Cuentos, Rolando del Río
Editorial Kultrún. 149 págs. 2017
Por Juan Mihovilovich
No es ninguna novedad decir que cada escritor construye un mundo propio, un universo particular como parte de su condición humana y que mirado en la perspectiva de los demás, erige un espacio y un tiempo, real o imaginario, donde los símbolos, las esperanzas, los sueños, las fobias, los resentimientos y hasta los anhelos de justicia ocupan un lugar permanente o transitorio, sin perjuicio de las incontables búsquedas personales que hacen de esta vocación una misteriosa necesidad.
Todo escritor, entonces, es un artífice de sus creaciones y por ende un desmitificador de lo que observa, de los seres y objetos con que se encuentra, de las personas con que le toca lidiar o relacionarse a diario. En esos mundos que giran al compás de sus propios dilemas interiores el escritor intenta descifrarse, comprender las variables de sus apreciaciones, sus mutaciones, sus metamorfosis y procura, como un náufrago en medio de un océano de palabras, encontrar los términos apropiados, razonables, relativamente idóneos para hacerse entender, para “revelarse o rebelarse” y en ese intento tratar de intuir fragmentos de todo lo que existe a su alrededor.
Sus conceptos de la vida, sus sentimientos, sus desequilibrios, sus fantasmas, sus estados de ánimo, sus vacilaciones, sus certezas e incertidumbres, sus anhelos, luego cobran forma a través del verbo, de la creación, y no hay nada más grande ni más pequeño al mismo tiempo que emular al Dios que se lleva dentro y que se pregunta siempre por las viejas interrogantes del ser y estar en el mundo.
Rolando del Río ha sintetizado aquí parte significativa de todo lo anterior. Palabras más o menos, incursiona por los derroteros donde el hombre debate, pregunta, responde o deja las réplicas para que quien pretenda desentrañarlo, acomodando sus opiniones y conceptos a lo que este autor propone. Y lo que postula no es una alegoría superficial, frívola o de segunda mano. De ninguna manera. Lo que Del Río pretende es hacernos participe a través de sus personajes de los cuestionamientos sobre la época, la historia, el desarrollo individual, los estudios universitarios, las ideas materialistas, los atisbos sobre la trascendencia, las especulaciones filosóficas, las percepciones sobre el sexo, la religión, el agnosticismo, la niñez, la fábula, la justicia, la política, el mito o la leyenda. Todo aquello vibra en estas páginas y seguramente otros aspectos que se escapan y que los lectores acuciosos podrán dilucidar.
Desde la Plegaria del Cultrún hasta Un Alce en la Universidad se despliegan en 21 textos bien logrados, cada uno en su especificidad y trasladándonos hacia situaciones conmovedoras o que despiertan ocasionalmente dosis de un soterrado humor cáustico. Y no solo eso: el dolor, la ignominia de los actos despóticos, el amor idealizado o la juvenil pasión erótica desfilan en un caleidoscopio de remezones fulgurantes que nos permiten adentrarnos hacia un universo donde conviven también la magia y el espejismo de lo irreal.
Me permitiré desglosar en cuatro segmentos arbitrarios los contenidos de este libro.
Así el indigenismo o una aproximación a la ancestralidad, el mito o la leyenda se yergue en varios cuentos con sus luces y sus sombras y en medio de su desolación primigenia el amor desprovisto de egoísmo, desapegado y puro se visualiza en La Plegaria del Cultrun: una historia desgarradora que coloca en el centro mismo del desamparo a la madre, la hija que parte y la nieta desválida y limítrofe que llena la soledad de la abuela. Solo que ese amor inmaculado no basta para que esa nieta deficiente quede abandonada en medio de una realidad inhóspita, únicamente amparada en lo que, se supone, es la infinita bondad de Dios.
En Trauco amado mío, la fábula se entroniza en un poblado pequeño y la porfía erotizante del personaje mitológico ha desestabilizado las creencias particulares de sus habitantes, de la autoridad, de los varones que ven disputado su machismo secular, en tanto las mujeres se ven atraídas hacia ese ser fabuloso que las envuelve en su poderío sexual, porque las mozas del pueblo lo aman: “hay que ser mujer para entender al Trauco y hay que ser el Trauco para comprender a las mujeres”.
El trapero Raín, narra el encuentro de un forastero citadino con Raín, un hombre bueno y sabio que le dará respuestas sobre su soledad. Rain ha tenido experiencias de todo tipo, especialmente amorosas, que terminaron en traición. La salvación fue su soledad y el visitante entiende que el amor al que regresará también es incierto y el trayecto, que al fin es lo único que cuenta, también constituye un resumidero de sorpresas. Nada es luego para siempre.
Sobre el amor, las pérdidas, la discriminación y la ilusión. En ese segmento destacan Chaucha los padrinos, un cuento con ribetes cinematográficos. Un capitán de la milicia se afinca en un perdido pueblo de la Región del Maule huyendo del progreso cosmopolita, adquiere tierras y se convierte en hombre acaudalado. Su hija María Perpetua es su bendición, un ícono sagrado, aunque sometida a su dominio asfixiante, y que como reina de belleza tiene el poco tino de enamorarse de un hijo de campesinos. Ella será seducida por uno de los descendientes de los Matte, familia que manda en la Región y el día de la boda es secuestrada por Celedonio, el campesino pobre con quien la adolescente dará curso a su contenida pasión. Apresado el joven recuperará su libertad y se reiterará el mismo hecho, solo que con otro pretendiente: el mayor Mendoza, que estuvo a cargo de la cacería del muchacho. Como en una historia del lejano oeste, la misma boda y el mismo secuestro. Sólo que ya no habrá regreso: María Perpetua pasará frente a la casa del padre enrostrándole su desprecio y partirá con rumbo desconocido tras la felicidad.
En La pared y la mariposa, la sensación de irrealidad marca la narración. Es posible que el sueño se convierta en algo físico, palpable. Un hombre puede enamorarse desde su condición marginal, y ser rechazado y perseguido por el padre de ascendencia inglesa por el simple hecho de tener un apellido indígena: Millalonco. La discriminación marca y segrega hasta ejercer el poder del encarcelamiento con testigos falsos para acreditar un robo inexistente. La mariposa es el símbolo de la libertad y del amor trascendente, más allá de la muerte de la enamorada. Aquí se entrecruzan el idealismo de un abogado y el encuentro posterior con el joven que ya es médico y cuyo hijo se casa con la nieta del magistrado corrupto que amparó la injusticia, en una azarosa ironía del destino humano.
En El inefable Hotel Malasia, los espacios inter dimensiónales juegan a desvirtuar las sensaciones materiales del protagonista que, poseído de un insomnio febril siente y percibe la evanescencia del mundo sensorial e incursiona en los deslindes de lo fantasmagórico.
Quizás si donde la fugacidad existencial y el brote del amor descontaminado surja con mayor fuerza, sea en La incontable historia de María. En términos similares a Chaucha los padrinos, los afuerinos llegan también a radicarse en un pueblo perdido, sólo que el desarrollo y desenlace de la historia tiene matices bien distintos. El amor será fruto de la atractiva combinación del niño marginal enamorado de la niña bien. Aquí se engarzan las complicidades de la nana, una mujer voluptuosa y bien dotada, partícipe de los juegos sensuales de ambos jóvenes. En ese despertar de la virginidad común hay un dejo de inocencia candorosa que mezcla el erotismo con la dulzura mutua que, invariablemente, terminará con la erradicación familiar de la joven y la evocación nostálgica del niño, que ya se ha hecho hombre con el tiempo y la distancia.
Sobre política y religión. Dos de los relatos más originales se insertan en este segmento: Mágica Luna y El Papa no cree en Dios. En el primero la muerte del presidente Allende y la tragedia del país a contar de septiembre del 73 marca a una generación completa. El encuentro de los retornados es de una profunda tristeza y melancolía. Se especula sobre lo que pudo ser, los sueños abortados y en especial de la expectativa que rodeó las primeras horas de quienes se sentían revolucionarios y esperaban las armas que nunca llegaron. Allí, en medio de la tensión, se suscita también el amor clandestino y la esperanza de un nacimiento, que el personaje principal ignora, hasta que su interlocutor le muestra el signo de la evidencia: una carta y una fotografía de la circunstancial pareja en el exilio. Entonces, la hojarasca es un camino y las preguntas regresan sin vuelta hacia el paraíso perdido.
En cuanto a El Papa no cree en Dios, ya el solo título merece una mención aparte. ¿Cómo es posible que la máxima autoridad del catolicismo en la tierra adolezca de esa fe esencial? ¿No es acaso una aberración que el mundo ignora? En un viaje a la Habana por nostálgicos chilenos que buscan una justificación de lo extraviado y que anhelan revivir en las pasiones ocasionales de un viaje de turismo, se encuentran con un joven cubano que ha sido adalid secundario en la reciente visita papal a la isla en la década de los 90 del siglo pasado. Por esas casualidades que nunca son tales, le toca presenciar por una puerta entreabierta un diálogo inusual: El Papa, en la soledad de su habitación increpa a Dios, reniega de su existencia y lo cataloga como un ser egoísta que permite la iniquidad y el dolor humano. El Papa no cree en Dios, y ese secreto debe ser guardado por la iglesia so pena de su destrucción inminente. Ese es el corolario matizado por el silencio que produce la información y por el consiguiente abandono a la pasión carnal en que el grupo de visitantes se enfrasca: hay que olvidar el descreimiento y asumir que en la tierra los ángeles tienen forma y rostro de mujer.
Mi General y Hermano a la guerra no quiero ir, completan este cuarteto de narraciones, con la misma perspicacia narrativa de los anteriores.
Sobre la justicia y sus derivados. Nítidamente resalta uno de los textos más relevantes del libro: Nosotros los delincuentes. Una reunión de pequeños burgueses, profesionales todos, que han sustentado sus vidas al amparo de sus títulos universitarios, que asumen un tema de interés, lo desmenuzan, dialogan, discuten y concluyen. La delincuencia es el llamado de atención a cada uno y, salvo el narrador, son participes de “secar” a los dueños de lo ajeno en las cárceles del país. Pero, basta una sola pregunta para redimensionar la conclusión general: ¿Quién de ustedes ha manejado alguna vez en estado de ebriedad?, pregunta el narrador. Respuesta: todos. –Pues bien, se trata de un delito. Y a partir de esa simple constatación se abre la caja de pandora: todos los asistentes van sacando algo oculto; una doctora, cuya negligencia culpable derivó en la muerte de un recién nacido; un abogado que utilizó testigos falsos; un arquitecto que alteró las bases de un concurso público; un ingeniero que chantajeó a terceros; y un militar que reconoció el embuste del famoso Plan Z luego del Golpe Militar que derrocó al presidente Allende. En suma, todos somos delincuentes ciertos o potenciales…y la conclusión queda flotando en el aire como una sentencia de pronto develada. En Un Alce en la Universidad, se mezclan esos extraños avatares del destino que un día debe consumarse. Las piezas, como en una hábil movida ajedrecística, se colocan de tal modo que el desenlace resulta, en apariencia imprevisible: las jugadas parecen infinitas, pero están allí y el arquitecto del universo se esmera en situarlas a nuestro alcance para divertirse o para que nos asombremos del misterio que las envuelve. El joven que va a su examen de grado en la Universidad de Concepción sencillamente despierta tarde y está a punto de perder la hora, solo que el chófer del micro se apiada de él y sin ninguna otra exigencia que un acto de compasión lo traslada directamente a la Universidad sin detenerse en el trayecto. El joven se titula y ya muchos años después, siendo juez, recibe a un detenido por abusos de una adolescente. Sólo que se trata del mismo chófer que lo trasladó en su juventud. Una persona así no puede ser un delincuente, piensa el Juez. Y efectivamente, la joven delata a un tercero y el viejo chófer es dejado en libertad. No le acepta una invitación a comer y el Juez regresa a sus labores con la enseñanza de haber reconocido en el tiempo a un hombre justo y bueno.
Caballo Grande, Canero viejo, La Pincoya está llorando completan este segmento y la verdad es que todos ellos están premunidos de aciertos valiosos en el entendido de que intentan desentrañar las causas y efectos del comportamiento humano.
En suma, estamos ante un notable libro de cuentos en que el autor se ha esmerado por crear ambientes creíbles, verosímiles, mágicos incluso, donde la ficción cobra vuelo propio, con el uso de un lenguaje coloquial adecuado, certero en su línea estética y que mirado en la perspectiva de lo que hoy se escribe y publica tiene asegurado un lugar destacado en el concierto regional y nacional.
Lo único que podríamos reprocharle a Rolando del Río es no haber decidido antes esta importante variante de su vida personal y pública. Pero, como nunca es tarde, se agradecen estos relatos llenos de vida, pasión, amor y reflexión que colocan como centro gravitacional a la persona humana.
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.