Por Jorge Carrasco

Resulta curioso que Juan Manuel de Rosas, un dictador argentino decimonónico, sea una figura odiada por Neruda y Borges desde posturas ideológicas irreconciliables entre sí. Uno nombra sus crímenes con énfasis, el otro lo hace en sordina.

Ambos poetas tienen una idea del tiempo muy diferente en ambos poemas. Neruda nos dice que el tiempo nos muestra un resumen de los hechos pasados. Borges, contrariamente, nos dice que el tiempo es un depósito del olvido. Y esta concepción temporal es importante porque estructura en ambos poetas la base significativa para analizar la figura del caudillo.

El poema de Neruda apareció en su libro Canto general, de 1950 (1). Su título pareciera contener un error: el gobierno de Rosas se extiende hasta 1852, cuando fue derrotado por Urquiza en la batalla de Caseros. El poema de Neruda, como el resto del mismo estilo del capítulo V llamado La arena traicionada, es un ajuste de cuentas con los sátrapas del continente. El tiempo trasuda un resumen de sus hechos deleznables. Y el presente del poeta, cargado de un enfático propósito militante, actualiza la denuncia de sus crímenes:

Puñales, carcajadas de mazorca
sobre el martirio. Luna coronada
de río a río sobre la blancura
con un penacho de sombra indecible!

Argentina robada a culatazos
en el vapor del alba, castigada
hasta sangrar y enloquecer, vacía,
cabalgada por agrios capataces!

En el poema inicial del capítulo V del Canto general anticipa esta postura:

Tal vez, pero mi plato es otro, mi alimento es distinto:/mis ojos no vinieron para morder olvido:/mis labios se abren sobre todo el tiempo, y todo el tiempo, /no sólo una parte del tiempo ha gastado mis manos.

Para Neruda Rosas fue un túnel. Después del túnel vino la luz y la libertad. Y también el progreso. ¿Qué luz, qué libertad, qué progreso? El que vino de la mano de los gobiernos unitarios posteriores a Rosas. ¿No es contradictoria esta postura con los ideales de un poeta militante comunista? En otro texto de Borges (2) encontramos la respuesta:

“Para Sarmiento la barbarie era la llanura de las tribus aborígenes y del gaucho; la civilización, las ciudades. El gaucho ha sido reemplazado por colonos y obreros; la barbarie no sólo está en el campo sino en la plebe de las grandes ciudades y el demagogo cumple la función del antiguo caudillo, que era también un demagogo”.

Los intelectuales unitarios recelaban de la clase baja. Esteban Echeverría, en su relato El matadero, la convierte en homicida de un refinado representante de la clase alta. La dicotomía sarmientina de civilización y barbarie traspasa el siglo diecinueve. Borges iguala la figura del caudillo decimonónico a la del demagogo del siglo veinte. ¿No es Rosas, según esta visión, una especie de Perón argentino, de Allende chileno o de Chávez venezolano, sin la arbitrariedad extrema de los sátrapas del siglo XIX?

Rosas fue el rostro fiero de una época oscura de la historia argentina, según el parralino. Pero en su poema hay algo que, visto desde su postura ideológica, es una contradicción. No menciona el arraigo popular que tenía Rosas en el gauchaje y la clase baja de la Argentina de ese tiempo (lo que sí resalta Borges en el verso idolátrico amor en el gauchaje). Y en este punto es curiosa su posición afín con los postulados de los unitarios liberales del siglo XIX, que tenían una visión aristocrática, racista, antiamericana de la realidad, tal como hoy en día da cuenta la historiografía revisionista.

Pero hablaré con ellos, los míos, los que un día
a mi bandera huyeron, cuando era la pureza
estrella de cristal en su tejido.

Sarmiento, Alberdi, Oro, del Carril:
mi patria pura, después mancillada,
guardó para vosotros
la luz de su metálica angostura.

En su Yo acuso de 1948 confirma esta reivindicación de la figura de Sarmiento:

“La misma acusación que en mi contra se mueve fue hecha por el Gobierno tiránico de Juan Manuel de Rosas, que se llamaba a sí mismo Ilustre Restaurador de las Leyes. También el tirano pidió al Gobierno de Chile la extradición de Sarmiento para ser juzgado por traición y falta de patriotismo”.

Y Alberdi:

“Por su parte Juan Bautista Alberdi, también exiliado en nuestra patria, escribía:

‘No más tiranos ni tiranías, argentina o extranjera, toda tiranía es infernal y sacrílega: ¿Si el argentino es tirano y tiene ideas retardatarias? Muera el argentino. ¿Si el extranjero es liberal y tiene ideas progresistas? Viva el extranjero’”.

Neruda aclara su postura mediante la visión de los emigrados argentinos a Chile durante los gobiernos conservadores del siglo XIX. Es curioso que se refiera a ese Chile conservador como un momento “puro” de la historia, como un anfitrión que los acoge en su “fortaleza”.

En la segunda parte el poema se refiere a la figura de Rosas. “Mientras tanto el galope en la llanura” del Restaurador y sus capataces. Menciona el “martirio” de los que fueron víctimas de los “puñales” de los grupos de tareas de Rosas: la mazorca. “Un penacho de sombra indecible” en la blancura de su geografía. Pero después descarga toda su artillería contra la arbitrariedad del tirano:

Argentina robada a culatazos
en el vapor del alba, castigada
hasta sangrar y enloquecer, vacía,
cabalgada por agrios capataces!

¿Qué quedó de todo eso? La herencia de Sarmiento desarrollada en sucesivos gobiernos unitarios:

(…) dignidades sumergidas, escuelas,
inteligencias, rostros, en el polvo ascendieron
hasta hacerse unidades estrelladas,
estatuas de la luz, puras praderas.

Sarmiento es una figura sumamente cuestionada en Argentina. Su liberalismo político, su famosa dicotomía civilización y barbarie, su racismo declarado, es duramente criticada por los sectores progresistas. La derrota de Rosas implica el triunfo del centralismo y de una posición elitista, y todo lo que vino después fue el resultado de esa posición ideológica.

Neruda no da cuenta de ese trasfondo ideológico que atravesó toda la historia argentina del siglo XIX. Reclama una justicia terrena para enjuiciar a Rosas. Busca en los hombres el desprecio y la animadversión hacia su figura. Borges, en cambio, se desentiende, tras el paso del tiempo, de la justicia terrenal, y cree más propicia la intervención divina del último dios en el último día.

El poema de Borges, titulado Rosas (3), retrata al sátrapa desde un recuerdo fortuito de un momento cualquiera. Borges, sin patetismo, no reclama justicia; tras la muerte, la cree innecesaria. Nos dice que Rosas, como cualquier hombre, está condenado a ser víctima del paso del tiempo, que va desdibujando sin pena ni gloria los oropeles del poder.

La imagen del tirano
abarrotó el instante,
no clara como un mármol en la tarde,
sino grande y umbría
como la sombra de una montaña remota
y conjeturas y memorias
sucedieron a la mención eventual
como un eco insondable.

La muerte humaniza, iguala a los hombres. Fue “un hecho entre los hechos”, nos avisa. No está seguro de si fue un “ávido puñal”. Borges destruye la figura del Rosas invencible. Lo instala en la vida de los hombres revestido de incertidumbres y debilidades, como un mendigo de memoria. Nos dice que fue un hombre “que vivió en la zozobra cotidiana/ y dirigió para exaltaciones y penas/ la incertidumbre de otros”.

Demorar ese olvido con “limosnas de odio” es un síntoma de piedad y una concesión inmerecida. Para Borges, por lo tanto, Neruda estaría ejerciendo una excesiva conmiseración al recordarlo con odio. Pero cuidado: ese olvido borgiano guarda todo su odio hacia la figura de Rosas. En su poema Soy del libro La rosa profunda (1975) asume cuál es su sentido profundo:

Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido
ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave. (*)

Como verán, los poemas trasparentan, en su significación antinómica temporal recuerdo-olvido, dos formas de ejercer el odio. En el siglo XX, el déspota decimonónico se divide en dos actores políticos: el dictador militar de derecha y el demagogo progresista. Rosas, al encarnar a ambos, confunde a defensores y detractores. Infundirle una identidad nos obliga a instalarlo como un actor más en las corrientes políticas y culturales de la historia argentina del siglo XIX. Esta inmersión histórica, con su trasfondo de luchas sociales, nos permite trazar un acercamiento a la nueva realidad política del siglo XX, y desde esa comparación de actores sociales en pugna nos sentimos autorizados a exigir una coherencia ideológica en la posición del hablante lírico de los poemas.

Borges, con su postura conservadora y oligárquica, defendió las dictaduras militares de América; pero vio en Rosas, más que un dictador de derecha, un demagogo populista; Neruda, contrariamente, renegó de la figura del sátrapa autoritario, pero no vio, en el juego de fuerzas unitarias y federales, el sustento social que nutría a los caudillos: el gauchaje que se convirtió en la plebe de las grandes ciudades actuales.

En el poema Fragmentos de un evangelio apócrifo, del libro Elogio de la sombra, reitera esta idea.

BIBLIOGRAFÍA

(1) Neruda, Pablo. Canto general. Editorial Losada, Buenos Aires, 1995.
(2) Borges, Jorge Luis. Domingo F. Sarmiento, Facundo, en Prólogos, con un prólogo de prólogos, Obras Completas (1975). Buenos Aires: editorial Sudamericana, 2011.
(3) Borges, Jorge Luis. Fervor de Buenos Aires en Obras Completas. Buenos Aires: Emecé Editores, 2007.