Antonio Rojas Gómez
Editorial Forja, 71 páginas.
A Poli Délano le gustaba repetir que la gran diferencia entre el cuento y la novela es que ambos son una pelea, pero la novela se gana por puntos y el cuento hay que ganarlo por nocaut. El que lo dijo primero, según Délano, fue Julio Cortázar. Pero yo me permito disentir con tan ilustres predecesores en el mundo de las letras, pues a mí este libro de Lorena Ladrón de Guevara me fue ganando por puntos y round a round –o cuento tras cuento- me vapuleó hasta dejarme tendido en la lona para la cuenta de diez.
Once rounds dura este combate. Y la ganadora va haciendo gala de recursos pugilísticos disímiles, variedad que solo exhiben los auténticos campeones. El primer cuento, por ejemplo, está escrito en segunda persona. El narrador le habla a su hermana. El tercero en discordia –esto es el lector- se va enterando de forma progresiva de la trama. Y sabe que el hermano mayor le prometió a su madre, al momento de transitar ella a dimensiones que nos son desconocidas, que nunca dejaría de cuidar a la niña. Ahora, yo no les voy a decir cómo la cuida. Lo averiguará cada uno de ustedes al leerlo.
Y después de leerlo, tras la breve pausa indispensable para recuperarse del mandoble recibido –uso la palabra mandoble en su alusión de bofetada-, vuelta al centro del cuadrilátero para encontrarnos con una rival que ahora cambia su ataque de manera fundamental. Nos enfrentamos a doña Jovita, mujer mayor que atiende un almacén de barrio y cuya fascinación consiste en ver teleseries, de las más cebollentas –palabra que también registra el diccionario en el sentido de lacrimógenas-. Pero en la teleserie de su vida diaria surge su hija adolescente con un embarazo no deseado. ¡Pobre doña Jovita…!, más pobre aún que su hija.
La tía Ema, del tercer round, es mucho más vieja y ha pasado toda su vida en el campo, hasta donde llega a visitarla desde la capital una sobrina joven. Aquí surge claro el conflicto generacional y cultural. Que se traduce en desacuerdos perturbadores de las situaciones más simples y cotidianas. La chiquilla joven procura resolver los desacuerdos llevándole a la tía Ema un ramo de camelias perfumadas. Y no se van a imaginar de qué manera la vieja zanja las diferencias…
Al cuarto round entramos vapuleados por tan sorpresivos ataques. Pero no hay mujeres mayores esta vez, sino una joven que se considera a sí misma apetecible para los muchachos, a la vez que temerosa de ellos. Y es que se le ocurre meterse a una población marginal en busca de una modista, y lo que le sucede está más en su mente afiebrada que en la realidad objetiva.
Esta forma de imaginación descontrolada que nos hace dudar de lo que parece tan claro por presentarse visible y tangible, está presente también en otro cuento, en el que una muchacha pasa la noche con un galán que sus amistades no visualizan. Lo pasa harto bien. Pero uno no sabe si ocurrió o no pasó de ser un sueño.
Bueno, son once episodios distintos. Entre ellos hay también un minicuento, género que está tan de moda y dura apenas una página. Pero yo no voy a detallar cada uno de ellos porque me acusarían de latero, grave ofensa para un escritor.
Solamente les voy a decir que para mí, como lector, el libro iba creciendo en intensidad y me convencía cada vez más. Es un libro breve, que se lee de una sentada. Y cada cuento resulta más cautivante que el anterior. Acaso los más logrados sean los dos últimos. “Música añeja” es de esos relatos que no se olvidan. La mujer que decide tomar clases de piano por una razón tan irracional, si se puede decir, como haber encontrado una billetera botada en una esquina, es un personaje con el que cualquiera de nosotros se puede identificar. ¿Acaso alguien alguna vez no ha tomado decisiones absurdas por motivos inexplicables? Hay aquí una percepción muy sensible de la naturaleza humana. Y cada detalle revela hechos mínimos, que a cualquiera pasarían inadvertidos, pero que la sensibilidad de la autora capta y entrega al pasar, simples datos insignificantes, como la fotografía del ex marido de la anciana profesora de piano, que se parecía a Carlos Gardel. Y que al final del cuento reaparece en otra fotografía idéntica del mismo personaje, pero en el lugar más inesperado, después de que ya parecía olvidada por la autora y el lector.
El último cuento, “Papel crujiente y frío”, está escrito en primera persona por una niñita que está enferma, muy enferma. Ella por supuesto ignora su gravedad, de la que nos vamos enterando a través de los detalles que ella anota, sin tener conciencia de lo que significan: las lágrimas de la madre, el camino al hospital público, la espera dilatada hasta que el doctor las hace pasar, la humanidad del médico, presente en gestos y palabras mínimas, la satisfacción de la niña porque no hay camas para internarla, por lo que tendrá que volver a su casa. En fin, nada del otro mundo, al revés, algo muy presente en el mundo nuestro, que sucede cada día y en lo que no paramos mientes por reiterado, por conocido, por enarbolado como lábaro o bandera de lucha en situaciones que terminan por hartarnos. Y que aquí, con un sensible toque de humanidad, nos conmueve como pueden hacerlo las obras de arte auténticas.
El cuento, decía Poli Délano, citando a Cortázar, hay que ganarlo por nocaut. Pero yo no hablo de un cuento, sino de un libro de cuentos. Y honestamente declaro que el libro me ha ganado por nocaut.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…