Por Iván Quezada

Más que ningún otro pueblo, los alemanes trajeron a América sus oficios: los cerrajeros le pusieron sus nombres a sus cerraduras, los relojeros a sus máquinas y los fabricantes de ascensores a sus vehículos verticales. Los que llegaron a Chile eran pobres, pero lograron salir adelante con sus colchones y supermercados, y luego en la academia o la medicina. No cuesta imaginarse a un alemán, de apellido Hahn, que a fines del siglo XIX recorriese las calles del país vendiendo caleidoscopios construidos con sus propias manos.

Se podría decir que Óscar Hahn reemplazó las cuentas de colores por las palabras, proyectándolas a través de sus poemas. Sus materiales son los sueños y las pesadillas, los clásicos, los modernos, las profecías originadas en un pasado remoto. Sus predicciones, apocalípticas, hablan de la civilización autodestruyéndose con las bombas atómicas.

¿La esperanza del poeta es evitar lo inevitable? Me recuerda una reflexión de Francis Scott Fitzgerald sobre las heridas en los sentimientos: decía que nunca se curan, la gente se acostumbre a ellas y sigue avanzando hacia ningún lugar, que es la muerte. Nuestra época se habituó al trauma nuclear, con los terribles experimentos de Hiroshima y Nagasaki, detonados en aras de «la libertad». Óscar Hahn nos advierte que esas heridas estarán abiertas para siempre.

Sin embargo, no enfrenta la muerte con amargura. A menudo la trata con ironía y la humaniza, no con la forma convencional de una calavera, sino como el recuerdo de alguien que yacía en el olvido. Puede ser un amigo o un enemigo, pero el encuentro siempre es triste. Le sorprende la urgencia por destruir el planeta e intenta una perspectiva cósmica; entonces nada parece demasiado importante… Pero su humanismo se rebela y defiende los valores trascendentes del ser humano.

Él mismo no pretende un destino superior al resto. Sus versos no explican un credo, sino melodiosamente mencionan algunas cosas, como «el viento que en el cielo de la noche gira y canta». Inducen un agnosticismo triste y amable. Se dice que un agnóstico no tiene nada que discutir con un creyente o un ateo. Y es cierto. Pero puede levantar una verdad poética, que no necesita de la ciencia o la teología para demostrar su belleza.

 

La muerte se diluye entre los dedos como la arena.

 

Su lenguaje a veces es prosaico como una novela epistolar, o rítmico como un soneto de la Edad de Oro. O incluso ambos. En sus poemas más logrados, es un efecto «espontáneo». Me imagino rimarle mi amor o desamor a una mujer y sin afectación alguna. El coloquialismo es su virtud más entrañable. Como otros poetas chilenos (Neruda, Teillier o Barquero), busca el diálogo con el hombre sencillo, de pie o ambos cayéndose del andamio.

Valora a Raymond Carver, poeta norteamericano que le rindió tributo a Neruda. Hahn es un puente entre las poesías de América del Norte y del Sur, pero siempre con el castellano mestizo de los chilenos. Así se nota en la melancolía, que a veces alterna con ritmos jazzísticas. Expresa la conciencia apagada de la clase trabajadora estadounidense, seguida de unas cuecas altisonantes o pícaras.

Quizás sea superfluo subrayar la importancia de la música en su poesía. Sólo diré que me ha complacido releerla escuchando canciones. Especialmente de noche, si bien sus poemas se pueden descifrar en el Metro y luego observar sus efectos en los pasajeros.

Su retórica es invisible, poco común en autores con formación académica. Quizás sin una dictadura en 1973, se habría dedicado exclusivamente a la Literatura. Pero eso sería en un mundo ideal y no se necesita de un golpe de estado para saber que jamás habrá uno así. Lo justo es reafirmar los hechos: no escribió nada en una torre de cristal y hay que leerlo con conciencia histórica.

Pero no sólo se interesa por la realidad, también escribe de fábulas. En especial con la muerte, algo de lo que no existe ningún testimonio fiable. Acepta esta «condena sin culpa» dialogando con personajes míticos. Sus versos se vuelven un juego cultural, como una ronda infantil. La inteligencia nos da alas antes de arrojarnos al abismo. Es una entretención.

Jorge Teillier intentó escribir la última palabra sobre la muerte: «respiramos y dejamos de respirar». Óscar Hahn, en cambio, habla una y otra vez de ella. Hay algo fantasmal en sus versos:

 

No tienen ojos pero pueden ver

eso que solamente pueden ver los muertos

 

No tienen oídos, pero atentos oyen

la música sin fin del universo.

 

Es el mundo paralelo, el de la intuición, el inconsciente y los sueños. En un viaje onírico Hahn visitó un planetario y volvió a la infancia. Descubrió que la muerte tiene ojos y oídos y es una suprema soledad.