Por Ohuanta Salazar

Dos cuentos del libro «Patios de Obanta», de esta escritora argentina.

Ojos para verla

Había decidido hacerlo definitivamente aquella noche.

Aún no habían terminado de cenar, cuando sus padres lanzaron su morral sobre la mesa. Pudo anticipar el terror en la postura de sus hermanitos. Ese ritual de cabezas gachas, ojos perdidos en silencio y temblor disimulado con rigidez. La arrastraron del brazo y, ya en el patio trasero, los obligaron a mirar mientras ardía en llamas su morral. Recorrió lentamente con la mirada esa oscura ronda de siluetas interrumpidas por las llamas y sólo se detuvo en el brillo lloroso de los ojitos de sus hermanos. Notó que esta vez ella no estaba llorando. Comprobó que una tristeza inmensa se había desprendido de su interior, dejando un vacío de cualquier dolor. Recordó una vez más las consignas tortuosas, los castigos soportados, las palabras despectivas. Entendió que por fin sus padres habían conseguido atravesarla de lado a lado y desanimarla de toda emoción. De pronto, esos padres eran sólo sombras extrañas para ella. Fue entonces, que la vida que tanto le había pesado, perdió la dimensión que tuvo y un momento de levedad la envolvió. Un alivio se liberó en su interior al precipitarse ese pensamiento oscuro, que la había rondado muchas noches antes. Desde que era una niña quiso morir.

Esperó en su cuarto a que todos durmieran. Sentada en penumbras en su cama, abrazó la almohada que tantas noches había aprisionado sus llantos. Se despidió de cada rincón del dormitorio, donde su dignidad había escarmentado: allí, debajo de la cama, donde no volvió a esconderse nunca más, desde que aprendió que sólo agravaba la tortura posterior; allí, en la esquina de las penitencias, donde había tenido que sostenerse en semicuclillas, sin disminuir la contracción de las piernas bajo pena de más golpes; o allí, dentro del placard, donde era encerrada en  la oscuridad, el tiempo suficiente para cansarse de llorar, mearse y también para haber movido, de a poco, con las uñas, una placa del fondo y esconder aquel morral. Ese placard de donde era liberada cuando respondía correctamente: ¿Por qué te encierro en la oscuridad? Porque no hay ojos para verme, papá

Ese morral, que acaso nunca tendría el valor de usar, estaba siempre listo. Contenía las pocas cosas necesarias para que pudiera vivir donde fuera: casi nada de ropa, poco dinero (ganado por realizarle informes a compañeros de colegio, y algunos vueltos olvidados), su libro de Alfonsina, su cuaderno donde escribía cuentos de muerte y libertad, y aquel dibujo. Ese dibujo hecho por sus hermanos, que siempre la había hecho llorar: Un cielo azul oscuro de acuarela sin luna con muchos ojos coloridos y tiernos, volando en la noche como si fueran estrellas. Sus hermanitos le susurraron que eran ojos para verla.

Ella, algunas noches, se había escabullido en la soledad de su cuarto y liberaba las cosas de su interior, sólo para imaginar posibles escapes. Otras noches había escrito clandestinamente, en su cuaderno, apenas iluminada por la luz de la ventana de su cuarto. Y otras noches, cuando sus pesadillas eran tan fuertes que despertaba llorando de espanto, ella había acudido, a tientas y desesperada, a su morral, tanteando ese dibujo con sus manos y encontrando alivio al abrazarlo en su pecho. Y alguna de aquellas noches había conseguido conciliar el sueño, soñándose acunada bajo ese cielo de ojos tiernos…

Se despidió de la ventana, que alguna vez se animó a saltar en intentos infructuosos por escapar y miró desde allí, cómo su morral, esa única esperanza clandestina de libertad, era sólo cenizas en el patio. Sigilosamente, recorrió la casa. Les dejó un beso silencioso a sus hermanitos y fue en busca del arma de ese hombre. Ella sabía dónde encontrarla. Ya la había encontrado muchas veces antes, desde los diez años.

Esa arma con la que aquel hombre la humillaba ¿Por qué te estoy apuntando? Ella debía responder: Porque soy una inútil, porque no valgo ni un sorete de paloma ¿Y por qué no te disparo? Porque no valgo ni la Bala. Muy pocas veces, se había sentido apenas valiente para negarse a responder, esperando que ese hombre por fin le disparara. En cambio escarmentaba su atrevimiento con palizas inolvidables, que nunca llegaron a matarla. Luego debía escuchar a aquella mujer. Si sabés cómo es, tarada, hacé lo que te pide…Te cuesta muy poco dejarlo tranquilo… Después, por tu culpa, hijita de puta, se la agarra conmigo. La muerte se le había negado muchas veces. Cada noche, desde los diez años, en que ella misma se había llevado esa pistola a la boca y titubeó. Cada vez que no pudo dispararse, se sintió más frustrada y más cobarde. Pero esa noche no le temblaba la mano.

Entró al dormitorio. Los observó dormidos y por primera vez en su vida no sintió miedo. Decidida, desafió a las voces en su cabeza. “yo no soy un sorete de paloma”. Disparó.  “No, yo no soy un sorete de paloma”. Disparó.

Salió de la casa con las manos vacías, sin equipaje, sin poemas, sin cuentos. Tras una estela de cenizas, se disolvió en la noche, bajo un cielo de ojos tiernos, sintiéndose libre y valiente para siempre. 

El Tanque

Obanta queda lejos de la ciudad. Cuando mis papás explican cómo llegar, es tan difícil, que tienen que dibujarlo en un papel. Cuando los grandes olvidan comprar algo en la ciudad, todos suspiran molestos, porque parece que nadie quiere hacer un viaje tan largo otra vez. Y parece que siempre olvidan comprar lo que necesita el tanque.

Mi abuelo me explicó que el agua que tomamos todos los días se saca de adentro de la tierra. Una bomba sube el agua desde el fondo del pozo hacia el tanque. El tanque está muy alto, se puede ver sobre una esquina del techo de la casa.

El tanque se rebalsa cada vez que alguien olvida apagar la bomba de agua. Y siempre que pasa esto los grandes hablan otra vez del problema en la mesa. Mi papá dice que el defecto está en algo que flota. Mi abuelo dice que no, que es otra cosa la que se atora cuando el agua sube mucho. Mi tío Fernando, que es otra parte la que falla. Mi tío Marcelo, que todas esas cosas no sirven más y que hay que comprar nuevas. Mi abuela, como amenazando con no servir la comida, dice que sin importar cómo se llame eso que no funciona, alguien debe repararlo de una buena vez.

Mis hermanos y yo creemos que los grandes vuelven a hablar de lo mismo, una y otra vez, porque sus charlas terminan siempre sin terminar. Por eso, el tanque de Obanta hace muchos, muchos años que rebalsa si alguno se olvida de apagar la bomba. 

Cuando el agua cae desde ese lugar del techo, se forma una catarata helada. El agua está muy fría porque el sol no llega hasta el fondo del pozo, como nos explicó mi abuelo. Con mis hermanos aprovechamos para jugar. Nos divierte entrar y salir del chorro de agua. Cuando pasamos justo debajo de la catarata hacemos caras y gritamos cosas que los demás no pueden entender. Jugamos al “tío Marcelo”.

Mi tío Marcelo tenía 10 años cuando pasó.

Hace mucho, mucho tiempo, ese chorro de agua le salvo la vida.

Nos cuenta que un medio día, cada quien estaba en sus cosas: su mamá, ayudando con la mesa; mi abuela, terminando de cocinar; mi abuelo, cortando yuyos del patio de las naranjas; mi papá, arreglando una carretilla y mi mamá estaba dando la teta a mi hermano Sebastián.

De pronto, tres camiones entraron por la avenida atropellando las hortensias y levantando una nube de tierra. Eran muchos carros de asalto llenos de milicos de mier… Se calla porque se acuerda que mamá no quiere malas palabras. No nos dejan decir milico. Tampoco podemos decir mierda. Mi tío respira hondo y sigue con la voz un poco más tranquila. Pasa que la voz se le pone nerviosa cada vez que habla de los milicos.

Frenaron sobre el cantero de violetas, saltaron apurados desde los camiones y entraron corriendo a la casa. Todos tuvieron que dejar de hacer lo que estaban haciendo. Nos encañonaron contra la pared de atrás. Mi tío Marcelo nos explicó que encañonar no significa apuntar con un cañón, pero un poco sí.

Nos apuntaban con las armas, como si estuvieran listos a disparar. Mi tío hace tantas formas en el aire con sus manos que podemos imaginarnos donde estaban todos. Tu mamá estaba allá… Tu papá aquí… Tu abuela… Y yo, justo parado en esa esquina debajo del tanque.

Dice que los milicos preguntaban todo gritando y que él no entendía casi nada de lo que decían, sólo que iba a terminar rápido.

Una vez le preguntamos qué era lo que iba a terminar rápido. No nos respondió. Se quedó callado un rato largo, con los ojos tristes. Parece que él tampoco sabe la respuesta.

Mi tío Marcelo cuenta que temblaba de miedo. Agarrado muy fuerte de la mano de mi abuelo le preguntó en voz muy bajita ¿Éstos señores nos quieren matar? En ese momento un milico vio sus movimientos, lo apuntó directo a la cara y gritó algo. A mi tío del susto se le anudó la voz en la garganta, soltó la mano de mi abuelo, quedó firme, pegado a la pared y sin poder contenerse comenzó a llorar. Su mamá pidió tenerlo cerca pero no la dejaron. El milico, gritando, le apoyó el arma en la frente a mi tío Marcelo ¡Los machitos no lloran! ¿Sos mariquita? O ¿Sos machito, vos?

En ese momento comenzó a caerle encima un gran chorro helado, que lo hizo soltar un gran suspiro de frío. El milico se alejó para no mojarse, burlándose.

El tanque rebalsó porque nadie pudo apagar la bomba.

Mi tío debajo del chorro de agua, tiritando, pudo llorar con todas las ganas y mearse del miedo, sin que el milico se diera cuenta.

Por eso, ese chorro le salvó la vida.

Cuando el tanque de Obanta rebalsa, jugamos al “tío Marcelo”. Entramos y salimos del chorro, gritando palabras que sólo nosotros entendemos. Debajo del chorro de agua, la voz nos suena rara: “¡Milico de mierda!” “¡Sí, estoy llorando, milico boludo!” ¡Nos morimos de risa! Los grandes no pueden entender lo que hablamos y no pueden enojarse. Ellos nos castigan si decimos malas palabras, por eso, las decimos debajo de ese chorro, que siempre nos salva.