Por Nicolás Bernales

 

And you can send me dead flowers every morning

Send me dead flowers by the mail

Send me dead flowers to my wedding

And I won’t forget to put roses on your grave

(M. Jagger/ K. Richards.1971 Westminster Music Ltd.)

 

 

Esa mañana Francisco tomó las flores que su mujer compró antes de morir, al comienzo de la primavera anterior. Puso los maceteros en la cajuela del auto y partió con sus hijos a un jardín en Padre Hurtado Sur.

-Dónde mis ojos los vean -dijo a Martín, de seis años, que no demoró en correr, seguido de su hermana Ofelia (tan sólo tres), por los senderos de tierra que rodeaban unos crisantemos.

-Son de exteriores, ¿no es cierto? -preguntó al vendedor, que miraba correr a los niños.

-Sí -contestó el hombre y se acuclilló ante los paqueré.

-Riegue las plantas día por medio -dijo- y, lo más importante, pode la flor marchita. Así como lo hago yo, la quita con cuidado.

Tomó entre sus dedos el botón amarillento y lo cortó de un tirón, dejando el tallo balanceándose en el aire.

-¡Hey! -gritó Francisco a los niños para que no se alejaran.

-No se preocupe -dijo el vendedor-. No hay nada peligroso aquí.

Los chicos se detuvieron, con Martín tomando a su hermana de los hombros. Miró a su padre a la espera de su próxima orden, pero al no haberla retomaron la carrera.

-¿Quiere que plante las nuevas en los maceteros viejos? -preguntó el vendedor.

-Por favor, no sabría cómo hacerlo.

En la cuarta maceta, el hombre palpó la planta como lo había hecho con las anteriores antes de arrancarlas. Luego la removió un poco desde la base y dijo:
-Esta se puede salvar… ¿o la boto igualmente?

Francisco lo pensó unos segundos.

-Cámbiela -dijo, preguntándose cómo había sobrevivido.

*

«Falta poco para que el sol seque todo de nuevo», pensó Francisco, mirando las flores en la terraza del departamento. El verano se acercaba y desde sus primeros días el calor haría estragos en ellas, como sucedió el año anterior. Prendió un cigarrillo, mientras llenaba la regadera en una llave escondida en la pared. Luego roció el agua cuidadosamente sobre cada planta, asegurándose de humedecer por completo la tierra.

-Este año no se volverán a secar -se dijo en voz alta.

Quitaba algunos botones marchitos cuando se preguntó si eran iguales a las flores que había visto con Renata aquel día, cuando se reencontraron y le relató lo sucedido. De repente, oyó los golpes de unos nudillos contra el ventanal. Era Carmen. Apagó la colilla en un cenicero y abrió la ventana para entrar.

-¿Necesita algo? -preguntó.

-Los niños no quieren comer.

Caminó hacia la cocina. Antes de cruzar la puerta dijo con tono autoritario:

-A ver, ¿qué está pasando aquí?

En la mesa de diario, frente a cada niño, había un plato de ravioles con salsa de tomate humeando ligeramente.

-Están muy caliente -alegó Martín, apuntando con su cuchara a los ravioles.

-Sí, queman -añadió Ofelia, tomando la suya para señalar a Francisco.

-¿Qué sabes tú, cagá chica? -contestó, riendo.

-Ofelia me copia en todo -se quejó Martín-. Pero los de ella no tiran humo.

-Qué importa si te copia… -suspiró el padre.

-Sí, cagá chica -soltó Ofelia a su hermano, riendo.

El niño se horrorizó.

-¿Te fijaste en lo que dijo?

Francisco, haciendo oídos sordos, fue hacia la ventana y la abrió. Escuchó el paso de unos autos y luego sintió una ligera brisa, que poco a poco alivió la caldeada atmosfera de la cocina. Contempló los ravioles en los platos y los halló secos, poco apetitosos.

-¿Son los de anoche, Carmen?

-Sí -contestó la señora.

-Tienen que comer otra cosa -dijo a los chicos-, no pueden alimentarse a puros ravioles.

Los niños se miraron entusiasmados.

-No había nada más -se disculpó Carmen-. Lo iba a llamar para decírselo, pero lo vi salir tan apurado…

-Llámeme cuando quiera. Siempre salgo apurado.

Se acercó al refrigerador y miró adentro. Vio unas latas de cerveza, una botella de agua tónica, un tomate y los restos de una lechuga en un bol. Tomó una cerveza y la puso en el congelador. Luego fue hacia la despensa y sacó una lata de atún.

-Vamos a comer algo sano: ensalada de atún, lechuga y tomate -anunció.

-¡Preferimos los ravioles! -exclamaron los niños, golpeando la mesa con sus cucharas. Ofelia incluso comenzó a llorar.

-¿Les retiro los platos? -preguntó Carmen.

-Sí, sáquelos no más.

-No me gusta el tomate -se lamentó la niña.

-Sí te gustan -dijo Francisco, enojado-. La mamá nos mataría si supiera que sólo comen ravioles.

-Como si la mamá pudiera saberlo… -replicó Martín, llevándose las manos a la cara.

Se produjo un pesado silencio mientras Carmen sacaba los ravioles. De pronto, Ofelia dejó de llorar y aquilató las palabras de su hermano.

-Por supuesto que sabe -afirmó el padre, abriendo el atún en el lavaplatos-, yo le cuento todo. Y ustedes también pueden contarle cosas. Traten de que sean alegres, buenas.

-Pero nunca responde -dijo Martín con brusquedad.

-Eso no importa, ella siempre los está viendo y oyendo. Eso la hace feliz.

Martín, al retirarse sus manos de la cara, se encontró con los ojos de Ofelia. El niño miró hacia el refrigerador en busca de la foto en blanco y negro de Camila, su madre, en malla suspendida en el aire. Había sido bailarina. No disimuló el esfuerzo que hacía por contener el llanto, pero lo consiguió y su rostro recuperó la blancura de siempre.

A continuación, observó a su padre y él no fue capaz de devolverle la mirada. Bajó la vista y volvió a lo que hacía, orgulloso del coraje de su hijo. Cuando terminaba de escurrir el aceite del atún, se preguntó qué sucedería si ellos entendieran lo que él hizo y dejó de hacer.

Después recordó el encuentro con Renata.

*

En los primeros meses tras morir su mujer, Renata se mantuvo distante y él comenzó a percibirla como una necesidad vinculada a Camila, como si ambas relaciones hubiesen estado sincronizadas. Esta idea le produjo una calma que no había sentido en años. Pero se rompió con un escueto email de Renata. No fue capaz de mantenerse en su cubículo para leerlo en su celular. Se puso de pie y guardándose el teléfono caminó hacia el baño. El aparato lo quemaba en el interior del bolsillo.

En el mensaje le pedía reunirse y terminaba con la frase: «Ya fue suficiente de espera». Lo volvió a leer, mientras corría el agua en el lavamanos. Ella estaba en lo correcto, era tiempo de tomar una decisión, por más que la quisiese aplazar.

La última vez la vio en el funeral de Camila. Él estaba en la primera fila de la iglesia, junto a su cuñado y el hijo mayor de éste. Miró fugazmente hacia atrás, como abarcando a los presentes. Con suerte percibió algunos bultos a contraluz (la puerta principal estaba abierta de par en par). Pero de pronto la distinguió de pie al fondo, con un abrigo negro y en sus ojos creyó notar rabia. Su presencia lo aterró, a pesar de que Camila fue su paciente y todo el mundo lo sabía. Le recordó cuánto odiaba a su mujer, al ser neurótico en que se convirtió. Allí sentado creyó que sentía pena y confusión, pero se desdijo al descubrir a Renata. Era culpa y malos recuerdos. No volvió a mirar atrás.

Ahora Renata le escribía y era su deber responderle. Tal vez contarle cómo sucedió todo y preguntarle si ella continuaba siendo parte del asunto. Quizás podría averiguar si lo que él hizo fue un acto de cobardía o no. Mientras el grifo seguía corriendo y su imagen se desdibujaba en el espejo, contestó el mensaje, sintiendo que desparecían los meses recientes.

 

*

Entró al parque por calle Vasconia y aceleró el paso por una calzada de adoquines, entre dos filas de palmeras. Más allá, solitaria, vio a Renata con una sonrisa nerviosa. La observó en silencio por unos segundos, mientras refregaba la planta de un zapato contra un escaño de piedra, para quitarle los restos de maicillo. Llevaba el pelo corto como un hombre, dejando a la vista la frágil piel de su nuca, que parecía por vez primera en contacto con el aire. Recordó las tantas ocasiones en que la había acariciado allí. El peinado destacaba su pálido rostro, más blanco incluso que el delantal médico que vestía desabrochado. Antes de pronunciar palabra, se preguntó si él también había cambiado.

-¿Cómo estás? -dijo Renata sin ponerse de pie, con las manos en los bolsillos de su uniforme.

-No sé… -contestó, dándole un frío beso en la mejilla- Mejor caminemos.

Avanzaron por entre las palmeras, acercándose al Institutito de Neurocirugía en donde ella trabajaba. Unas nubes bajas ensombrecían el parque, hasta que se disiparon y vieron el sol frío de esa tarde.

Renata seguía las puntas de sus propios zapatos, llevada por la inercia, mientras él pensaba en qué decirle. Aún no entendía del todo la conveniencia de esa reunión. Tímidamente le tomó una mano dentro del bolsillo. Sus dedos se mezclaron con extrañeza, demorando en reconocerse.

-No sé que hacer -y se detuvo para agregar:- Todavía.

-Entiendo, pero…

Él sabía lo que venía después de ese «pero» y le pareció lo correcto. Sería bueno hablarle de la muerte de Camila y volver al punto en que se separaron.

Reanudaron el paseo y se dispuso a contarle su versión de los hechos, con palabras ensayadas muchas veces en su cabeza.

«Esa tarde -comenzó- Camila estaba nerviosa. Se le notaba en los ojos, en la forma de moverse, en el apuro con que se tomó el café antes de cambiarse para salir. Lo pasaba mal.

» ‘Es mejor que no vayas’, le dije cuando la vi tomarse la cabeza con sus manos, mirando el vestido de gasa sobre la cama.

» ‘No tengo problemas con ir, es esta maldita jaqueca’, contestó furiosa.

» ‘Por lo mismo, quédate en casa’.

» Tú sabes que sus dolores eran desconcertantes, aparecían y se esfumaban según cómo fluctuaban sus estados de ánimo.

» ‘¿Quieres que me quede para siempre cuidando a los niños?’, dijo luego.

» ‘No es eso, podemos ir cuando se te pase’.

» ‘No, Francisco’, sentenció y se encerró con el vestido en el baño…

» Perdona que vuelva a recordarte los meses deprimida en cama y los dolores de cabeza que interrumpieron su trabajo en el Teatro Municipal. Ya hacía más de tres años que no bailaba. Perdió musculatura y peso, y sobre todo la concentración. Su carrera había terminado y nunca supo si realmente era buena. Creía limitado su talento y eso la mortificaba, sobre todo cuando se resignó a papeles secundarios. Se mantuvo activa por obstinación. La invitación al estreno de Giselle, lo tomó como un acto de cariño de sus antiguas compañera, pero de a poco en su imaginación se convirtió en una maldad de ellas, una provocación que jamás aceptaría. Durante las últimas semanas ocupó todos sus pensamientos, consumiéndose en la obsesión.

» No se veía mal con el vestido blanco, que cubrió con un impermeable para salir a la calle. Estaba delgadísima. Llevaba el pelo tomado con una corona de flores, imitando a la protagonista del ballet al que nos dirigíamos. Preferí no decirle nada más, sólo le encendí el cigarrillo en su temblorosa mano y su primera bocanada, que siempre era una gruesa bocanada de humo, me hizo sospechar. Esta vez salió de su boca en forma intermitente e irregular.

» Avanzamos hacia la estación del Metro Tobalaba. En el andén nos encontramos con una masa de gente. La tiré de su mano para colarnos entre las multitudes de los que querían abordar el tren y los que esperarían el siguiente. Estaba tan lleno que casi era imposible emprender el viaje. Había cierta gracia en la comunicación entre los de adentro y quienes empujábamos para entrar. Los dos grupos, igual de aplastados, nos mirábamos con falsa apatía. Disimulábamos la rabia, que sólo salía a flote cuando alguien intentaba colarse por la fuerza.

» ‘No puedo’, dijo Camila cuando casi lo logramos, desprendiéndose de mi mano y volviendo atrás.

» Tuve que luchar para salir del vagón y cuando la alcancé le dije:

» ‘En la calle es lo mismo. Con el tráfico de esta hora, si tomamos un taxi no llegaremos’.

» Volví a tomarle el brazo y juntos miramos la llegada del siguiente tren.

» ‘No me siento bien’, dijo al subir al carro, donde por milagro se formó un espacio al bajarse una mujer con un coche de guagua.

» La oscuridad del túnel era interrumpida por unos chispazos aquí y allá. El rostro de Camila empezó a cambiar cuando dijo: ‘quiero bajar’. En la siguiente estación levanté su cabeza y vi que sus ojos desvariaban. Dio un rápido parpadeo y sus pupilas se desalinearon aún más. Abrió la boca y no pudo pronunciar palabra, algo se lo impedía —quizás su rabia e impotencia—, y su lengua se asomó curvada. ‘Hay tanta gente que somos invisibles’, pensé en ese momento. Su cabeza cayó sobre mi hombro y la abracé. Miré sus pies, que todavía se apoyaban firmes en el suelo, apretujados por sus zapatillas blanca. Las estaciones continuaron sucediéndose, abarrotadas de gente que miraba con agotamiento el paso del tren. La puerta se abría y cerraba sin que nada cambiara en el carro; no había espacio para que algo ocurriese.

» En el Metro Salvador comencé a sentir el esfuerzo por sujetarla. Falta poco, pensé, sin darle significado a esa idea. Un hilo de saliva corrió por su boca, mientras apoyaba su mejilla en la mía. No me atreví a bajar en Santa Lucía, donde nos correspondía. Quedé paralizado, sin saber qué hacer. Cerré los ojos y recordé cuando unos días atrás Camila sacudió a nuestra hija, por una razón que no quise indagar. Volví a abrirlos y vi nuestro reflejo en la puerta que acababa de cerrarse. Me di cuenta de que un brazo de Camila, a quien seguía sosteniendo, cayó lánguido al costado.

» Llegamos a la siguiente estación, vi a las personas en espera y las baldosas grises que cubrían las paredes. Ya no podía sujetarla más. Cuando la puerta se abrió me abalancé hacia el exterior y la dejé en el piso, en donde de rodillas grité: ‘¡Ayuda!’. En la confusión imaginé a los guardias detrás de un pequeño monitor, observándome a través de una cámara de seguridad. Luego volví al rostro inerte de Camila, recorrido por otro hilo de baba. El tren se marchaba ruidosamente y por encima del gentío que comenzaba a rodearnos, vi un gigantesco cuadro de la Cordillera de los Andes, de un realismo que me horrorizó. Queriendo evitarlo me di vuelta y en el andén contrario descubrí un cuadro de iguales dimensiones: retrataba una gran ola rompiendo en una playa. Lo miré unos segundos, antes de que lo ocultara el tren que iba en dirección contraria».

Francisco y Renata se detuvieron al final de los adoquines, junto a una extensión de pasto, como si llegaran al borde de un precipicio. Ella le soltó la mano y se cruzó de brazos, concentrando su vista en unas matas.

Le había contado todo, pero aún así se preguntó si omitió algo por oscuras razones. Con impaciencia se fijó en unos matojos y notó que sus brotes parecían bailar, llevados por una tenue brisa. Al contarle sus recuerdos, la desgracia comenzaba a alejarse. Había vuelto a incluir a Renata en su vida y ahora ella debía decidirse.

-¿Qué flores serán? -preguntó para romper la espera.

-No sé, así cerradas es difícil de saber -contestó Renata, fríamente.

Francisco la miró: había descruzado los brazos y sus manos descansaban en los bolsillos de su delantal.

Después de un largo silencio, la oyó decir:

– Francisco, ¿también quieres librarte de mí?

*

Francisco regresó a la cocina y dejó la lata de atún dentro del lavaplatos, viendo la hora en su reloj de pulsera. Era tarde para que almorzaran los niños. Pensó en lo rápido que se iba el tiempo, en todo lo que había hecho durante el día y se sintió bien. Fue hacia el refrigerador, sacó del congelador la cerveza y la dejó en la parte de abajo. Los niños lo miraban expectante.

-¿Y la comida? -preguntó Ofelia.

-¿Tienen hambre?

-Sí -le respondieron sus hijos.

Carmen aguardaba, confundida e impaciente.

-¿Van a almorzar o no? -se atrevió a preguntar.

-Por supuesto -contestó Francisco-, pero iremos a un restaurante.

-¿Donde? -preguntó Martín.

-¿Y yo qué hago? -interrumpió Carmen.

-Descuide, se puede ir a su casa.

-Me hubiera dicho antes.

-Perdón, se me acaba de ocurrir.

-¿Dónde iremos? -volvió a preguntar Martín, mirándolo entusiasmado.

-Vayan a buscar un chaleco mientras me decido.

Los niños se pusieron de pie velozmente y corrieron a sus habitaciones, soltando palabras ininteligibles.

-Con calma -dijo Francisco.

-Entonces me voy -anunció después Carmen.

– Vaya no más, Carmen.

En ese momento sonó el citófono. Le dijo al conserje:

-Que suba.

Renata se sorprendió cuando los niños le abrieron la puerta. Cada uno sostenía un chaleco y luego se lo colocaron con lentitud.

-Ya voy -gritó Francisco desde su pieza, y al rato apareció con las llaves del auto en una mano.

-Se me pasó el día y no alcancé a darles almuerzo -dijo a Renata.

-No importa -replicó, saludándolo con un beso en la mejilla-. Me encantará almorzar con los niños.

Besó a ambos chicos, quienes la miraron sorprendidos. Luego sacó de su cartera una bolsa de caramelos, balanceándola en el aire.

-Oh, son exquisitos -dijo Martín, mirando a su padre.

-Para después de almuerzo -contestó él, guardándose la billetera en el bolsillo trasero del pantalón.

-Queremos un dulce ahora -reclamaron los niños.

-No seas enojón -dijo Renata, entregándole un caramelo a cada uno.

Ofelia aprovechó de tocarle el pelo cuando se inclinó. Le disgustaba por estar corto.

-Prefiero el mío, así, largo -dijo.

-Entonces me lo dejaré como el tuyo -rio Renata.

-Mira -intervino Martín, apuntando hacia la terraza-: las flores de mamá están radiantes.

-Son preciosas -contestó la amiga del papá.

Minutos después, tras abrirse las puertas del elevador, los niños saltaron hacia su interior. Francisco los siguió, posando un dedo sobre la tecla que mantenía abiertas las puertas y esperó por Renata. Al entrar, rosando su cuerpo, ella lo miró a los ojos y le dijo:

-Gracias.

 

Nicolás Bernales nació en Santiago en 1975. Tiene estudios de comunicación audiovisual y publicidad, pero se dedica a la actividad independiente. Participó en el taller literario del narrador Gonzalo Contreras. En 2016 publicó su primer libro, La velocidad del agua, en la Editorial Ojo Literario.