Por Iván Quezada
—¿Cómo van a irse con José en auto? —incrédulo, Matías abrió los ojos como platos.
—¿A qué te refieres? —contestó alguien dentro del vehículo, quizás Mario (las lenguas del trío de pasajeros estaban traposas por el alcohol y sus voces se oían casi idénticas).
Matías insistió desde la vereda:
—José no puede conducir, está completamente borracho. Es verdad que siempre hace la gracia de chocar y salir ileso, pero ustedes…
Era de madrugada en la Plaza Baquedano de Santiago. Allí, de día y de noche, el tráfico de autos y personas era incesante. Tal vez había una agitación especial por ser sábado y porque la dictadura recién terminó hacía un año. Algunos adolescentes se creían libres para enrostrarle su miedo a quien se les cruzara.
Gritaban en las esquinas, se embriagaban en los tugurios o improvisaban una fiesta en el departamento de algún amigo. Pero algo no encajaba y no era sorprendente que dos desconocidos se mirasen, decepcionados, al cruzar la calle.
—Sube de una vez —dijo José, cabeceando—. Conduzco mejor borracho que sobrio. ¿Sabes? Me gustaría que me llevaran preso alguna vez. Odio tener tanta suerte.
Los beodos del asiento trasero se desternillaron de la risa. Matías, quien tampoco estaba sobrio, se mordió los labios y luego cerró de un portazo la puerta del copiloto.
—Yo no voy, he decidido no morir joven —declaró, acomodándose la bufanda, y después sus manos desaparecieron dentro de los bolsillos de su gabán. El invierno volvía más oscuros los fantasmales edificios.
—Morirás joven igual —esta vez, con certeza, fue Mario quien habló.
—¡Que alguien se pase adelante! —reclamó José—, no soy ningún taxista…
Mario obedeció a regañadientes, mientras Matías giraba sobre sus talones y desaparecía rumbo a un prostíbulo.
Mientras avanzaban hacia Avenida Matta, Mario recordó un sueño en que aprendía a conducir por la ciudad, confiando en las calles desiertas para esquivar a la policía. Las torpes maniobras de José le causaron inseguridad y lo miró a su lado: veloces muecas distorsionaban sus facciones. Tenía la boca abierta, esforzándose por ver la ruta. Quizás era corto de vista o estaba loco.
Los otros compinches eran Ernesto y el Gato Pacheco. El cuarteto tenía entre veintidós y veintitrés años de edad. Aunque estudiaban en la misma Escuela de Geografía, sólo eran amigos de borracheras. Se encontraban en los bares o fiestas universitarias por casualidad, y de inmediato hacían planes para alargar la noche. Les simpatizaban las drogas exóticas, pero no eran entusiastas. Preferían el alcohol y el tabaco. Sólo consumían alguna sustancia ilegal por la diversión de romper las reglas o la dificultad de conseguirla. Por ejemplo, dos veranos atrás coincidieron en una práctica profesional y una noche compraron una caja de pastillas de dieta en una farmacia de turno.
El encargado de la proeza fue Ernesto, con su cara larga (dibujada por El Greco), su gesto amable y su empatía con las personas. Desde su metro noventa de altura, parecía mirar compasivamente a los desdichados habitantes de este mundo. Pero no era distinto al resto, simplemente sabía ocultar su confusión. Con el tiempo perdería su destreza, pero en la noche de la farmacia estaba en la plenitud de sus capacidades y se puso en la fila con el ceño fruncido, simulando tener una esposa neurótica, que de madrugada lo mandó a comprar las píldoras para su régimen. Resultó: el farmacéutico incluso le dio una palmadita en el hombro.
—¿Por qué vas tan lento? —balbuceó el Gato Pacheco.
—¿Para qué me voy a apurar? —contestó José, volviéndose por unos segundos—, ¿no ves que la casa de este otro está cerca?
—Mejor mira para adelante —lo retó Mario.
Al rato, el Gato Pacheco sacó un cigarrillo de marihuana y se estacionaron en un pasaje a metros de calle Arturo Prat. Mario tenía la impresión de que se demorarían horas en llegar a su departamento.
—Esto es vivir… —dijo José, tras aspirar largamente el humo.
—Aguanta, no lo sueltes tan pronto —dijo Ernesto.
—¿Por qué estás tan callado? —volvió a hablarle José a Mario, ignorando los dichos de Ernesto— No estás fumando y casi no bebiste en el boliche.
José poseía dos cualidades, en apariencias, contradictorias: era inteligente e ingenuo. Su cabeza tenía la forma de una papa, en que sus ojillos eran dos puntos negros. Era blanco en invierno y moreno en verano, y siempre parecía nervioso. Pero, aún con su carácter absurdo, era un tipo que sabía obtener lo que quería de este mundo, es decir, dinero, trago y amigotes. Las mujeres venían por añadidura.
—Te estás poniendo viejo, Mario —se rio el Gato Pacheco.
—Hago caso omiso —guiñó un ojo y luego cerró ambos para colmar sus pulmones de marihuana.
Era un pasaje con edificios pegados a la vereda. Sus paredes alguna vez fueron blancas, pero la pintura ya no se veía con tantos rayados. Hasta hace poco eran consignas políticas, pero fueron reemplazadas por signos incomprensibles: era la nueva lengua de los marginales. Mario entendía su afán de incomunicarse, a veces también deseaba aislarse en su habitación, aunque, a la vez, le gustaba vagar por el centro de Santiago. De pronto, centró su atención en un árbol en medio del cemento, y pensó que así quería vivir ahora la gente.
—¡Qué feo es este barrio! —dijo el Gato Pacheco.
—Hay peores —replicó Ernesto—. ¿Te has dado una vuelta por Departamental? Allá sí que no hay una brizna de pasto. Es como vivir en un desierto.
—Luego cambiará ese barrio: echarán a los pobres y construirán edificios para profesionales jóvenes, con quinchos para que busquen esposas los fines de semana, desafinando en el karaoke —dijo José con una risita.
—No sé a dónde más podrían echar a los pobres —dudó Mario.
—Evidente: a la cordillera o a Argentina —volvió a reír José.
—Mejor abre tu ventana —le dijo Ernesto—. Ya no veo nada con el humo. Después de tu último choque no se pueden bajar las ventanillas acá atrás.
El Gato Pacheco se pasó una mano por la barbilla, mirando un punto en el vacío. Su silencio contagió a los demás. La débil luz del poste iluminaba sus mejillas, mientras el resto de su rostro estaba ausente, como en otro lugar. Venía de Curicó, en donde lo consideraron el estudiante más inteligente en muchos años. Hacía reír hasta las piedras con sus chistes, no había mujer que se le resistiese, pero el alcohol opacaba su brillante futuro. Ya empezaba a conformarse con la mediocridad que le imponía su vicio. Se miró en el casi traslúcido reflejo de su ventanilla y vio un gesto enérgico, dos ojos tenaces, las facciones de un descendiente de español (coronadas por una abundante cabellera negra) y se dijo que su derrota podía esperar otros años.
Se despabiló cuando vio venir a un anciano. Le pareció un vejestorio a punto de morir, encorvado y mostrando los dientes cada treinta segundos, calculó.
—Miren —dijo—, ése soy yo en unos años más —y soltó una carcajada.
—No sé por qué te ríes del pobre viejo —habló Mario—, tal vez es un veterano de una guerra y gracias a él no gobiernan los nazis en Chile.
—Pero gobernaron los fascistas, ¿eh? —repuso Ernesto.
—¿Qué esperabas? —alegó José— Los fascistas ganaron la Segunda Guerra Mundial, sólo que del otro lado: los pragmáticos, los enamorados del dinero más que de la raza.
—Te pones historiador con un poco de marihuana —se burló el Gato.
—¡Ustedes me hacen hablar!… ¿Qué tanto cambiaron las cosas ahora? Díganme.
Todos rieron y, al rato, no necesitaron ponerse de acuerdo para irse.
Mario era el más bajo del grupo, un metro setenta de estatura. Nació en Valparaíso y echaba de menos el mar. Sin embargo, creía que Santiago era una playa seca. Le recordaba un balneario abandonado en la costa entre Valparaíso y Viña del Mar, por cuyo centro después contruyeron una autopista. Siempre había sido esmirriado, con poca fuerza, aunque tenía una formidable voluntad. Para casi todo era racional, salvo con su vocación. Era un privilegio, la mayoría de las personas no sabían qué hacer con sus vidas. Quizás por eso le decían que no fuera escritor. La cantinela iba de «pasarás hambre» a «¿y cómo sabes que tienes talento?». Se olvidaban de que una vocación siempre es algo difícil de hacer.
Su departamento era pequeño, pero Ernesto comenzó a vagar por las habitaciones como un fantasma en un castillo. José y el Gato Pacheco, en el recibidor, se enfrascaron en una absurda disputa sobre las bondades de las mujeres feas en comparación a las bonitas. De pronto, a Mario se le metió en la cabeza que tenía algo en el pelo, fue al baño y en el espejo comprobó que aún estaba a salvo de las canas. Se puso un poco de gel, sus mechas negras adquirieron un «desorden» calculado y salió donde sus amigos sin recordar por qué se había alejado.
—¿Alguien más tiene hambre? —dijo Ernesto, apareciendo desde la cocina con un pan.
—No sé cómo vives aquí, Mario —rezongó el Gato—. Este lugar parece una cueva. ¡Cuánta humedad! Además, es oscuro.
—Me gustan los departamentos tenebrosos —mintió Mario, sentándose en el sofá—. Los de los primeros pisos son así. Este es peor, porque queda al fondo de un pasillo.
—Un «corredor lóbrego», como diría un escritorcillo —sonrió José.
—¿Nadie más tiene hambre, en serio? —insistió Ernesto, mirándolos extrañado.
Sus amigos rieron, mientras el aludido arrugaba el ceño.
—Me haré un bistec y luego escucharé las idioteces de que hablan.
La cocina era un cuarto pequeño, adosado al living, con una pequeña ventana. Puso manos a la obra, olvidándose de su borrachera y al poco rato le saltó una gruesa gota de aceite en el brazo.
—¡Me quemé, por la mierda! —aulló de dolor.
Mario se asustó y tuvo la idea de ponerle espuma de afeitar en la herida.
—¡Qué haces, so idiota! —volvió a bramar Ernesto.
Mientras tanto, José y el Gato se reían a sus anchas, a la vez que destapaban una botella de whisky y otra de cerveza. José tenía en mente un desafío.
—Ya cálmense, par de humoristas —dijo Pacheco—, sólo es una pequeña quemadura.
—Se nota que no es tu antebrazo —se quejó Ernesto, yendo hacia un sillón, con la herida cubierta por una gasa.
—Miren —empezó José—, la idea es beber un corto de whisky y luego un trago largo de cerveza. Tres rondas seguidas y después se verá quién es más duro.
—No me imagino más ebrio de lo que estoy —dijo Mario, en un silbido.
—Siempre se puede estar más borracho —replicó José.
Salvo José, nadie más quiso hacer semejante tontería, ni siquiera el Gato Pacheco, el más proclive a pasarse de la raya. Pero, finalmente, todos acataron la orden y comenzó el mismo Gato.
Cuando completaron la ronda, no les quedaban ganas para una segunda. La mente de Mario era un espejo roto. Fue por un libro a su dormitorio, trastabillando, con la esperanza de recuperarse leyendo un poema. José las emprendió contra su mala suerte, reclamándole a su padre, quien se la habría heredado.
—¡El viejo se casó con una mujer que no amaba! —elevó la voz— Y después me echó la culpa a mí. Pero… ¿quién lo mandó a dejar embarazada a ese adefesio?
A Ernesto la borrachera, combinada con el dolor por la quemadura, lo hundieron en la nulidad. Se estiró cuan largo era en el sofá, desalojando al Gato Pacheco por un costado, y se durmió agarrando firmemente un vaso.
—No podemos dejarlo así —dijo José, en un rapto de lucidez—. Voy a quitarle ese vidrio.
Mario observaba divertido la escena, sobre todo cuando Ernesto abrió los ojos por un segundo, mirándolos con hostilidad y luego su cabeza cayó destruida.
El monólogo de José, en el centro del living, siguió por sus fueros:
—Siento odio y amor por mi auto. Me gusta que mis amigos me envidien por tener uno, pero siempre algo sale mal. Quizás porque conduzco ebrio, pero así he llegado a ser un gran chofer. Salvé el pellejo en situaciones imposibles, cuando sólo veía sombras en el camino… Pero no es culpa mía. Todos mis amigos son unos beodos y yo no puedo ser menos. Los tengo que llevar a sus casas y después volver a la mía. Para colmo, al día siguiente me critican. ¡Dicen que pongo en riesgo sus vidas!
—Corta el rollo —intervino el Gato Pacheco—, nos estás dando la lata. Eres el único que conozco que lo asaltaron llamándolo de un lado a otro de la Alameda. ¡Son cincuenta metros de carretera y tú caíste en la trampa! Te buscas la mala suerte, estás maldito.
De pronto la memoria de Mario se detuvo, como una lámpara ya sin aceite. Lo que sigue es una reconstrucción a partir de las reminiscencias de José y Pacheco.
—…Seguro que a esas alturas no tendrás órgano bueno para donar a la ciencia —le dijo el Gato Pacheco a José.
—¿Por qué me importaría eso? —se sorprendió el otro.
Miraron a sus amigos y les parecieron unos cadáveres. Mario se durmió en el suelo, apoyándose en una pared llena de bichos. Ernesto se había desarmado otro poco en el sofá, cayéndosele un brazo. Como la habitación era oscura y maloliente, con muebles roídos por las termitas, daba la impresión de un mausoleo o un osario.
—Mejor nos vamos del cementerio —dijo el Gato, guiñando un ojo.
—¡Por fin dijiste algo coherente! —casi aplaudió José—, pero llevémonos una botella de cerveza. Apenas abrimos dos y cuando amanezca nos dará sed.
Avanzaron ocho cuadras por Avenida Matta y chocaron con un árbol. José adoptó una pose profesional, como si fuera mecánico, y fue por unas herramientas a la cajuela. Al verlo tan circunspecto, y a pesar de dolerle las costillas, el Gato se echó a reír. Luego lo siguió. Nunca había visto tan borracho a José, gesticulando como un actor de cine mudo, con una máscara por rostro.
Por adelante el auto estaba contraído como un acordeón. El árbol yacía en el techo, lo habían arrancado de cuajo antes de detener la loca carrera en medio de la calle. El cielo empezaba a clarear, pero aún no se veía un alma.
—¿Te fijaste dónde está el vehículo? —preguntó Pacheco tras ver a su amigo rodar por el suelo, vencido por la caja de herramientas— Mejor llévalo a la vereda, pronto empezará el tráfico y aquí es fuerte.
—El motor está muerto —repuso José, levantándose—. Pero creo que es cosa de un cablecito…
Dejó de luchar con su lengua traposa y logró abrir la caja, decidido a arreglar el mundo con una llave en las manos. Pero hizo el ridículo y el Gato Pacheco se ahogó de la risa.
—¡Dale, eres un gran bailarín! —dijo cuando pudo hablar.
Entonces apareció un furgón de los pacos. Quedaron congelados, viéndolo acercarse. José arrojó la llave al piso, mientras el otro sufría una violenta punzada en las costillas. Cuando el vehículo llegó a la altura de sus rostros, dos policías mofletudos los miraron feo y aceleraron, doblando en la esquina. El Gato Pacheco, boquiabierto, miró a su compinche.
—¡¿A esto le llaman buena suerte?! —se lamentó José.
Mi nombre es Iván Quezada, nací en Valparaíso el 18 de enero de 1969. Me titulé de Periodista en la Universidad de Chile, en Santiago. Luego fui redactor de Cultura de casi todos los medios escritos de la capital y también en Valparaíso, para finalmente desempeñarme como Editor General de la Revista Rocinante. Cuando este medio desapareció el 2005, decidí dedicarme a la Edición Literaria y publicar mis propios libros. He trabajado como editor en las editoriales Random House, OjoLiterario o Mago Editores. Más tarde opté por crear mi propia editorial, El Español de Shakespeare. Paralelamente publiqué mis libros Elefantes y Cisnes (novela breve, 2002, TiempoNuevo), Los Extraños (cuentos, 2005, Tajamar), Escritos de ningún lugar (miscelánea, 2010, Mago Editores), Playa Las Dichas (poemas, 2011, Mago Editores), Decepción del mundo (poemas, 2013, El Español de Shakespeare) y El Estudiante de Poesía (poemas, 2016, OjoLiterario). Tuve el honor de editar los libros de Armando Uribe, Óscar Hahn, Poli Délano, Gabriel Salazar, Álvaro Jara, Marta Blanco…
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…