Santos de mi devoción

Por Bernardo González Koppmann

“Nadie se duerme en el carro que lo lleva al cadalso.”
John Donne

I

Roberto Rivera (Santiago, 1950) pertenece a la generación de los 80, cuya temática y estilo centrado en el ser humano y sus avatares socio-políticos marcados a fuego por el golpe de estado cívico-militar de 1973 -no exentos de un cierto existencialismo descarnado y desinhibido- nos viene a proponer una escritura bastante interesante de leer y reflexionar. Manos a la obra.

Es bueno situar a RR como un narrador que experimentó gran parte de las secuelas de la dictadura en carne viva. A saber apagón cultural, persecución y exilio de artistas y pensadores, nulo apoyo editorial, censura y autocensura, surgimiento del individualismo que gangrena la fraternidad al interior de los círculos literarios, formación de talleres, camarillas y circuitos indiferentes ante la violación sistemática de los derechos humanos, pauperización de los creadores de todo cuño, crítica sesgada, junto a la desaparición del estado como agente cultural mientras el lucro, a pequeña y gran escala, va imponiendo un particular estilo de vida hasta los rincones más insospechados de nuestro país; en fin, todo ello fruto de la irrupción del neoliberalismo como un sistema perverso que se enseñorea y atomiza las prácticas habituales de poetas y prosistas configurando un nuevo modus operandi mercantil al momento de hacer arte, específicamente literatura en nuestro caso, con ferias usureras, tópicos sonsos, faranduleros y clasistas, altos impuestos al libro, becarios y ganadores de concursos más que sospechosos, origen y germen de una fauna literaria que afila sus fauces en una selva ambigua, enajenante y caótica -entre bufones trepadores y paladines del negacionismo; ver caso Ampuero, por ejemplo- que aún no termina de decantar, dando al traste con toda una tradición cultural que se venía consolidando en las últimas décadas como un movimiento cultural transversal, con hondas raíces populares. Se había consolidado en Chile por esos años una expresión artística contundente con identidad latinoamericana, que se enseñoreaba por todo lo alto y ancho de la patria grande con figuras rutilantes como Pablo de Rokha, Pablo Neruda, Nicanor y Violeta Parra, Víctor Jara, Patricio Manns, los Inti, los Quila y una lista interminable de exponentes del arte y la cultura en esta recta provincia del sur del mundo de la cual hasta el más humilde habitante se sentía orgulloso. Así estaban las cosas, hasta que una mañana todos estaba ardiendo.

En medio de este panorama perturbador, sin embargo, va a resistir a contracorriente una tendencia más irreverente de cuentistas y novelistas que, consecuentemente, hasta nuestros días se mantiene de bajo perfil. RR -entonces- no claudica y junto a jóvenes escritores (por esos años 70 y 80) como Jorge Calvo, Leandro Urbina, Ana María del Río, Pía Barros, Diego Muñoz, Ramón Díaz Eterovic, Antonio Ostornol, Lilian Elphick y otros persisten en seguir escribiendo a escala entrañablemente humana.
Esta camada o promoción NN se constituye más temprano que tarde en el Colectivo de Escritores Jóvenes y empiezan a organizar eventos como “Encuento”, en el Instituto Cultural de Francia, o “Todavía Escribimos”, en el Café Ulm, estamos hablando del año 1986, donde leen alrededor de 150 bullentes y promisorios literatos en el desacostumbrado lapso de una semana. La Sociedad de Escritores de Chile a su vez, a cargo de Luis Sánchez Latorre, daba por esos mismos días franca batalla para la recuperación la libertad de expresión y la dignidad cívica y personal de todo ser humano. Eran tiempos difíciles, qué duda cabe. Recordar es volver a pasar por el corazón.

RR apenas se instala la dictadura busca asilo político en Argentina, donde va a vivir entre los años 1974 y 1984; a su regreso del exilio se integra al taller de narrativa de José Donoso. Nos hallábamos por esos días enfrentados a una agitada vida económica, social y política bajo la férula de Pinochet; eran los tiempos de la Vicaría de la Solidaridad y Nuestro Canto, de Radios Chilena, Cooperativa y Moscú con su magnánimo programa Escucha Chile, de Revistas Cauce, Análisis, Hoy, Punto Final, del semanario El Siglo aún clandestino, de Diario La Época y Fortín Mapocho, época en que se producen las masivas jornadas de protestas por el retorno a la democracia. De ahí viene esta literatura díscola que nunca se acomodó con malas artes a los nichos de poder de la academia ni de las universidades elitistas que, desde entonces, iban a surgir al por mayor en los principales centros urbanos del país.

II

“Santos de mi devoción” es un conjunto de ocho cuentos irreverentes, turbulentos, donde RR con ojo de águila planea sobre la nueva realidad postdictadura que se va plasmando en la metrópolis mapochina; así nos revela -a veces con cierta dosis de humor y sarcasmo- las contradictorias existencias de seres humanos que intentan adaptarse a la emergente sociedad de consumo, a lo desechable, al destape sexual que irrumpe a todo full, a la corrupción, a las ansias de poder, al arribismo de los nuevos ricos, al crimen organizado.

Todo este desfile de personajes -que van desde los seres marginales más sórdidos, pasando por humildes vecinos clasemedieros, fachos pobres, nuevos ricos, hasta desenmascarar los turbios intereses de cuicos sonsos y banales- cargan sus contradicciones y desventuras arrastrando pequeñas hazañas cotidianas o derrotas predesiblemente atávicas, y se pasean por estas páginas pudorosos e incrédulos de lo que ven y experimentan, como niños con juguete nuevo. Aquí el autor echa mano a su llave maestra al momento de narrar; la socarronería del que sabe, del que tiene calle, como así también a un cierto humor algo descarnado, irónico, pero siempre tratando a sus protagonistas con un humanismo sincero, entrañable, a prueba de balas.

Dos motivos vienen a manifestarse con más ahínco que otros en estos relatos; por una parte, el erotismo desatado que da cuenta de un superlativo destape a la chilena vivido durante esos turbios años donde el libertinaje abría las puertas de par en par al todo vale, y, por otro lado, la forma de trepar económica y socialmente de los cuescos cabreras o pequeños jaguares usando cualquier artimaña, incluso negando lo más sagrado o vendiendo a sus propias madres. Entre estas variables empezaba a navegar el país. Los seres y los artefactos -cachureos y chucherías varias- desde ahora se van a ir relacionando con una complicidad no conocida antes, donde la prosperidad material y sus veleidades hedonistas y sibaritas campearán en la gran urbe con sus luces y sombras, sus asimilaciones culturales a ultranza y choques generacionales ya insalvables conformando una colectividad o masa pasiva, indiferente, ignorante dada al disfrute de los sentidos, sin el menor atisbo de trascendencia, prácticamente como chanchitos en el barro. Así las cosas hasta hoy y quizá hasta cuándo.

El estilo de RR -sin embargo- es tenue, sutil, profundamente humano en la contingencia; contempla con cierta piedad a estos pobres diablos, en medio de sus propios infiernos. Es notable como capta detalles, gestos, nimiedades que pasan perfectamente desapercibidas para cualquier mortal transmutando lo rutinario en algo extraordinario. Su prosa se llena de lugares comunes que se van convirtiendo por influjo de la palabra en momentos y seres maravillosos, aunque estén con la soga al cuello. Toma los aparatos y artilugios de todos los días, a la manera de Carver, pero sin recurrir -o bordeando levemente- el realismo sucio de Bukowski, y los eleva a categoría metafísica.

roberto rivera vicencioEn suma, sabe el autor expresar las contradicciones a las que nos somete nuestra vulnerable condición humana, hermosas debilidades que nos permiten vivenciar azares y zozobras cuando ya todo parecía irremediablemente rutinario, predecible, por no decir vacío. Movida maestra de RR al proponernos, sin alardes ni mesianismos, una manera distinta de resistir la llegaba de los bárbaros con ingenio, con capacidad de asombro, con esa franca y lozana ternura tan despreciada por los defensores del orden y las instituciones, así ellas nos fueran impuestas con la pistola al pecho.

Se agradece -a estas alturas del partido- una escritura de tales hechuras que, sin autobombo ni parafernalia, nos ha dejado con una leve sonrisa en los labios y una pequeña esperanza de que no todo está perdido por estos parajes posmodernos del morbo duro y extremo.

“Santos de mi devoción”,
de Roberto Rivera
Simplemente Editores, Santiago, 2010, 104 páginas.

Fuente: Cactus Cultural