 70. Clara lo hace para titularse de Derecho y su incondicional novio (¿o escudero?) escribe, con este material, su novela policial. Entonces, se produce, a través de Clara, una “metainvestigación”, es decir, una investigación de una investigación, a través de la revisión de archivos policiales, judiciales, noticias de la prensa escrita, entrevistas y más documentos; y Román, por su parte, ficcionaliza la pesquisa de su novia.

Es muy difícil, casi imposible no perderse en este diálogo entre la realidad (ya pasada por el cedazo ficticio de los recuerdos y las versiones subjetivas) y la ficción.

Es difícil, si no imposible.

Román ficcionaliza “lo real”, como Max Valdés lo hace a través de sus detectives inexpertos. El autor indaga, recurre a los archivos de la actual PDI, visita el sitio del suceso, entrevista a los testigos sobrevivientes de los años y sus avatares; escudriña la prensa de la época y presenta a dos personajes que siguen una ruta similar a la suya; ellos trazan, por su parte, el mismo recorrido que Benavides, quizás inspirado, este último, en un policía frustrado que aparece en las crónicas policiales de la prensa y en los registros de la pesquisa.

De esta forma, aunque la novela aluda a Macbeth, como una señal pesimista de los aleteos de personajes y sus fracasos, la multiplicación de espejos (pienso también en Hamlet) permite acercarse a escritores y sus reflejos que toman las realidades o sus fragmentos como puntos de partida; a detectives que se obsesionan con sus interrogantes; y a Max, Román y Clara que señalan dicho espejo como el demonio que pueden (podemos) llegar a ser.

El lector atento sospecha, toma nota, indaga con Clara, Román y Max; investiga con Benavides; surgen dudas, contradicciones y el mundo se derrumba. La lectura de esta novela se vive con recelo, suspicacia: ellos se equivocan, mienten o están locos. Todos muestran una faceta que será desmentida posteriormente y comienza una aventura hacia una oscuridad contagiosa, cual peste que obsesiona, enloquece y, quizás, también sacrifica, asesina.

Julia Guzmán Watine
Estudió Letras y Pedagogía en Castellano en la Universidad Católica de Chile. Es Magíster en Literatura Latinoamericana y Chilena de la Universidad de Santiago. Actualmente se desempeña como profesora de Castellano. Participó en los talleres literarios de los escritores Jaime Hagel (1999), Pablo Azócar (2000) y Ronaldo Menéndez (Madrid, 2011).