Mis días en el hogar de iguales

Por Nicolás Foti

Los recuerdos más temprano de mi vida, me retrotraen al Hogar de Niños en el que crecí. Era una casona administrada por fieles de un templo evangélico, donde vivíamos quince niños y niñas, de distintas edades, distintas personalidades, procedencias e historias… Éramos demasiado distintos, y nuestros tutores, a quienes llamábamos “tíos”, tenían el firme propósito de transformarnos en iguales.

Yo siempre me consideré el más “distinto” de todos, y me gustaba gozar de eso que consideraba un privilegio. Por ejemplo, me cautivaba ver las caras de miedo de mis pares, cuando notaban que yo disfrutaba torturando los gatos que aparecían en el patio del Hogar. Por un lado ellos sabían que su morbo podía contar con mi osadía para cualquier travesura que estuviera en el límite de lo moralmente tolerable. Pero por otro lado, mi virtud los mantenía alejados a una prudente distancia de precaución, dejándome en una soledad virtual que yo amaba. Era una soledad de conciencia que cada vez me alejaba más de ellos, me hacía sentir cada vez más “distinto”, y me regocijaba con mi ego. Quizás esta soledad, es decir, el hecho de no considerarme parte de ellos, era lo que siempre, desde que tuve uso de razón, me hizo saber que mis días en la casona estaban contados.

Sin embargo, existió un lapso de tiempo durante esta parte de mi vida, en el que mi absoluta soledad se vio interrumpida.

Este lapso tuvo su punto inicial cuando llegó Alvarito; él debía tener unos siete años, y yo, tal vez, unos doce o trece, no más de eso, porque fue muchos años ates de mi huida del Hogar. Al verlo, uno sentía pena por este pobre niño. Estaba objetivamente demacrado. Expelía un olor desagradable, como a una mezcla de orín y transpiración, tenía evidentes signos de desnutrición, y una fractura mal curada en un tobillo, que le confería una renguera con un andar gracioso.

Llegó retorciéndose entre berrinches, mientras lo sujetaban dos funcionarios del Servicio que por aquella época intentaba regular la orfandad en la sociedad. Los arañaba, les pegaba, los mordía y les escupía en sus caras, mientras gritaba insultos que parecían fuera de contexto en un niño de esa edad.

Todos nos dimos cuenta de su arribo, porque los gritos atravesaban cada una de las paredes del Hogar; y como la llegada de un nuevo “hermano” no era algo de todos los días, nos acercamos con curiosidad para ver el espectáculo, ignorando los retos y las advertencias por parte de los Tíos.

Estuvo gritando casi todo el día, aunque cada vez con menor intermitencia, después de que lo metieron en una de los dormitorios, junto con los dos funcionarios custodiándolo.  A medida que pasaba el día, los gritos que atravesaban la puerta de la habitación, iban haciéndose cada vez menos frecuentes. Y ya entrada la noche, quizás lo venció el sueño, porque no se lo escuchó más, y quedó durmiendo en la misma habitación, vigilado, hasta el día siguiente.

Quienes cada noche dormíamos en aquella pieza, fuimos reasignados para compartir camas con otros hermanos solo por esa noche, según se nos dijo. Pero a mí, al final, me dejaron durmiendo solo, porque mi compañero ocasional, prefirió mudarse a otra cama, y compartirla con alguien más. Era obvio, yo estaba acostumbrado a ese tipo de rechazo.

Al despertar, unos minutos antes del amanecer, la ansiedad me invadió, y sigilosamente, me acerqué a mi habitación, donde había pasado la noche nuestro nuevo “hermanito”. Al llegar vi que la puerta estaba entreabierta, lo cual me resultó lógico, porque de no ser así, el aire en ese dormitorio se tornaba francamente sofocante.  – Lo deben haber atado a la cama, para que no se escape – pensé. Entonces, al entrar en la pieza, pude notar que no estaba acostado en ninguna de las camas.

Intentando no hacer ruido, comencé a caminar adentrándome en la habitación, mientras mi vista se iba acostumbrando a la obscuridad. Y así, pude ver que, efectivamente, una cuerda estaba amarrada al respaldo de una cama, y se metía por debajo de ella.

Me acerqué, me arrodillé, pegando mis codos y una mejilla al piso, y mirando por debajo, pude ver cómo brillaban los dos ojitos temerosos de Alvarito. Con sus manos, tomaba fuertemente un trapo de piso, húmedo y sucio, que succionaba vigorosamente entre sus dientes apretados.

Entonces intenté tocarlo, estirando un brazo por debajo de la cama, pero él, con un movimiento rápido e instintivo, se alejó de mi alcance, y continuó mirándome fijamente, y succionando el trapo con más vigor que antes.

Yo esbocé una sonrisa, le insinué que hiciera silencio, entendió que yo haría lo propio, y así quedó implícito el pacto de guardar el secreto sólo entre él y yo. Luego me incorporé rápidamente, ya sin tanto cuidado por no perturbar el sueño de los vigilantes que roncaban, y regresé a la cama.

Así es que yo fui el único de la casa que supo el secreto de los bajos instintos de Alvarito, y en el momento de haberlo descubierto, supe que entre él y yo habría una relación de complicidad, distinta que con el resto.

La habitación donde pasó su primera noche, fue solo su dormitorio eventual por algunos días. Pero pronto, todos fuimos reasignados a nuestros lugares habituales, y para él, solo le acomodaron un catre en un cuarto pequeño, que hasta entonces, había servido como depósito de materiales de aseo. Allí pasaba la noche absolutamente solo, y pronto, como si a nadie le interesara su destino, abandonaron el hábito de atarlo al catre para que no saliera de su cuarto. Sin embargo él, por su parte, ya había perdido el interés por abandonar su lugar, y allí permanecía quieto y silencioso, tan ausente durante la noche, que muchos se olvidaban de su existencia.

No me resulta sencillo de explicar concretamente en qué aspectos esto se definía, pero lo cierto es que Alvarito nunca llegó a ser considerado un integrante más del Hogar. No es que de alguna manera, esto quedara de manifiesto explícitamente, sin embargo cada uno de nosotros, nunca hubiera dicho que este niño plagado de conflictos, era un hermano más entre nosotros. Al menos así lo percibíamos, como si entre todos existiera una especie de acuerdo inconsciente.

Durante la mayor parte del día, los tíos hacían todo lo posible para mantenerlo alejado de nosotros, como si el solo hecho de incluirlo, fuera a permitir el contagio de su desgracia. Vivía apartado durante casi todo el día, como detrás de un muro que no nos permitía verlo ni oírlo, lo cual nos acomodaba perfectamente como para no recordar su existencia. 

No se sentaba a la mesa con nosotros, sino que le daban algo de comer en su cuarto, aunque él prefería no tocar el plato. Entonces, cuando los tíos no se percataban, cualquiera de los hermanos le echaba mano a sus alimentos que permanecían intactos, y se los engullía aunque no tuvieran hambre, ante la impavidez de Alvarito. Lo que nadie sabía, es que él solo se alimentaba de los trapos impregnados de humedad que siempre se las arreglaba para conseguirse a espaldas de todos.

Pero en ocasiones, por el contrario, su presencia se aprovechaba para resaltar el contraste entre su realidad y la nuestra. Y entonces preferían llamarlo, hablarle, jugarle alguna broma, y luego burlarse de su reacción por lo general desproporcionada, si se comparaba con la que hubiera tenido cualquiera de nosotros en la misma situación.

Pero yo actué de un modo diametralmente opuesto. Comencé a intentar acercarme a él, día tras día, en todo momento. Al principio sin mucho éxito, pero cada vez con menos rechazo de su parte.

Aprendí que su sordera alimentaba su aislamiento, y lo mantenía en un constante estado de ausencia. Sin embargo, yo pude ingeniármelas para hacerme entender, y de a poco, ir ingresando a su mundo desolado.

Cada tanto, a escondidas, generalmente por las madrugadas, le llevaba el trapo de piso, impregnado con la mugre de todo el día anterior, y me quedaba arrodillado junto a su catre viendo como lo succionaba ávidamente, mientras sus ojos brillaban en la oscuridad. Este detalle de mi parte, es lo que mejor jugó en favor de nuestro acercamiento. De hecho, yo sabía que él esperaba ansioso ese momento cada noche.

Unos meses después de su llegada, cuando él aún solo se comunicaba conmigo, y continuaba rechazando a todos los demás, se lo llevaron de la casa para insertarle un implante en el oído. Al cabo de algunos días volvió, más berrinchudo que de costumbre, porque lo perturbaba tener que escuchar los latidos de este mundo, por el cual no sentía ningún tipo de apego. Por eso, de tanto en tanto solía quitarse un imán externo que tenía el implante y sin el cual no funcionaba, para ocultarlo de las tías, simulando haberlo extraviado; y así buscaba mantenerse tan ausente como antes. La introspección que lograba entonces, al menos por un corto tiempo, pagaba el castigo que recibía en un vano intento por corregirlo.

Nuestra complicidad fue creciendo día tras día, hasta convertirme en el primer habitante de su desolación. No solo eso, sino que gracias a ser el proveedor exclusivo de los trapos sucios que apaciguaban sus bajos instintos, fui capaz de convertirme en el soberano de su propio mundo. Yo siempre había sabido que así sería, lo supe la misma noche que lo encontré bebiendo el agua sucia del trapo, debajo de su cama, atado por un tobillo.

Los años que duró la estancia de Alvarito en la casona, fueron los únicos en los que se vio violada mi soledad virtual. Pero esto no me molestaba; lejos de eso, creo que ambos encontramos el placer en nuestra simbiosis.

Él fue el único que me acompañaba en las sesiones de tortura a los gatos del patio, y el brillo de sus ojos al observarme, su manifiesta admiración, me inspiraba creatividad en la experimentación del sufrimiento ajeno. Entusiasmado por su compañía, como premio, una noche le regalé el trapo para que lo tuviera con él todo el tiempo que quisiera, y para que él mismo se encargara de ocultarlo de las tías, y traerlo consigo para succionarlo mientras me observaba.

Nadie más que él y yo compartíamos esto. El resto de los habitantes del hogar, prefería simular que no existían estos momentos, que les resultaban más aberrantes de lo que sus consciencias podían soportar. Por eso sus ojos eran ciegos a nosotros, a pesar de que no hacíamos nada para intentar ocultarnos.

En pocas semanas, él se me fue uniendo en la ejecución de los procedimientos de tortura, y de ser un espectador privilegiado que me arengaba con entusiasmo carnal, pasó a ser el protagonista que se adelantaba a mis movimientos, y me dejaba mirándolo con admiración. Con el trapo húmedo colgado en un hombro, se quitaba el imán del implante, y su mirada de profunda y dolorosa tristeza, se convertía en pura rabia que destellaba, y que lo impulsaba la acción.

Los gatos parecían ser atraídos por su mirada. Él chasqueaba la lengua, y con los dedos de una mano, como si estuviera contando monedas, los llamaba a su encuentro. Ellos se acercaban fascinados hacia él, y cuando quedaban a su alcance, recién entonces sus ojos se encendían, y el animal espantado por su mirada de fuego, se despertaba del estupor en el que había caído, e intentaba huir. Pero en ese momento, ya era inútil cualquier intento. Porque sus manos como garras, jamás hubieran permitido la huida.

En una oportunidad, debo confesar que hasta yo quedé impactado. Porque al tener apresado a un gato de gran porte, que parecía tener más fuerza que la media, por un momento creí que se le iba a escapar. Sin embargo, no lo logró, y lo que me dejó más asombrado, es que pude oír saliendo desde la boca de Alvarito, el perfecto sonido felino, que solían hacer estos animales segundos antes de abalanzarse sobre su presa. Y al dar un paso hacia él como atraído por la curiosidad, se volvió hacia mí, y clavándome su mirada salvaje, me lanzó un largo suspiro aguerrido, que le salió desde los confines de sus entrañas, y que logró transmitirme la clara advertencia de que no debía dar un paso más hacia él.

Así es como llegué a creer que comprendía la esencia de Alvarito; o para ser más exacto, creí que llegaba a conocerlo. Porque él mismo era pura esencia, como una deidad sin una gota de mundo. En él se podía vislumbrar una especie de pureza animal, sin la corrupción que el alma le confiere a la carne. Cada una de sus acciones era solo tendiente a satisfacer sus bajos instintos, porque esta pureza, también le confería una incapacidad natural para experimentar algo cercano a la compasión.

Entendí que con su llegada habían pretendido construir un sumidero del oprobio, lo cual consideraban necesario para mantener la armonía del Hogar, y la tendencia a igualarnos entre nosotros, y sin embargo, no sabían que en él había una fuente de rebelión. Habían sido obstinados, al no considerar que, en una suerte de lógica dialéctica, la vejación engendraría su propia contradicción. En cierta forma, lo admiré, y hasta no puede evitar sentir algo de envidia por su naturaleza.

Las sesiones de tortura fueron siendo acaparadas por él, y ahora que lo pienso, creo que esto debió comenzar a incomodarme. Porque esa incomodidad, debe ser la que una madrugada indujo en mí aquel presentimiento, que me terminaría convirtiendo en testigo del desenlace.

Aquella noche, como un zombi me levanté de la cama. Nunca puede recordar el momento exacto en que desperté, lo cual solía ocurrirme con frecuencia; es decir, en esas ocasiones, no existía un límite definido entre el sueño y la vigilia, sino que estos eran separados por un lapso difuso de tiempo donde se confundían sus influencias.

Atraído por sonidos que debido a mi estado no era capaz de comprender, fui dirigiéndome hacia el patio. Sí recuerdo muy bien que tenía aquella sensación de despecho, de quien no ha sido invitado a alguna reunión a la cual se considera con méritos de sobra para asistir.

–          Empezaron sin mí – Recuerdo que pensé súbitamente, mientras caminaba intentando no hacer ruido – No debí haberme dormido – me reproché. Continuaba cavilando insólitamente mientras no terminaba de despertarme.

Entonces, al llegar empujé la puerta entreabierta que daba al patio, y me paré en el umbral, con la sangre helada por el asombro de presenciar una escena dantesca. Desde mi rincón oscuro, pude ver a Alvarito, rodeado por una multitud, todos alumbrados solo por la luz tenue de las estrellas. Eran todos los integrantes del hogar que lo arengaban exaltados, gritando y aplaudiéndolo, como si se tratara de un espectáculo de performance. Sus rostros se veían extasiados; con sonrisas duras y ojos que parecían a punto de salir expulsados. Además él, ante cada signo de euforia de la multitud, los saludaba con una profunda reverencia.

Resultaba evidente que estaba entregándoles justo lo que querían, porque al fin todos se veían idénticos, el público, las víctimas y el actor, cada uno tomaba su lugar en el mismo teatro: dándome la espalda, como un animal carroñero, Alvarito succionaba el cadáver de un gato, tal como solía hacerlo con el trapo que ahora llevaba colgado en un hombro, como si de él estuviera extrayendo un codiciado néctar. Además, por lo menos otros diez felinos también lo rodeaban observándolo, atrapados en una especie de fascinación hipnótica, y el resto del público, parecía disfrutar el acto como si ellos mismos lo estuvieran llevando a cabo.

Entonces, primero intenté llamarlo por su nombre entre los gritos eufóricos del público; justo cuando él los saludaba con una reverencia tan profunda que llegó a tocar el suelo con los dedos de una mano. Pero inmediatamente después de llamarlo, noté que se había quitado el imán, por lo cual no podría oírme. Así que me acerqué a él por su espalda, sabiendo por algún motivo inexplicable que el final era inminente, y apenas apoyé mi mano en su hombro, giró violentamente su cara hacia mí.

Lo miré, quizás con tanta fascinación como lo hacían los diez gatos que ronroneaban en el piso, y noté que los pelos de su presa le llenaban la boca, y yacían enredados entre sus dientes. En ese momento todos se quedaron inmóviles y en silencio en la oscuridad, atentos al desenlace. Entonces él me clavó la mirada, y expelió hacia mí el sonido gutural de mil gatos en guerra, e inmediatamente, con dos saltos salvajes, se trepó al techo del cobertizo que había en el patio. Y desde allí, perseguido por los animales que aún continuaban fascinados, salió como un torbellino, corriendo y saltando entre techo y techo del vecindario. Así, inmóvil desde mi lugar de espectador privilegiado, pude ser testigo de cómo se alejaba para nunca jamás regresar. Y yo, congelado igual que todo el público, desde el mismo lugar donde él había estado segundos antes, pude ver cómo su figura se iba fundiendo con la oscuridad, para evidenciar el hecho de que él y las aristas macabras de la noche, compartían exactamente la misma esencia.

Desde esa madrugada, nunca nadie en el hogar volvió a mencionar el nombre de Alvarito; o al menos así fue durante todo el tiempo que duró mi permanencia en aquel lugar de iguales. Pero aún luego de mi huida, no creo que alguien, alguna vez, se haya atrevido a rememorar el desliz de aquella noche en que se desveló una verdad incómoda.

Sin embargo, a pesar de esta indiferencia forzada, estoy seguro de que el paso de Alvarito por aquella casona, no fue en vano, porque todos, hasta quienes con él pretendieron construir una ausencia, fuimos marcados por su infinita presencia. Esto siempre me lo recordaba, como un solitario mojón, el trapo de piso húmedo y sucio que había estado colgando de su hombro mientras daba el espectáculo final. Porque ese trapo, desde aquella madrugada, quedó en el patio, enganchado en una lata rota del techo del cobertizo. Así quedó por siempre, mostrándose como un símbolo de su legado, secándose en la intemperie, inerte, como el eco difuso de una obsesión perecible en los recuerdos, pero inmune al olvido.

Nicolás Foti

Nació en Paraná, Entre Ríos, Argentina, y creció en la vecina ciudad de Santa Fe. Estudió Bioingeniería en la Universidad Nacional de Entre Ríos, y luego de graduarse se trasladó a Chile.

Actualmente reside y ejerce su profesión de Bioingeniero en la ciudad de Concepción, en Chile, y en los momentos libres se dedica a su pasión: La lectura y la autoría literiaria.

En mayo del 2017, la editorial española Chiado, publicó su novela “El espíritu de la estirpe”.

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Otras publicaciones:

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