El pasado 22 de abril el gran escritor Poli Délano, quien fuera miembro de Letras de Chile, habría cumplido 82 años. En su recuerdo, publicamos este texto, extractado del prólogo que los miembros de su taller escribieron de forma colectiva, para el libro “El taller de Poli Délano”.
«¿Están escribiendo?». Fue la pregunta recurrente de Poli cuando lo visitábamos en el hospital. «Tienen que seguir escribiendo», nos dijo a varios. Esa es la tarea que nos dejó el maestro.
Él comenzó a realizar talleres literarios en Chile en cuanto regresó de su exilio en México, en el año 1984. A principios de este siglo las reuniones eran en la Sociedad de Escritores de Chile, en calle Almirante Simpson. En distintas épocas las sesiones fueron en la casa de algunos de los integrantes del taller, y en la casa de Poli en la calle Valencia, en un barrio de Ñuñoa que aparece en varios de sus cuentos y novelas, la casa de sus padres, que tanto le costó dejar cuando se trasladó al departamento de Lyon.
Lo primero que escuchábamos, al ingresar al grupo, era «Yo no hago clases de literatura, ni analizaremos a diferentes autores, aquí tú vienes a escribir», y así era. Debíamos enviar nuestros textos con anticipación y llegar al taller con todo leído y analizado en profundidad. Si te tocaba presentar, tenías que escuchar todas las críticas en silencio sin caer en la tentación de responder o intentar defender o explicar tu texto. El método era exigente: escuchar con humildad y mejorar en base a la crítica. Hubo algunos que no lo lograron y a poco andar se retiraban. Los que perseveramos en el tiempo, aprendimos a no frustrarnos y a poner atención para asimilar algo. La generosidad y sentido del humor del maestro nos ayudó en eso.
Poli sabía aconsejar a cada uno de acuerdo con la madurez y las inclinaciones de su estilo, recomendando las lecturas que podrían abrir posibilidades para lograr aquello que inconscientemente buscábamos. Nunca nos negó un camino: «Si funciona está bien», decía, «ustedes son libres de elegir entre las críticas de otros y las mías». En su taller imperaba el respeto, la crítica al texto y no al autor.
El maestro fue, para varios de nosotros, ese lector ideal del que muchos hablan. Con esa crítica rigurosa de los personajes, los entornos, la lógica de la historia, la forma, la recomendación de «rastrillar y rastrillar», pero a la vez un «está muy bueno esto». Aún lo podemos escuchar, «adelante, sigue». Así nos llenaba de entusiasmo y amor por las letras. Llegamos a querer la literatura casi tanto como lo quisimos a él.
Entre muchas cosas, de Poli aprendimos lo que era un pescado fresco. Nos explicó el concepto originado en un chiste: en un puesto de venta de pescado, se había puesto un letrero que decía: Aquí se vende pescado fresco. Entró un cliente y después de comprar le comentó al dueño, que no era necesario poner en el letrero la palabra Aquí, ya que era obvio que se vendía pescado en ese local, por algo el letrero estaba sobre esa puerta y no en otra. El comerciante asintió con la cabeza y cambió el letrero por uno que decía: Se vende pescado fresco, a los pocos días el mismo cliente volvió al puesto y fijándose en el anuncio le comentó al vendedor: «Puede usted sacar la palabra fresco, porque ni modo que va a vender usted pescado añejo, ¿verdad?», nuevamente el comerciante le encontró mucho sentido a la sugerencia así es que cambió el letrero y le puso solamente: Se vende pescado. La semana siguiente se repitió la misma escena, esta vez el parroquiano le preguntó: «Y ¿usted regalaría el pescado?», «por supuesto que no», se apuró en responder el locatario. «Entonces —le contestó el cliente— no es necesario que lo ponga en el letrero». Así fue como desde ese día en el letrero sólo aparecía una palabra: Pescado. Por eso aprendimos a prescindir de lo accesorio y cuando veíamos una frase redundante sólo bastaba decir «es un pescado fresco», con ello el autor o autora sabía que estaba escribiendo de más.
Poli durante su vida escribió mucho y nunca escribió de más.
Escribir un cuento con las palabras justas, sin excesos que agobien al lector, sin perder de vista lo central. Tratar de emular una flecha disparada justo al blanco sin desviarse ni un milímetro de lo preciso. Ni más ni menos.
El maestro insistía, en que la literatura era trabajo, método, dedicación. Quería despojar su arte de toda siutiquería, de toda vanidad intelectual. Le encantaba la idea de que escribir era un oficio, y el taller de literatura similar a una cuadrilla de carpinteros. Se le iluminó la cara una vez que una tallerista dijo: “artesanía”. En cambio, recordamos bien que el exceso de adjetivos lo ponía de malas pulgas, las frases solemnes le hacían lanzar ironías feroces y una de las tantas maneras de hacerle reír a carcajadas era hablarle de quienes elogiaban el Ulises de Joyce sin haber pasado la página cien.
Tantos recuerdos. La recomendación de leer nuestros textos en voz alta y buscar la armonía en las palabras. Resaltar la importancia de la historia y, sobre todo, decidir la forma en que la historia será contada. Fueron muchas las ocasiones en que analizamos colectivamente lo pesado que nos resultaba el narrador metido en la cabeza de los personajes. La famosa omnisciencia o conocimiento absoluto.
Su generosidad como escritor consagrado tomó cuerpo en las correcciones que nos hacía en los textos que semana a semana enviábamos al taller: el punto de vista de la narración, la atmósfera, los diálogos, la sensorialidad, la vividez, la credibilidad. Con frecuencia citaba la frase. «No dejes que la realidad te eche a perder una buena historia». A algunos a veces nos reconvenía: «Esto está dicho, no está contado». «Deja que los personajes se expresen, que tomen fuerza, que respiren, no estés tú mediando entre ellos y el lector». «No seas cargante, no caigas en la tentación de hacer retórica, ni de dar lecciones al lector de lo que tiene que pensar o cómo tiene que interpretar las cosas». En fin, no podemos contar en un par de páginas todo lo que aprendimos de él como escritor, y mucho menos lo que nos dejó como persona. No habría posibilidad de economizar palabras en un texto dedicado a él.
Poli va a seguir escribiendo con nosotros cada uno de nuestros textos, se publiquen o no. Estará presente en cada metáfora que funcione, en todos los pescados frescos que eliminemos, en cada pistola que no dispara que detectemos, en cada final de cuento que gane por nocaut (una cita de Cortázar que le gustaba mucho), en las historias que logren conmover al lector, y en cada brindis al concluir un texto.
Nuestro querido Poli, admiraba a Hemingway y con frecuencia se acordaba de una de sus más bellas obras: el relato del viejo pescador en la bahía de Cojímar, en su lucha por arrebatarle al mar Caribe una de sus criaturas. Para nosotros, existe una similitud con este personaje, porque Poli fue también un pescador de tiempo completo que luchó siempre por arrebatarle a la vida sus más espléndidas historias y con orgullo podemos decir que era uno de los pocos escritores chilenos que vivía sólo de escribir.
Amigos, sin duda nuestro taller quedó huérfano de su inagotable humor, amistad y exquisita conversación, pero seguiremos colmados de sus enseñanzas, recomendaciones y advertencias.
Gracias maestro, por todo. Hasta siempre.
Miembros del taller de Poli Délano.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…