Fresia en palacio

“Sola murió Ariadna en la despoblada Naxos porque nunca perdió el hilo”
Irene Mogren

1
Salía a mirar aún por la ventana una de esas patronas que, según se dijo, había de niña jugado al luche con la santa Teresa de los Andes, y tiempo después, divisado a dicha ave mansa, en el jardín del convento, desligarse del suelo y levitar, mientras las carmelitas recobrábanla para gloria de la gravedad universal.
Pero estos asomos concitaban apenas la curiosidad de la gente más ociosa de aquella ciudad de provincia.
La que enmarcaba aquella ventana, una casona de pino oregón a la que se denominaba palacio, era una de esas sombras rurales a cuyo alero se erige un villorrio, más tarde un pueblo, y por fin una ciudad rectilínea, y que, pese a la pintura descascarada, refulgía de blanco a consecuencia del palomar que la salpicaba de desperdicios.
Se la conocía como El palacio Pérez.
Los concejales, los bomberos y los punks ambicionaban hacerse con el palacio. Los primeros pretendían instalar en él una casa de la cultura, los segundos, un casino, y los terceros, “recuperarlo” con una ocupación ilegal que nunca concluiría y que nunca comenzó.
Los prospectos para el palacio se vinieron a pique cuando, a la llamada de alguna delegación municipal, la dama tan distinguida abrió la puerta, miró a su alrededor y la cerró, como si nadie digno hubiese llamado a ella.

2
Locales comerciales rodeaban el Palacio Pérez. De un lado había uno de pollos asados y papas fritas, del otro, una pulina a la que en los noventa se le agregó flippers. Una década más tarde, un paradero de micros suplantó un árbol añoso. Había siempre n las aceras vendedores ambulantes, parroquianos fijos en los tacos del pool y los liceanos que desmenuzaban un cuarto de pollo.

3
Un día de primavera en el que una nube de polen sumergía al pueblo, la señora abrió la puerta del palacio. Asomó su cabellera tomada en un tomate y salió a la acera. Volvió a entrar y Salió otra vez trayendo un pequeño letrero que decía: «Bazar». Este letrero que, por el olor que despedía parecía pintado recientemente, lo instaló contra la misma ventana por la que se asomaba. Dejó las puertas abiertas y desapareció en los pasillos de su palacio.

4
Durante semanas la gente se detuvo ante el letrero. La casa ya no parecía más embrujada. Nadie, sin embargo, cruzó el umbral.
Un día se detuvo ante el letrero una regordeta sexagenaria. Se quedó observándolo no poco, como habituada al tronar de las micros y a los gritos de los estudiantes. Se acercó al umbral de la puerta, pero retrocedió y se retiró a todo tranco.
Al día siguiente, la mujer volvió. Se quedó de nuevo frente al letrero, revisó el interior de su cartera, reprendió al niño que la empujó y volvió a retirarse.
Al tercer día, fue directo al umbral y lo cruzó. Se internó por un pasillo oscuro, llamó tímida. Como nadie salió a su encuentro, volvió a la acera, se detuvo otra vez frente al letrero y desapareció entre los estudiantes.

5
La mujer regresó a una hora en que aún el comercio no levantaba sus telones de latón, y en que los estudiantes permanecían callados en las salas del liceo. La mujer se sentó en el paradero como si esperara una micro.
Tras unos veinte minutos, salió la señora de la casa, tal como el primer día, dejó instalado el letrero que decía “Bazar” y estaba por internarse en el palacio cuando la mujer la abordó tímidamente.
—Señora Fresia —le dijo.
La señorita Fresia se tornó. Sus ojos eran azules.
—¿Viene al bazar? —le preguntó.
—Sí —dijo la mujer.
Y ambas se internaron en los oscuros pasillos del palacio.

6
Entraron en una sala amplia de techos altos. En todas las paredes había estantes con no cientos sino miles de pequeños objetos. La señora Fresia encendió la bombilla que colgaba del techo. Se dejaron admirar en los estantes muchas miniaturas y platillos de porcelana, bandejillas de plata, varias conmemorativas, juegos de tenedores, cucharas, cuchillos, con las iniciales grabadas, libros empastados en cuero, marcos dorados sin sus fotografías o pinturas yal vez, utensilios de cocina, máquinas de helados, tres de coser, portahielos, bacinicas, sillas vienesas, un sillón Luis XIV, un respaldo de cama en pesado roble, zapatos, botas, también de caña larga, zapatillas de ballet, un piano vertical, dos guitarras, un gong, ceniceros de piedra, escupideras, dos baúles de alerce, peinetas, espejos biselados (tres), una vitrola color caoba, muñecas antiguas aún presas de sus envoltorio, dos vestidos de novia y miles de fruslerías y parafernalias de difícil mención para quien no conoce por su extinto nombre.
La mujer las recorrió con su mirada, o, mejor dicho, intentó recorrerlas. Se iba deteniendo en cada una y no se atrevía a tocarlas. Era vigilada por la señora Fresia. Esta mirada tampoco le permitía moverse a libertad sobre el parqué. Trasladaba, sin moverse, la vista sobre los mil objetos. De pronto se detuvo sobre un cofrecito pequeño cuyo interior debía estar tapizado en terciopelo, de esos donde se ocultan las joyas y con los que, a su vez, se exige la apertura de los ojos. Fue a tocar el cofrecito, pero la voz de la señora se interpuso.
—No, eso no, es un detalle de familia, no está disponible.
Contrariada, la mujer se retiró del bazar. La señora Fresia la acompañó hasta el pasillo. Al despedirla le dijo que volviera, si quería.

7
De vuelta en su casa, la mujer pensaba en el cofrecito que no estaba en venta porque era “un detalle de familia”. Recordó también un pañuelo bordado, un rosario amarillo y especialmente un portalápices. Pensó que quizá ese noble portalápices pudiera ofrecérselo a su hijo, un exitoso ingeniero, para que lo pusiera sobre su escritorio y llamase así la atención de quienes entraran en su oficina.
Volvió al bazar. Se atrevió a seguir el pasillo hasta la sala de los objetos. La halló resplandeciente. Si los objetos el día anterior habían estado sumergido en una masa sombría, ahora todos sus colores vinieron a recibirla, como un montón de nietos querendones. Todos eran íntegros, hasta el más pequeño. Cada uno parecía una joya del uso y el decoro. La mujer buscó entre los objetos aquel portalápices, y lo encontró. Ahí estaba, con su madera sólida, las vetas desnudas bajo un barniz disimulado. Había una incrustación de metal, seguramente plata, en la boca.
La mujer llamó a doña Fresia y doña Fresia no apareció. La esperó mientras se deleitaba observándolo todo, pero como no aparecía y se hacía tarde, lentamente comenzó a buscar el pasillo.
Cuando estaba por volver a la acera y descendía la breve escalinata del palacio, advirtió a sus espaldas la voz de la señora.
—¿Me buscaba?
—Sí, señora Fresia, me quedé pensando ayer en un portalápices…
—Ah, no —la interrumpió con toda suavidad— ese no. Perteneció a mi padre, senador por Aconcagua. Ese estuvo muchos años en el ex congreso. Es un recuerdo de mi familia.
—Ah, pero si mi madre lo conoció —se atrevió la mujer.
—¿Y eso cómo?
—Mi madre trabajó en este palacio cuando era jovencita y usted también, señora Fresia.
—¿Cómo se llamaba usted?
—Fresia —dijo la mujer— Fresia Pérez.
—Mire qué bonito, hasta ahí nos llamamos igual.

8
Fresia Pérez regresó a su casa con el corazón dividido. Pasó por el almacén y compró una caluga de caldo para hacer la carbonada. Pensaba en la sonrisa de doña Fresia, en el portalápices que había estado rodeado por el ex congreso, que podría haber lucido en el escritorio de su hijo, ingeniero con oficina en Santiago, y llamar la atención de tanta gente. Era un objeto precioso. Se recostó a ver la teleserie de la tarde, después del almuerzo, dormitando escuchó que daban noticias, en las cuales se recordaba el sensible fallecimiento de la elefanta Fresia, hacía una década. Tengo nombre de elefante y estoy muy gorda ¿cómo me ando metiendo en palacios? No hacía más que pensar en aquellos tesoros y en la compra de alguna cosita, por minúscula que fuera. Pensaba además en su difunta madre, que había trabajado alguna vez en el palacio y seguramente acariciado todos esos detalles y recuerdos. Eran tan hermosos. Todo lo que veía en su casa, en cambio, le parecía liviano. Su misma casa le resultaba ligera, mucho más que el lapicero de madera que permaneció en el ex congreso, y que era pesado, pesado como un peñón inamovible y que era tan inamovible que el senado seguía atrapado bajo el peso de ese portalápices.

9
En la media noche despertó Fresia Pérez. Recordó una caja de metal, no la cajita musical, sino una con hilos y un juego de agujas en su interior. Pensó que aquello, de seguro, no debía cargar una historia de esas, como la del portalápices del ex congreso. Se trataba de un cachivache doméstico, hecho para confundirse en la confección de otros bienes, menos significativo para la historia de Chile, la del palacio, la de Aconcagua y las experiencias de doña Fresia Pérez. Ese juego de hilos de colores, al interior de esa cajita de metal, sí, esa cajita sí. Los hombres públicos de la casa no le habrán dado importancia y las mujeres conocemos la utilidad de los hilos, su valor de uso, no de objeto en sí. Eso pensó Fresia Pérez y se alegró, se alegró porque por fin había descubierto una fisura en el bazar, un algo insignificante pero significativo para ella. Había que ir a comprar la cajita con el juego de hilos de colores en su resplandeciente entraña.

10
Pero encontró el palacio cerrado. No estaba el letrero tapando la ventana contigua a la puerta. Se preguntó si acaso el negocio habría concluido, que si la señora Fresia habría desistido de exhibir los recuerdos de familia, pero al oír un rumor de pasos detrás de las puertas, se atrevió a llamar. Y se entreabrieron.
La señora Fresia preguntó qué era lo que necesitaba. Fresia Pérez respondió, sin buscarle los ojos:
—Señora Fresia, ayer vi una pequeña cajita de metal con un juego de hilos de colores. Creo que si a usted no le molesta, me gustaría ver la posibilidad…
—¿Le llamó algún hilo la atención? —preguntó la señora Fresia, con la puerta siempre entreabierta—. Esa cajita de metal y ese juego de hilos pertenecieron a mi madre, a sus costuras, a sus bordados, usted sabe, pero creo que uno que otro hilo lo repuse yo hace unos años, en tal caso, podría yo… uno de esos hilos que repuse… sí. Pero pensándolo mejor —continuó— los hilos, por muy repuestos que hayan sido, forman parte de un conjunto y el conjunto es un recuerdo de familia que no puede… así que, usted me va a disculpar, pero hoy estoy indispuesta —y lentamente juntó las puertas.
Era temprano pero ya se oían los gritos del liceo. Fresia Pérez abordó un taxi y regresó a su casa. Una vez ahí se decía: al final los recuerdos se van recomponiendo con cosas nuevas, es obvio, y la señora Fresia, recompuso esos recuerdo a pesar que no todos los hilos hayan sido auténticos del costurero de su madre. Claro, tiene lógica. Y yo, qué bruta he sido de querer llevarme conmigo ese conjunto reconstituido por la delicadeza de la mente. Mira, Fresia, cómo vas aprendiendo a esta edad de las sensaciones humanas, que son como vestidos con sus encajes, con sus pliegues. Soy poco cuidadosa, soy como la elefanta Fresia en ese palacio, destrozo todo con mis movimientos, mis pensamientos, no sé, con todo lo que soy. Así se decía mientras se recostaba, se acomodaba, se acurrucaba y se dormía.

11
A las ocho de la tarde del día viernes, apareció su hijo. Su hijo, sin avisar. Sintió el motor de un vehículo que no era el de él. Salió a ver. Era un convertible, reluciente. Él venía acompañado de una mujer que Fresia nunca había visto.
—Mamita —le dijo él— ella es Belén y este es mi auto nuevo.
Fresia miró a Belén junto al convertible y pensó que ambos asuntos pertenecían a un mismo asunto, pero luego recordó que debía distinguir los distintos asuntos que hay mezclados en un mismo asunto. Recordó las lecciones recibidas del ejemplo de la señora Fresia. Besó la mejilla de Belén. Su hijo le besó la frente a Fresia.
—Y mira —le dijo— para ti.
Abrió una cajita al interior de la cual había un par de aros de perla.
Fresia se probó las perlas. Su rostro se iluminó. Belén sonreía en el mismo espejo. Era rubia y bronceada.
—Mamita —le dijo— voy a llevar a la Belén al restaurant.
Desapareció con ella. Se quedó Fresia mirando las perlas que había devuelto a la cajita.
Viéndolas ahí pensó que, al menos, uno de los hilos podría vendérsele y que un bazar donde, hasta el momento, todo era recuerdo de familia, de ex congresos, de costureros sagrados, le parecía una contradicción. Si los objetos estaban ahí a la vista, tras la palabra “bazar”, ¿por qué negarle su venta? Era entendible que la señora Fresia decorara su bazar con sus recuerdos, pero ¿hasta dónde podía entorpecer el negocio y el tiempo de sus clientes ofreciendo artículos que en realidad no estaban disponibles, sin aclarar cuáles? Estaba un poco molesta, miraba y miraba las perlas, se las ponía y se las sacaba, las devolvía a la cajita y las volvía a sacar. Era ya muy tarde y su hijo y la tal Belén no regresaban del restaurant. Decidió volver al bazar, al día siguiente.

12
Despierta, recordó que entre sueños había oído la voz de su hijo que le besaba la frente y le decía que regresaba a Santiago. No le importó tanto. Se levantó, tomó desayuno, se puso las perlas y se dirigió al palacio, bazar, museo o lo que fuese.
Encontró las puertas abiertas de par en par y vio salir a una mujer. La detuvo y le preguntó:
—Y usted ¿qué compró?
—La señora no se atreve a vender —dijo la mujer casi sin detenerse.
Fresia Pérez entró, siguió el largo pasillo, llegó hasta la sala. Ahí estaba la señora Fresia, sentada en el sillón Luis XIV. Cuando vio entrar a esta sombra, se puso de pie, pero volvió a sentarse inmediatamente.
—Señora, Fresia —le dijo— quiero comprarle uno de los hilos de la caja.
—Bueno —dijo ella— habría que averiguar cuáles fueron los que repuse yo.
Abrió la hermosa caja metálica. En su interior estaban los hilos de colores, como golosinas prohibidas.
—Veamos —iba diciendo— el rojo estaba en la caja original, el negro también, el azul, claro que sí, el verde estaba, el amarillo estaba, estaba el gris… Esta fábrica de hilos ya no existe… Estaba también este, cómo se llama este color, bueno, no importa, me acuerdo que estaba. ¿Cuál repuse?, no sé, quizá el blanco.
—Me llevo el blanco —dijo Fresia. ¿Cuánto sale?
—Mira —le dijo la señora Fresia—, estas cosas no las… me entiende. Antiguamente uno decía te cambio este por eso. Eso hacíamos, nada de meter… eso entre medio. Eso es de los árabes, gente que lleva liviano en el camello. Las cosas pesadas se intercambian, es lo que se hacía.
Fresia entendió que aquel hilo blanco, blanco más imposible, no tenía precio. Que debía ser permutado por algo suyo.
—Este hilo blanco parece que es también original, pero no sé, siendo sincera, ante la duda…
—¿Ante la duda? —preguntó la otra Fresia.
—Se lo podría cambiar por algo parecido, algo blanco.
Y las dos perlas en las orejas de Fresia se volvieron tan blancas como el hilo.
—¿Esas son fantasía? —preguntó la señora Fresia.
—No creo —dijo Fresia.
Se los sacó. Se los entregó a la señora Fresia.
—Fantasía —concluyó Fresia—. Porque las perlas son lo más pesado que hay en el mar.
Fresia sintió que la señora Fresia estaba dispuesta a intercambiar el hilo por las perlas de fantasía. Por muy de fantasía que fuesen, el trato le pareció descabellado. Para no tener que decirle que no, dijo que estaba apurada, que otro día volvería y comenzó a retirarse.
Cuando salía ya a la acera, escuchó la voz de la señora Fresia que la llamaba por su nombre.
—Fresia —le decía— estoy muy ida, pero ayer, ¿sabe? me acordé de su mamá.
Fresia se volvió.
—Pero claro, si yo me llamo Fresia por usted, porque mi mamá a usted la conoció —dijo Fresia toda reconfortada.
—Sí, sí —dijo la señora Fresia mirando hacía la ventana— me acuerdo de ella, me acordé ayer, mientras miraba la caja con los hilos, porque ella parece que sí, parece que le ayudaba a coser a la mamita.
La casa tembló bajo el motor de una micro. Fresia no supo qué decir. Caminó hasta su casa, y mientras caminaba iba imaginando a su madre, junto a la madre de la señora Fresia, en remotos tiempos, con la caja de hilos abierta, enhebrando agujas, bordando. Quizá llegasen a ser buenas amigas. Esos hilos significaban tanto, entonces, era un recuerdo para Fresia, el recuerdo de su propia madre. Ese hilo blanco, ese hilo blanco era el único objeto que podía ser extraído de esa casa, ese palacio abierto en que nada se hallaba disponible porque todo tenía un enorme peso, ese hilo estaba bordado en los sentimientos humanos más delicados. Solamente ella, Fresia Pérez, que se llama Fresia por doña Fresia, había descubierto aquel único objeto entre el mar de ellos, que no estaba a la venta para todo el mundo, sino que exclusivamente para ella, pues podía serle permutado, permutado por esas perlas, esas perlas que su hijo le trajo de regalo, pero que quizá no fuesen tan valiosas, quizá valían lo que valía la tal Belén (originalmente adquiridas para ella), o sea, quizá pesaban poco, o acaso menos que el hilo blanco, el hilo que unía a esta Fresia con esa Fresia, a estos Pérez con esos Pérez, lo único que había salido a flote.

13
El hilo blanco me volvió reconocible, nos reintegró al palacio. Qué se cree esa Belén, toda rubia y bronceada, para acaparar a mi hijo y sus recursos, y de paso contentarme con perlas livianas, que se las lleva el viento, en vez de hundirse en el fondo del mar. Perlas regaladas al pasar, por cumplir, elegidas sin ningún esmero, en un local donde todo está a la venta, nada se intercambia, nada forma parte de los recuerdos.
Así se decía Fresia mientras se preparaba para salir al palacio Pérez, donde su madre alguna vez había bordado a la par de la señora Pérez, señora del senador bajo cuyo portalápices no se movió el ex congreso nacional.

14
La señora Fresia estuvo a punto de afirmar categóricamente que aquel hilo blanco pertenecía a los hilos más originales de la casa, del costurero materno, que era un recuerdo de familia, pero Fresia le recordó que, el día anterior, habían estado a punto de intercambiar ese hilo por las perlas blancas. Que todo era blanco en ese asunto. Se lo recordó y la señora Fresia pareció recordarlo.
Al despedirse, celebrado el negocio, Fresia le dijo:
—Ha sido un gusto. Ambas nos llamamos Fresia Pérez.
—Un mismo sonido, pero no una misma sangre —dijo la señora Fresia volviendo al pasillo.

15
El hilo blanco no hacía peso extra en la cartera. Ni era tan blanco. Fresia lo puso sobre la mesa, el velador y se veía tan solitario. No era tan distinto de otros hilos que había en su casa. Se repetía Fresia que ese hilo tenía historia, una historia que ella debía ser capaz de contar e imponer. Pero no había nadie a quien contarla, nadie la visitaba. Su hijo no llamaba, estaba muy ocupado en Santiago. Haber permutado esas perlas preciosas por un común y silvestre hilo “Cadena” era una torpeza inexcusable, su hijo jamás la perdonaría. Él había ido a la universidad, se había esforzado, había logrado ser profesional, y ahora la colmaba de regalos, esos aros de perlas entre ellos, y ella, ¿qué hacía? Iba y los cambiaba por hilo de coser, que se compra en cualquier paquetería. Decidió ir al palacio. Caía la tarde, lo halló cerrado. Golpeó las puertas, también la ventana. Se entreabrió.
—¿Qué necesita? —preguntó la señora Fresia.
—Quiero deshacer el trato. Le devuelvo el hilo blanco y usted me devuelve las perlas.
—¿Qué hilo? ¿qué perlas?
—El hilo de su madre.
—Ah… las perlas de mi madre. Esas son un recuerdo de familia, es imposible.
—Esas eran mías hoy en la mañana.
—Dios mío, esas son un recuerdo de familia, vienen desde mi tatarabuela, desde la colonia, son finísimas —susurraba— y no se diga más. Me estoy enfriando.
Fresia cerró.
—Falta el hilo blanco en la caja —quiso alcanzar a decirle Fresia, pero el palacio se había transformado en un castillo, en una fortaleza inexpugnable, y ya anochecía. Volvió a la casa, cabizbaja, con el hilo entre las manos.

16
Soñó con un hombre vestido de buzo en cuyos ojos creyó ver a su hijo. El buzo se sumergía en un océano repleto de seres acuáticos violentos que intentaban retenerlo. Supo entonces que aquel héroe acuático se sumergía hasta el fondo del océano entre aquella multitud, en busca de sus perlas y que ella se quedaría ahí esperando, a la orilla del inmenso dios Neptuno.

17
A las una de la madrugada repicó el teléfono. Era su hijo. Por la voz, estaba ebrio.
—Manuel, ¿bebió? ¿por qué?
—La Belén.
—La tal Belén.
—Sí, eso, es una tal Belén.
—Manuel, usted no habla así.
—Es una puta y una ladrona.
Fresia se sonrió y se sobresaltó a la vez.
—¡Pero cómo dice eso!
—Solamente le interesa mi plata. Y le encontré una boleta. Los aros de perla eran falsos.
Fresia volvió a sobresaltarse. Sonrió más.
—¿Falsos? ¿Qué tanto?
—Le pasé plata para que los comprara, en señal de confianza, porque las mujeres saben las cosas que les gusta a las mujeres. Compró unas porquerías y se dejó la plata. Además de ser una puta. Perdóneme, mamita.
—Eso estaba claro desde un comienzo, pero lo de las perlas…
—Perdóneme.
—Mire, Manuel, lo que pasa es que en el palacio Pérez…
—¿Qué palacio?
—El que está frente al liceo.
—Esa cagá es con suerte una casucha de perro, que no está pintada con pintura, sino con la caca de las palomas que la tienen reluciente de tan sucia. A usted tengo que llevarla a Estados Unidos para que conozca palacios de verdad y se deje de hablar así, de mirar boquiabierta vertederos de basura.
—Bueno, si hasta usted me engaña con aros de perla que no son perlas, ¿qué queda para los palacios?
—Perdóneme, mamita.
—Eso le pasa por no hacerme caso.
—Lo que usted quiera.
—Venga a verme mañana.

18
Fresia y Manuel bajaron al centro en el convertible. Fresia iba repitiendo.
—Yo me bajo a tomar un helado, usted va al palacio y entra, mira lo que está en venta y le pide la cajita. Cuando usted abre la cajita, le hace notar que falta un hilo blanco y usted dice que está todo incompleto. ¿No se le va a olvidar?
Pero cuando iban acerándose, vieron volviendo el carro de bomberos, a los estudiantes, a los punks en la acera y a la gente comentando.
Un concejal decía:
—La responsabilidad es del alcalde, porque se le dijo mil veces en el concejo que se necesitaba una casa de la cultura para la juventud, para que la juventud no se vaya hacia la droga, y se propuso este palacio, pero no hubo voluntad política para adquirir el palacio estando los recursos. Y ustedes ven ahora que la señora hace unas semanas empezó a hacer como que tenía un bazar.
Fresia vio que donde había estado el palacio había ahora un esqueleto negro y humeante.
Un hiphopero cantó:
—Ahora es la casa de la incultura.
—No se rían —dijo el concejal—. La señora que la habitaba no sabía lo que tenía y ahora la comunidad paga las consecuencias.

19
Las risas se agriaron y se hizo uno de aquellos silencios de los que en todos los tiempos se han servido los pensamientos en voz alta. Mientras en torno suyo las palomas se inclinaban, dijo:
—¿Quién responde por esto, por esta invaluable pérdida? ¿Cuándo volveremos a lucir un palacio, si ya no se edifican estos recintos del antiguo orden? ¿Quién cuidará del futuro si nadie cuida del pasado? Los pájaros emprenden el vuelo, los árboles abandonan las aceras, la droga los reemplaza, mientras los gases y los polvos envenenan el agua y el aire. ¿Por qué somos incapaces de limpiar la pecera en que tenemos hundida la cabeza? ¿Por qué desaparecen los palacios? Me acuerdo de un verso de don Calderón de la Barca, que memoricé en el liceo. Decía: “un palacio tan breve”, y no me acuerdo qué más… Ahora pienso que el palacio puede ser breve. Siempre me llamó la atención que mi abuela bordara con hilos cuya marca era “Cadena”. Qué pena y qué alegría invadíanme al hallar los carretes sin sus cadenas de colores. Todos bordamos con el mismo hilo de la vida, y el que se jura libre porque tiene su costurero propio, no reconoce sus cadenas, no en razón de que no las cargue, sino porque no las agota en los bordados. Y si toda casa es un bordado, todo palacio es una casa también.

20
Pero ya nadie lo escuchaba. Solo las palomas merodeaban a su alrededor, como pretéritas hadas grises que al igual que el resto de los animales ya no sabían hablar la lengua de los locos, menos consultar a cuál calle se había trasladado el viejo palacio, el blanco palacio en que habían venido a este mundo.

***

Joaquín Trujillo Silva (Viña del Mar, Chile, 1983) Escritor y académico. Ha escrito novela, cuento, poesía, teatro y ensayo. Hasta ingresar en la Universidad de Chile, vivió en el Valle de Alicahue, en cuya escuela rural recibió su primera educación. Comenzó escribiendo en revistas universitarias y electrónicas, pero ya en 2003 Ediciones del Temple y la UDP publicaron su pieza teatral «Ema Fumante o la Nueva Gog derrumbada». Su último libro es la novela Lobelia (RIL, 2017). Se desempeña como profesor invitado de las universidades de Chile y Santiago de Chile, y como investigador del Centro de Estudios Públicos.