Por Iván Quezada

A Marcia Barbosa Serra

«Estoy bien para tener 58 años», se dijo Samuel mirándose al espejo, en mangas de camisa, exultante como no se sentía hace años. Giró sobre sus talones y observó la ciudad de Río de Janeiro por la ventana: el hormigueo constante del centro, el ir y venir de los autos, las muecas incomprensibles de sus habitantes. Había elegido un hotel modesto, pero con estilo. No le faltaba ninguna comodidad, de ser rico habría escogido el mismo lugar para hospedarse. Como era pobre, lo celebraba con una intensa felicidad.

Pero el entusiasmo le duró poco. Acto seguido se preguntó qué haría ahora, tras llegar por fin a la Meca de la entretención. No encontró respuesta alguna.

Primero se rio de sí mismo. ¡Qué absurdo era inventarse un problema!… Y luego se preguntó por qué estaba inquieto. Ya había notado las señales y era tiempo de saber el motivo. Para eso lo mejor sería ir a dar un paseo.

Era temprano, recién las siete de la mañana y todo el mundo andaba por las calles haciendo trámites invisibles o negocios que no parecían rendir demasiado dinero. Era igual que en Santiago, aunque con un clima mejor y personas más simples, que como ya había comprobado, sólo se dividían por el color de la piel y no tanto por las cosas complejas que enfrentaban a los chilenos unos con otros.

Antes le hubiera bastado con eso para sentirse en un mundo nuevo. Se dispuso a pasar un gran verano, olvidándose de su vida sin vacaciones para adelantar su jubilación, siempre vestido igual, despertándose y durmiéndose a una hora exacta. Todavía era joven para sorprenderse y ver cosas por primera vez. Sin embargo…

Ya habían transcurrido tres días desde su llegada y las diferencias con Chile -pasadas por el cedazo de la rutina- dejó de percibirlas. Hasta entonces no había querido admitirlo. Se detuvo por una cerveza en un restaurante. Miró a los parroquianos, causándole el mismo tedio de sus horas perdidas en los tugurios santiaguinos.

Le bajó la presión y para evitarse algún riesgo pidió algo de carne y verduras.

Las personas eran las mismas en todos los lugares. Todo el mundo lo sabe y él mismo lo sabía antes de emprender el viaje. Pero había vivido una fantasía. Buscó con la mirada a alguna mujer bella para darse consuelo y se preguntó si su destino era aburrirse como en Santiago. La perspectiva lo desalentó.

 

* * *

 

Al día siguiente recuperó su aplomo. Volvía a ser el hombre desconfiado y calculador de siempre, acusándose de impresionable. Se había dejado llevar por sus expectativas, como un tonto. Sí, era joven para todavía sentirlas, pero demasiado viejo para no reprochárselas… ¡Al diablo con todo! Desde ese momento, al vestirse en su habitación con un traje blanco, viviría el instante fugaz, sin imaginar ni esperar nada. Quizás la vida era para disfrutarla con los sentidos y nunca con el corazón, se dijo ufanándose, sin percatarse de que disimulaba su amargura.

 

* * *

 

En una galería comercial de Copacabana descubrió un minimarket con una cajera preciosa. No tendría 30 años, de piel negra y risa fácil. La fue a ver tres o cuatro veces al día, compraba golosinas que repartía con los niños y le decía algo divertido, robándole una sonrisa, con la intención de alguna vez invitarla a salir.

Al cabo de una semana, la joven lo acompañó una noche a un bar. La música caía suavemente por los hombros de ambos. El alcohol, las miradas coquetas de ella (se llamaba Rosalinda), lo hicieron olvidarse de sus angustias existenciales. Cuando el garzón les llevó la tercera ronda de caipiriñas, lo abrazó como su fuera un hermano chileno.

Él le contó que había llegado a Brasil por tierra, viajando en un bus con un grupo de desconocidos: durante el trayecto todos llegaron a ser íntimos amigos, pero cuando descendieron en el terminal, no hubo ni siquiera despedidas. Rosalinda abrió mucho sus ojos y luego rio, encantada de entender el castellano. En el futuro ella misma podría viajar a Chile o Argentina para descubrir que la vida era igual en todas partes.

-Samuel, tú me gustas y si pensara que sólo necesitas sexo, estaría encantada de hacerlo contigo -dijo ella con sus mejillas rojas y ternura en la voz-. Pero, como eres tan caballero, me parece que buscas el amor y la diferencia de edad entre nosotros es demasiado grande.

Él no se dio por vencido y dijo:

-No se nota tanto y jamás te cobraría mis sentimientos. No se puede anticipar si uno querrá o no a alguien, lo único que podemos hacer es arriesgarnos.

Rosalinda volvió a reír, contándole que era el segundo chileno que conocía.

-El otro también es un hombre fino -explicó-, enseña español en una academia y siempre anda con un abrigo que está lleno de libros en sus bolsillos. Por supuesto, nunca se lo pone; con este calor sería una locura.

Como no había ojos conocidos en el bar, a Samuel no le importó el rechazo. Y era verdad que no solamente buscaba sexo. Eso ya lo había hecho en su juventud y sabía que no dejaba huella en la memoria. La miró un poco enamorado, mientras unos mozos encendían una pantalla gigante de televisión e invitaban a la gente al karaoke. Se animó a ser el primero, envuelto por los vítores de Rosalinda, ahora ella también un poco enamorada.

Había bastantes bebedores, varios de ellos bulliciosos, y necesitó pedirles silencio. Leyó la lista de canciones en un cuadernillo y le indicó la número seis al disc-jockey en una mesa junto al escenario. La cámara de TV lo enfocó y su rostro en la pantalla fue visible hasta desde la calle.

Tosió una vez, otra, y cantó imitando a Roberto Carlos.

¿Qué será de ti? -entonó con un nudo en la garganta.

 

* * *

 

Paseaba como un fantasma por las playas de Leblon o Ipanema, con una actitud solemne entre la muchedumbre de nativos y extranjeros, como si supiera las respuestas a las grandes preguntas (¿quiénes somos?, ¿para qué estamos vivos?, ¿existe Dios?), aunque impedido de divulgarlas. Era, en otras palabras, un afectado y los transeúntes le miraban con el ceño fruncido. «Se da aires», concluían todos.

Aquella mañana pasaba junto al roquerío de Leblon, cuando se detuvo cerca de un bus de turismo colmado de personas mayores, de su edad o con más años. Ya lo había detectado en el centro por la insistente mirada de una pasajera. Estaba seguro de que, si le preguntaba por su fijación, ella le diría que nunca se percató de su existencia. Apostó consigo mismo y la buscó para comprobar su tesis.

Vio pacientemente bajar a los pasajeros, hasta que reconoció aquellos ojos. Ella se alejó hacia la playa, sola, y Samuel la abordó sin preámbulos:

-Usted me ha estado observando por la ciudad, ¿no es cierto?

-Es verdad -admitió la mujer.

Había perdido la apuesta y no tenía un libreto para el caso. Por fortuna, ella fue en su ayuda.

-¿Me acompañás? -preguntó- Vengo de Uruguay, somos un grupo de jubilados del Estado y ya nos conocemos mucho entre nosotros. Son años de ver las mismas caras y me vendría bien observar la tuya, me llaman la atención tus gestos.

-¡Es la más curiosa declaración romántica que me han hecho en mi vida! -exclamó con un brillo malévolo en sus ojos.

-Pará, vas muy rápido. Tenemos todo el tiempo del mundo para eso. ¡Sos un niño, chileno! Porque eres chileno, ¿no es cierto?

Ella tenía razón y Samuel, amurrado, la siguió. No tenía más remedio que darse por vencido. Pero era un alivio, después de semanas de creerse un genio, darse cuenta de que había personas más inteligentes que él.

«Me llamo Miriam», le dijo. Tendría 55 años, pero se veía más joven. Era delgada, de pelo castaño y piel intensamente blanca, con pupilas oscuras. Lo miraba de vez en cuando con una divertida curiosidad, mientras avanzaban por el ancho y concurrido paseo junto a la playa. Como le dijo que era jubilada, él se imaginó que tenían una historia en común.

Miriam observaba con atención los altos edificios de departamentos, los bañistas, la gente que corría en ropa deportiva, los puestos de alcohol y comida entre la playa y la vereda. Para él ya todo era indistinto, como si hubiera vivido toda su vida en Copacabana. Sacó un cigarrillo desde el bolsillo de su pantalón, pero no lo encendió, sino que lo hizo pedazos en su mano y botó los restos en un basurero. En realidad, odiaba fumar.

-¿No temes perder de vista tu grupo? -preguntó.

-Sé dónde está el hotel en que nos hospedamos, queda cerca. Háblame de ti. ¿Estás solo en Brasil?

Ella ya se había hecho una imagen de Samuel: un hombre de ánimo avejentado, aunque impetuoso a su manera. Le gustaban sus cejas no demasiado pobladas, las escasas canas de su cabellera, la frente con algunas arrugas y su estatura media. Aprobó que vistiese una remera multicolor y unas sandalias con franjas negras y blancas, seguramente con la intención de pasar inadvertido en el país tropical.

-Soy soltero, si eso quieres saber -rió Samuel.

-Nunca lo hubiera creído -repuso con ironía-. Apuesto que te habías hecho esperanzas con este viaje.

-Eres adivina, pero eso fue al principio. Ahora tengo los pies sobre la tierra.

Ella se detuvo a preguntarle algo a un vendedor ambulante de agua mineral y por alguna razón el brasileño la creyó gringa, respondiéndole en un inglés incomprensible. Miriam, con una risa, lo sacó de su error.

Samuel trabajó en la Atención al Cliente de una gran tienda por más de treinta años. Atendió a miles de personas, pero sus explicaciones siempre fueron «objetivas», jamás deslizó una opinión en sus comentarios. Vivía solo en un departamento de dos ambientes en el centro de Santiago, realizando él mismo las labores domésticas. Prefería el silencio a la música, los libros a la televisión.

Reanudaron la caminata.

-Creo que cometí un error al vestirme -dijo Miriam-, me siento fuera de lugar.

-Me gusta el estampado de tu blusa -contestó él mordiendo las palabras, porque habría preferido decir que ella le parecía bonita.

-Gracias por cumplir mis expectativas, aunque sea sin darte cuenta. Vengo huyendo de la frialdad de la gente.

-¿Qué dije? -extrañado- Yo quisiera ser galante, pero no me resulta. Aquí todos los hombres andan buscando pareja, incluso los casados, y les sobran los cumplidos. Esta ciudad es como una comedia de solteros. A nadie le importa equivocarse al seducir; pero yo, si pudiera pedir un deseo, querría saber bailar.

Miriam rio desenvuelta y luego le sacó una foto con su celular.

-Es una manía mía -explicó-, siempre fotografío a las personas con quienes hablo más de cinco minutos.

Luego le contó que era madre soltera desde los 16 años y su hija ahora se ganaba la vida como guía turística. A ella no le fascinaba viajar, pero la niña insistió en que aprovechara su libertad y le regaló el tour a Brasil. Su vida en Uruguay, más allá de timbrar papeles en un ministerio, había consistido en pertenecer a un grupo de amigas, entre las que contaba a sus hermanas, primas y a su madre. No tenía mucha experiencia con los hombres y le preguntó, medio en broma y medio en serio, si lo estaba haciendo bien. Él le respondió con una sonrisa.

Habían llegado al límite de la playa de Copacabana con la de Ipanema y siguieron adelante. Samuel decidió mentirle un poco. Le dijo que era escritor y tenía decidido escribir una novela picaresca sobre un viejo acomodador de un cine, que un día perdió su trabajo y quiso convertirse en un galán de gabardina y zapatos elegantes.

Ambos rieron, ella simulando que le creía. Se besaron afuera de un restaurante árabe y después entraron a almorzar.

Quince minutos luego de salir de allí, se encontraron en una esquina con una banda de fiesteros, hombres y mujeres que no se resignaban al término del carnaval. Estaban disfrazados de aves o eso le pareció a Samuel: les envolvían unas plumas multicolores. Los rodearon, gritándoles o cantándoles unos modismos incompresibles para ellos. Un negro de quizás dos metros de estatura llevaba el ritmo con un pito, que alternaba en su boca con una botella de aguardiente.

En un momento les pusieron unas capas de terciopelo brillante y unas maltrechas coronas en sus cabezas. Saltaron con el grupo, llevados por el frenesí. Dos sujetos, a las espaldas de todos, hacían un ruido colosal con sus tambores, creando un trance que, imaginó Samuel, pretendía celebrar la abundancia del mundo.

Pasó una hora como si nada, mientras marchaban por el litoral sin que llamasen la atención; los paseantes los miraban con indiferencia. El jolgorio se terminó repentinamente. Las personas se dispersaron, los líderes le sacaron las capas y las coronas a la pareja, dándoles palmadas en la espalda, y una bella joven de melena dorada le dio un beso en la mejilla a Samuel. Miriam la contempló con celos.

Sin saber qué hacer, se internaron en la arena hasta casi llegar al mar. Atardecía con hermosos colores en el cielo.

Miriam quiso sacarle una foto al horizonte y descubrió que le habían robado el celular.

-No importa -dijo ante el gesto preocupado de Samuel-, las imágenes están guardadas en la Nube.

Se recostaron boca arriba en la arena, como dos adolescentes, y ella le tomó la mano.

-Mañana temprano salimos rumbo al norte -dijo Miriam-, la meta es llegar a Salvador de Bahía. Pero ya estamos viejos para los amores de verano, tenemos que volver a vernos.

-No me siento viejo -contestó Samuel.

 

* * *

 

Al día siguiente, Samuel abandonó su hotel y arrendó un pequeño departamento amueblado en Copacabana, a escasas cuadras del océano. Con Miriam intercambiaron sus números telefónicos y correos electrónicos. Ella volvería a Brasil en cuanto pudiese y él le prometió que la esperaría todo el tiempo que fuera necesario. «No necesito conocerte más», recordó que ella le había dicho.

De pie ante el comedor de su nueva morada, escuchó las voces de los vecinos en los corredores y en los departamentos adyacentes. Era un placer oírles su portugués atolondrado. Entonces se decidió a escribir una novela. Fue en busca de su computador y tomó asiento. A fin de cuentas, era lo que siempre había querido.