Por Nicolás Foti
A mí siempre me gustó cantar. Es mi pasión, y estoy seguro de que gozo de un talento innato para hacerlo.
Cuando me baño, suelo tomarme unos minutos para entregar mi voz al mundo, aunque sin más testigos que mi soledad y yo. Entonces, en la absoluta intimidad, levanto el mentón, aprieto los puños, y con los ojos fuertemente cerrados, lanzo al aire un Do de pecho perfecto, que sería admirado por los más expertos en la materia, si es que fuera escuchado por alguno de ellos.
Sueño con ese momento. Ser escuchado me llevaría directamente hacia los grandes escenarios. La gente me amaría, clamaría por mi presencia, y daría cualquier cosa porque mi voz los eleve hasta el firmamento. Y yo podría aprovecharme de mi condición natural para enamorarlos, y los apartaría en señal de que me estorban, de que no los necesito, mostrándoles así que mi virtud me basta para ser feliz conmigo mismo, y que, al fin y al cabo, yo no pedí nacer así.
Pero lamentablemente esto no sucede, porque aún, ningún experto se ha tomado su tiempo para escucharme, aunque yo no haya escatimado en esfuerzos para intentarlo. Juro que lo he intentado varias veces. Aunque los caminos para llegar a lograrlo, no los conozco con exactitud, estoy convencido de que no pueden ser muy distintos de lo que me los imagino. Después de todo ¿qué más podría hacer que imaginármelos, si nunca nadie me ha tomado de la mano para conducirme por ellos?
Intentando conocer estos caminos he llegado al límite de la humillación. Un día, luego de que alguien me insinuara dónde había una sala de audición (estoy casi seguro de que existen estos lugares), me instalé en la vereda desde muy temprano, esperando que abrieran las puertas. Cuando llegó una hora razonable, y al ver que las puertas no se abrían, golpeé con mis puños varias veces, hasta que desde adentro, alguien se dignó a decirme que podía pasar. Pero allí, solo hallé una secretaria, a quien le pregunté por la forma de concertar una audición. Ella me respondió que en ese lugar no había tal cosa. Allí solo se dedicaban a llenar los formularios de los seguros de salud, de los funcionarios de la empresa de distribución de las grabaciones de los cantantes.
Ese día no me desanimé, porque por entonces aún mis fuerzas estaban casi intactas. Así que continué golpeando puerta tras puertas, sin lograr ningún avance evidente en mi objetivo, salvo por la experiencia que ganaba con cada frustración. Hasta que un día de lluvia, no me importó mojarme, ni que mis nudillos sangraran de tanto golpear una puerta, tras la cual nadie se dignaba a contestar. Y cuando caí en la cuenta de que ya nadie lo haría, entonces tuve el presentimiento de que la forma de llegar siempre había estado frente a mis narices: solo tenía que abrir la puerta por mí mismo, sin esperar nada de nadie. Eso es lo que hice sin pensarlo más, pero quedé helado ante el resultado. Solo me encontré con una casa vacía, desprovista de muebles y de cualquier tipo de vida, un oscuro abismo, y con tal frío en el alma, que llegué a compadecerme conmigo mismo.
Ahora cada vez lo intento menos, y cuando lo hago, no me muestro optimista. Mi pesimismo es evidente, y hasta diría que lo emprendo con cierto aire de arrogancia, quizás como queriendo cubrirme de antemano de los golpes del rechazo. Pero tengo una perfecta explicación para esto: al principio el rechazo no me dolía, sino que muy por el contrario, me daba más fuerzas para volver a intentarlo. Por entonces, veía la negativa por parte de quienes debían juzgar mi performance (o bien, la mayoría de las veces, su absoluta impavidez), como un nuevo desafío para continuar. Sentía que el camino del éxito debía estar plagado de obstáculos, no podría ser de otra forma, pero aquella fría mañana en que llegue a lastimarme las manos de tanto golpear la puerta de una casa vacía, conocí la crudeza de la frustración.
Estuve un poco deprimido por varias semanas, y llegué a creer que definitivamente yo no había nacido para cantar. De hecho, estuve a punto extirparme los oídos, para quitar la música definitivamente de mi vida. Pero fue en ese punto, donde me llegó una oportunidad inesperada.
Una mañana, mientras tomaba mi ducha habitual, justo en el momento en que mi Do de pecho llegaba a su fin, escuché la voz de alguien que me llamaba desde la calle.
– ¡He! ¡Usted, el de la ducha! – Gritó
Yo me puse en puntas de pies, y me asomé por la ventanita que había sobre la tina.
– ¡Sí, usted! – Volvió a gritar el hombre que ahora podía ver haciendo bocina con sus manos como para amplificar su voz – Es fantástico lo que acabo de oír… Creo que en verdad usted tiene talento.
– ¡Gracias, muchas gracias! – Grité yo. No supe qué más agregar, me había tomado por sorpresa.
– Mire. – continuó el hombre, mientras se acercaba a la ventanita buscando algo en su bolsillo – Le voy a dejar una tarjeta con un teléfono. Llámenos cuando guste. Nos juntamos cada miércoles para intercambiar experiencias, y nos motivamos en el arte del canto bajo la ducha. Somos muchos, un grupo muy abierto, y siempre dispuesto a recibir sugerencias para mejorar nuestro arte.
Yo había escuchado sobre ellos en más de una oportunidad, pero para ser franco, siempre los había tomado como un conjunto de personas frustradas, que por no haber nacido con un talento natural como el mío, no habían tenido más que juntarse para compartir su mediocridad.
Pero por esos días, mi corazón estaba débil, y yo me encontraba en un momento de vulnerabilidad que me hizo tomar la tarjeta, y en pocos días, llamarlos para aceptar la invitación.
El miércoles siguiente a mi llamada telefónica, me presenté a horario en el lugar convenido. Allí me encontré con gente que realmente me cautivó. Casi todos con historias muy parecidas a la mía. Estaban quienes habían pasado años golpeando puertas sin ser oídos, quienes hastiados de tanto rechazo, habían llegado a la conclusión de que su alto grado de calidad, los convertía en material digno solo de algunos selectos claustros de gusto exquisito. También estaban quienes decían haber llegado al borde de los grandes escenarios, algunos de ellos contaban que habían decidido no subir sólo para no sumarse a la explotación del sistema. Decían que habían rechazado la oportunidad porque así lo habían decidido en ese momento, y de esta forma, insinuaban que podrían estar parados nuevamente en aquel lugar, en el momento que ellos quisieran.
Por otro lado, entre ellos se narraban las historias de algunos seres que habían comenzado cantando como nosotros, pero que sí habían llegado a los principales escenarios. Eran los grandes ausentes de estas reuniones, los próceres, a quienes hoy todos conocíamos y admirábamos. Ellos eran nuestras grandes esperanzas, y aunque las historias parecían estar al borde de lo absurdo, nadie dudaba un instante de su veracidad, porque sólo ellas eran las que nos reconfortaban y nos animaban para seguir adelante.
A mí no me costó entrar en confianza con mis nuevos camaradas, y no tardé en sentirme cómodo y parte de ellos. Sin embargo, no era así con cada persona que llegaba; en más de una oportunidad huían espantados en poco tiempo. Lo hacían ante lo que avizoraban como la resignación a un estado que nunca habían deseado. Y otros, eran expulsados por los grandes eruditos, cuando estos juzgaban aquellos que no cumplían con las características mínimas para estar entre nosotros.
Algo así es lo que le sucedió a un joven que un día se presentó a una reunión, lleno de esas expectativas que de solo exponerlas, delataría la inexperiencia del soñador.
No recuerdo su nombre, porque fue tan corto el lapso de tiempo que estuvo entre nosotros, que nadie llegó a preguntárselo.
Este joven llegó un miércoles, intempestivamente, con la insolencia y la sana impunidad que solo la juventud nos confiere. De solo verlo entrar, con tal desparpajo, producía en algunos una mezcla de ternura y compasión, pero en otros, despertaba el recelo de quien advierte que su propia experiencia podría estar a punto de ponerse en dudas.
Durante la reunión, después de dejar en evidencia su total desencaje, no tuvo mejor idea que dejarnos cordialmente invitados a su casa el miércoles siguiente, para mostrarnos sus dotes de cantante bajo la ducha. Cuando promulgó su invitación a viva voz, yo por un momento cerré los ojos, como para evitar ver la cara del joven ante una negativa humillante que no tardaría en llegar por parte de la concurrencia. Sin embargo, debo confesar que quedé asombrado cuando uno de nosotros, le indicó que no veía por qué no hacerlo; y aún más, mi asombro se profundizó cuando uno a uno, todos los integrantes se fueron sumando a la aceptación de la propuesta.
Así que el siguiente miércoles, la reunión se llevó a cabo en la casa del joven.
Yo fui uno de los primeros en llegar; un mal presentimiento no había dejado de atormentarme durante toda la semana, y mi ansiedad ya no me daba treguas. Cuando me abrió la puerta, no tardé en darme cuenta de que mi presentimiento tenía sólidos fundamentos. Estaba listo para meterse en la tina, envuelto en una toalla que evidentemente no era utilizada solo para esa tarea. Su gorro de baño no era el más indicado para prepararse antes de tomar una ducha, donde desplegaría sus dotes musicales ante una concurrencia sumamente exigente. Su forma de saludar, de indicarme que pase, y muchas otras cosas que mi mente ya ha bloqueado de mis recuerdos, indicaban que la velada no tendría un final feliz.
Obviamente todos notaban estos detalles a medida que iban llegando; nadie hacía comentarios al respecto, pero sus gestos así lo develaban.
El joven nos invitó a pasar al baño, en el que había acomodado una tribuna donde cabíamos cómodamente las veinte o veinticinco personas que fuimos a juzgar sus dotes. Y cuando ya habíamos llegado todos, y nos mostrábamos expectantes ante su actuación, abrió la llave del agua, y comenzó a cantar mientras jabonaba su cuerpo con una esponja.
Entonó melodías hermosas; desprovistas de toda técnica, pero tan cautivantes, que nadie pudo disimular en su rostro el poder hipnótico de las armonías. Estábamos en el paraíso, sentíamos que flotábamos en el aire. La total carencia de técnica, hacía incompatible su canto con los grandes escenarios, era obvio que aquellos no eran su lugar. Sin embargo esto ahora a nadie le importaba, porque el éxtasis al que nos conducía, nos enseñaba que no eran necesarios esos escenarios para llegar a tal grado de placer.
Pero lamentablemente, esto duró solo algunos minutos, hasta que uno de nosotros, logró despertar del éxtasis, y se puso de pie para gritar:
– ¡Qué vergüenza! ¡Cómo se le ocurre ducharse con el agua a esa temperatura, para entonar una canción en Do menor!
Y después de un corto silencio, que a mí me pareció eterno, se puso de pie el segundo experto y dijo con indignación:
– Si hubiera sabido que venía a una audición de alguien que ni siquiera utiliza la esponja indicada para este tipo de eventos, no perdía mi tiempo. No cuenten conmigo para la próxima vez.
A continuación pidió permiso a otros integrantes que estaban sentados en la tribuna, y se fue en dirección de la salida abriéndose paso entre la muchedumbre.
– Antes de atreverse a cantar bajo la ducha, hay que asistir a cientos de audiciones, prepararse, observar nuestra vasta experiencia, admirándonos con absoluta sumisión, y sobre todo… ¡Por Dios!… ¡Sobre todo honrar la técnica! – Vociferó el tercer indignado antes de imitar al segundo en su huida.
Así fueron retirándose uno por uno, tal como habían llegado, y yo, que ya había sido arrebatado del placer hipnótico de las melodías, para no desencajar, elegí retirarme cobardemente mezclado entre la multitud, sin esperar a ser el último.
Me fui caminando lentamente hasta mi casa, masticando la injusticia de la que había sido cómplice, y reprochándome por no haber alzado mi voz en el momento oportuno. Mientras caminaba, pensaba que lo primero que haría al llegar a mi hogar, sería desvestirme, y meterme en la tina de mi baño, para dar el mejor Do de pecho de mi vida, intentando emular la voz de este pobre joven.
Así lo haría tal vez todos los días, sin volver a intentar jamás llegar a los grandes escenarios. A partir de ahora, solo me limitaría a soñarlos. Al fin de cuentas, allí, en mis sueños, no necesitaba dejar mi sangre en alguna puerta, esperando que alguien la abriera para dejarme pasar.
Nicolás Foti
Nació en Paraná, Entre Ríos, Argentina, y creció en la vecina ciudad de Santa Fe. Estudió Bioingeniería en la Universidad Nacional de Entre Ríos, y luego de graduarse se trasladó a Chile.
Actualmente reside y ejerce su profesión de Bioingeniero en la ciudad de Concepción, en Chile, y en los momentos libres se dedica a su pasión: La lectura y la autoría literaria.
En mayo del 2017, la editorial española Chiado, publicó su novela “El espíritu de la estirpe”.
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