Editorial Cuarto Propio, 2016
Por Tamara Orellana Valdivieso

Es invierno de 2008 y una mujer se debate entre la vida y la muerte en una sala de cirugía: “nada presagia el regreso” (p. 22). Este episodio -del todo verídico, por cierto- sirve de excusa a Astrid para revisitar y confrontar aspectos vitales de una biografía, personal y colectiva, en “El Faro, Quirófano al noreste”. Habría que hacer una advertencia preliminar a un potencial lector desprevenido: éste debe ser uno de los libros más herméticos de Astrid, lo que en sí mismo no es ni bueno ni malo, pero no es una lectura recomendable para alguien que no esté algo ejercitado en su obra.

Una atmósfera anestésica recorre el libro, como un vapor que lo inunda de principio a fin para situarnos con habilidad en la ambigüedad del limen. Imágenes rápidas, figuras recurrentes -la manivela-, voces que se encienden y se apagan. Pese a que los médicos se empeñan en salvar su vida (“es urgente detener/ su viaje”, p. 83), el anclaje vital se debilita, y lo que hay más allá aparece, de pronto, como una tentación: “voces del más acá como/ si fueran del más allá” (p. 31). Cómo no dejarse seducir por la muerte, si se revela fértil en onirias. Por momentos la consciencia se desvía, desaparece la mujer y queda sólo la poeta engolosinada con las posibilidades del lenguaje -tal fue la fascinación que llevó a Alejandra Pizarnik al suicido. Interpoladas entre las idas y venidas a través de los dos ejes -uno diacrónico, el de la memoria, otro sincrónico, el del organismo- aparecen, como destellos, interpelaciones al lenguaje al modo de las preguntas de Neruda -y es en sus preguntas donde se halla el mejor Neruda. He aquí algunas:

“¿dónde la cineteca azul del cielo?” (p. 34)
“¿es fogata la luna?” (p. 36)
“¿ladra el jazmín? (p. 70)
“¿dónde las raíces lastimadas?” (p. 84)
“¿fugan las piedras por amor?” (p. 86)

La búsqueda del lenguaje propio es una de las constantes en la escritura de Astrid. Aquí, sigue experimentando con el idioma, desde sutiles variaciones en las voces verbales (“me piensas”, “me ausentas”, “fuga” en vez de “se fuga”) hasta la formación de verbos originales a partir de sustantivos (farolear, riendar, duelar). En “El Faro” he encontrado algunos de sus neologismos más sugerentes, como la bella configuración adjetival “oscuroroja” o la adverbial “deagota”. El conjunto {deagolpe, deamucho, deapoco, deagota} es tan eficiente en su transmisión de sentido que funciona como una verdadera invitación a ser incorporado en el habla diaria.

La falta de tono trágico -el asomo de humor, incluso- evidencia fracturas que sobrepasan las posibilidades de la palabra. A través de versos limpiados a veces con precisión quirúrgica, a veces con la impiedad del mar, en los que palpitan ausencias, en los que abundan espacios, pausas, silencios, se recrea el regreso a núcleos vitales propiciado por la liminalidad del quirófano: desde los partos que son “¿otra forma del morir?” (p. 39) – el parir y el mar aparecen constantemente invocados como otros límenes entre la vida y la muerte-, los amores muriéndose de pena (p. 80), hasta el desgarro colectivo del Golpe del 73, insoslayable, que golpea el cuerpo, el de todos, devenido un solo cuerpo en el cual han quedado “eternas moraduras” (p. 60). Pero es el amor, en sus diferentes manifestaciones, la verdadera herida que gravita a lo largo de la obra de Astrid, y también en este libro. Bástenos leer: «amor: –¿dónde inicio mi/ retorno, dónde termino de ti?” (p. 54).

La sensación que nos queda al finalizar la lectura de “El Quirófano” es la de los restos de un naufragio que llegan a la orilla del mar: indicios, fragmentos de lo que hubo, que arroja en desorden la marea. No nos sirven para recomponer la embarcación, pero sí para dimensionar el desastre.

Otoño 2018