Editorial Ficticia, México, 2016, 86 pp.

Por Diego Muñoz Valenzuela

 

Fernando Sánchez Clelo, escritor y profesor, se da maña para desempeñar en paralelo sus trabajos creativos en el ámbito de la minificción, académico como maestro y estudiante de doctorado en literatura hispanoamericana de la Benemérita Universidad de Puebla. Realiza además un interesante trabajo y editorial y explora el universo en desarrollo de la interacción entre la minificción y lo gráfico.

Antes del libro que nos ocupa, Sánchez Clelo ha publicado los libros: No es nada vivir (2005), Jauría (2007), Cuentomancia (2008), No se acaban las calles (2011) y Ficciones a contrapunto (2012). También ha desplegado una recurrente actividad como antólogo del género brevísimo, además de talleres, conferencias y trabajo de difusión.

Un reflejo en la penumbra representa un interesante guiño al género negro o neopolicial, ya que explora este territorio desde la minificción, a través de un conjunto de narraciones breves que actúa como enjambre y con una fuerte columna vertebral temática- estructural, ambiental y con personajes comunes.
Un común denominador del volumen es el protagonista -detective privado, imagen del antihéroe- llamado Buck Spencer (que me resuena a otro héroe, esta vez del mundo del comic de la ciencia ficción, Buck Rogers). El narrador mexicano Hernán Lara Zavala, en su prólogo al libro, pinta un buen retrato del detective: “un tipo “duro de pelar”, irónico y solitario, instalado en su sórdida oficina -en donde hay un perchero del que cuelgan una gabardina y un sombrero, y él carga un revólver bajo el brazo- donde recibe a sus clientes y enemigos para que les resuelva algún caso”.

Las minificciones no son brevísimas, sino que más bien se extienden -en general- más allá de una página, sin sobrepasar la segunda. Los textos son independientes y no existe en ellos una secuencia que señale una intención de trama interconectada que podría convertirlo en una micronovela, asumiendo que existe tal categoría. Sin embargo, como señala Lara Zavala, “da la sensación de que el libro es realmente una novela”. Así entonces adquiere una condición híbrida que resultará interesante para los estudiosos que deben hacerse cargo de esta clase de experimentos de los autores, para poner a prueba la forma en que la teoría literaria responde por sobre las taxonomías establecidas (en necesaria mutación constante).

La estética tiene mucha ambientación propia del comic (piénsese por ejemplo en el mundo de Dick Tracy), con una variada fauna de personajes grotescos e inquietantes que animan por sí mismos las historias, entramando la sátira con lo más tenebroso del submundo delictual. El lector conocerá al Cerdo Harry, Gregor el Apestoso, Chacal y otros seres propios de una galería lúgubre y ridícula, así como una serie de mujeres bellas y sensuales que equilibran la sordidez.

Primera llamada, primer texto del volumen que reproducimos a continuación, por cuanto resulta sustancial para la configuración del personaje central: Buck Spencer. El retrato nos conecta rápidamente con los arquetipos de la novela negra. Spencer conoce con claridad su propósito en la vida, lo acepta y no reniega de él; asume su destino con una mezcla de frialdad y resignación, con estoicismo. En las últimas líneas hace una especie de cita al tango Cambalache, suerte de síntesis del trastocamiento de valores y roles que reina -por desgracia- en nuestra contemporaneidad, al parecer sin trazas de salida.

Primera llamada

No tuve niñez, no la recuerdo. No la quiero. Mi vida comenzó cuando escribieron en el cristal de mi puerta: “Buck Spencer: Detective Privado”. Tengo la funda de mi revólver bajo el brazo derecho, un cigarro colgando perpetuamente de mis labios y las sombras de las persianas tatuadas en la espalda por las luces de neón del Motel Caribe. Desgraciadamente estoy satisfecho con lo que soy, a pesar del hambre, a pesar de las cicatrices en el cuerpo. Mi vida es una obra de teatro y yo sólo represento el papel de investigador privado. No sé por qué, pero tengo la sensación de que antes de nacer elegí actuar este personaje duro, solitario. Me caractericé antes de la primera llamada: maquillaje, vestuario, calistenia. Disfrazo a mi personaje con un sombrero y una gabardina que cuelgan del perchero, siempre me recuerdan a un ahorcado. La soledad me acecha entre la media luz de esta oficina que es mi escenografía predilecta. Aquí estoy, recostado en mi sillón, con los pies reposando sobre el escritorio de caoba, el humo de mi tabaco flotando alrededor y la cadenciosa música que me obsequia el saxofón de Illinois Jacquet. Las notas de Harlem Nocturne giran en mi tocadiscos. En esta obra de teatro cada quien escribe su papel protagónico; en su actuación, las personas se quejan de la vida porque olvidaron lo que eligieron ser, no recuerdan las escenas del guion, se vuelven lo que más odian: los poetas ahora son empresarios; los filósofos, periodistas corruptos; y los santos son telepastores. —Necesito de usted, detective. Encuentre al asesino de mi esposo —dijo la mujer de silueta de reina egipcia al abrir intempestivamente la puerta. Es hora de joderme la vida.

Y es hora también de conocer a uno de los integrantes más relevantes de la oscura galería que retrata este volumen: el Cerdo Harry, que se concibe a sí mismo como un esteta refinado del crimen. Es evidente la carga de ironía y el juego al estilo gore, que resulta divertido y -en un sorprendente y curioso sentido- encantador.

Impresión criminal

Cerdo Harry despreciaba las armas de fuego para cometer sus crímenes: eran demasiado rápidas. Él disfrutaba con la sangre salpicada en la ropa y los cuerpos con espasmos. Por eso, después de romper el ladrillo en la cabeza del policía, Cerdo Harry sacó una navaja de la cazadora y la elevó con ambas manos para hundirla justo al centro del pecho, pero se quedó inmóvil: esa pequeña arma blanca no expresaría todo el rencor que sentía por la Policía. Escudriñó con la mirada el callejón, descartó un tubo cromado porque intuyó que no causaría suficiente daño. Pensó que una barreta negra con destellos en azul eléctrico sería el arma ideal para la ocasión. En un primer plano, el rencor tendría que estar simbolizado con manchas de sangre, provocadas por los navajazos que dejarían expuestas las entrañas. El gris metálico de los botes de basura estaría en equilibrio con la tenue luz del foco que alumbraba el callejón. El contraste de colores no debía causar repugnancia, sino una atracción incomprensible a pesar de la imagen violenta. Soltó un quejido.

– Lo que cuesta ser un artista del crimen.

Cerrando estas líneas, en Un reflejo en la penumbra, Fernando Sánchez Clelo, exhibe sus dotes creativas en la minificción, aprovechando el escenario de la narrativa criminal, siempre fértil. Así, con sarcasmo y desenfado, pone de manifiesto su crítica al mundo que vivimos, y organiza un divertido juego de imaginación y observación desde la literatura.