Fundación editorial El perro y la rana, Venezuela, 2016, 144 pp.

Por Diego Muñoz Valenzuela

A Hugo Vera, radicado en Puerto Natales, lo conocíamos por el poemario EL TIGRE DE LA MEMORIA (2005). Nos sorprende ahora con un cambio al genero narrativo breve, usualmente denominado microcuento en Chile, minificción o microrrelato en otros países de habla hispana, aceptado como el cuarto género narrativo junto con la novela, la nouvelle y el cuento.

En los textos de INMACULADA DECEPCIÓN (que es nombre de su blog, cuya visita recomendamos), encontramos a un outsider, una suerte de Bukowski criollo, que utiliza una amplia batería de recursos que atraen al lector de manera irresistible.

Directo, mordaz, irónico, sin piedad en su visión crítica de un mundo donde no existe espacio para el amor, una categoría inaplicable dentro de un sistema donde mandan el dinero y el poder. Siempre se advierte una carga poética en los textos narrativos de Vera, confirmando la existencia de una frontera cercana y difusa entre ambos géneros.

Una bonita historia de amor

Me llama y me dice que está por llegar. Que pinchó una goma del auto. Necesito estar allá contigo y que me veas puesto el diminuto Victoria’s Secret rojo. Voy por el tercer trago cuando llega. Le pregunto si está celebrando algo. Auto rojo, pantalón, chaqueta y botas rojas. Rojo su pelo. Tu salida del hospital, me dice. No tienes mal aspecto, esperaba encontrarte absolutamente deteriorado. Cuéntame algo de tu vida hospitalaria.

Le cuento: Conocí allí una pequeña historia trágica de amor. Se trataba de una madre y su hija. La madre se había encargado toda su vida de criar a su hija. Había nacido con una semiparálisis de las extremidades, más una amplia gama de dificultades. A pocos meses de nacer habían sido abandonadas por el padre y el esposo. La madre enfermó gravemente y ambas ingresaron al hospital. A la misma sala, una al lado de la otra. Estando en el hospital la madre muere. Fue un cuadro estremecedor. Todo el hospital llorando. Da como para pensar que un ser maquiavélico teje los hilos de la vida.

Eres un maldito cabrón, todo lo estropeas, pensé que tu estancia en el hospital te haría cambiar, me puse bonita para ti y mira lo que has conseguido. Llorando toma su cartera roja y se marcha. Llamo a Jhoana.

Quien prologa este libro singular, Miguel Mazzeo, asevera que tal vez este libro “constituya la estética del fracaso más lograda de las últimas décadas”. Estoy de acuerdo, y eso equivale a hablar de un logro poético conseguido desde el microcuento. Un completo hallazgo este Hugo Vera transgresor, irreverente, ajeno a las corrientes neoliberales que dominan nuestros imaginarios y nuestros discursos. Ese es un triunfo literario, logrado con las armas propias de un artista verdadero, cuya profundidad sorprende.

Un par de microcuentos más para que el lector conozca el singular trabajo de Hugo Vera:

Por fin una puta historia que terminó bien

Hay instantes que duran para siempre. Adoré a una chica de ojos celestes que un día conocí en La Frontera. Hacíamos el amor bajo los puentes. Tomábamos ginebra y la vida era hermosa. Me contó que su padre la había violado a los 12 (doce) años. Que su madre había muerto cuando ella tenía 7 (siete) años. Íbamos en bicicleta y hacíamos el amor bajo los puentes. La adoraba. Eso creo. Eso pienso, que la adoraba. Como siempre ocurre en esta puta vida, el destino, la vida o la numerología nos separó. Ni siquiera recordaba su nombre hasta ayer, cuando Fabián me preguntó si conocía a Leonor. Esa chica de los ojos celestes. Qué pasa con ella, le pregunté. Me dijo que nada, que se había casado con un conde italiano que vivía en Florencia. Le dije que no la conocía. Al despedirnos le pedí algo de dinero para comprar pan, vino y cigarrillos. Por fin una puta historia que terminó bien.

A ella solo le interesaba el amor

La conocí en la fiesta que daba Esteban en el Bar Cristal. Era la más linda. Loca desaforada. El culo más lindo occidental y cristiano. Tenía las caderas más contorneadas de Oriente. Las piernas más largas de Norteamérica. Una verdadera belleza asiática. Se llamaba Tracy. Todo el mundo pendiente de Tracy. De su culo, sus tetas, sus piernas, su baile africano. Todos vueltos locos. Me tomó de la corbata y me arrastró a la pista. ¿De dónde eres, cabrón? Me preguntó. Le expliqué. Me refregué. Me manoseó. Me dijo: Tienes una buena herramienta, pinche culero. Es para ti si la quieres, le dije. Lo quiero, me dijo. Pero agregó: Eso sí, sin amor, yo solo quiero sexo sin amor. Está bien, le contesté. Nos despedimos de Esteban con dirección a mi casa. Nada más subir al auto nos echamos un polvo magistral. Llegamos a casa y fue el fin del mundo. Ya no era solamente sexo. Me comenzó a decir mi amor. Más fuerte mi amor, dale amor, pégame amor, te amo amor. Me muero mi amor. Toda esa cantilena. Me costó desprenderme de esa mina de mierda a la que solo le interesaba el amor.