Por Elizabeth Subercaseaux
Te veo en tu amada Cartagena, mirando al mar desde la pieza que agregaste. Te gustaba escribir allá, cerca de las olas, lejos de “esa espía” -así llamabas a la cordillera. “No me gusta escribir en Santiago porque tengo a esa espía detrás, me mira fijo, yo me doy vuelta, miro de reojo para ver si ya se fue, pero sigue estando donde mismo”. Te estoy viendo en el bar del City con don Lucho preparando tragos para los amigos. En distintas épocas. John Hassett, Hugo Galleguillos, Fernando Jerez, Tom Bradley, Eduardo Moubarak (el Mumo), la Tere Calderón, Pepe Donoso. Y después en el Hemingway con Alfredo Joignant, John Hassett y Juan Camilo. “Y ahora, la del estribo”, declarabas antes de empinarte la última copa.
Cierro los ojos y te veo en el funicular del cerro San Cristóbal. Querías subir para ver Santiago desde arriba. ”¡Cómo ha cambiado mi ciudad!”, decías mientras un viento helado ladeaba tu gorra de marinero. “¡Qué bien me hace este frío, tenía como hambre de un invierno chileno!”. Venías llegando después de once años de exilio. Hablabas de la rabia y la humillación que habías sentido, de cuánto habías echado de menos el aleteo de las palmeras de tu casa golpeando en los postigos, el olor a la cazuela de los domingos, el aplastante saludo matinal de la cordillera.
Después te veo corriendo en una protesta, “arranquemos, Elisub, que estos carajos están tirando balas”. Era una mañana de junio del año 1984.
Y ese mismo día, tarde en la noche, rendidos y mojados por el agua pestilente de los guanacos, te veo en tu casa de la calle Valencia. “Les voy a preparar un levantamuertos”, y te metías a la cocina para emerger a la media hora con el mariscal que era tu orgullo, todo tipo de mariscos frescos, hasta piures (te encantaban), cilantro, litros de vino blanco y mucho ají porque, para ti, si no tenía picante, no valía nada.
Te veo conversando con un vaso de vino en la mano. Con tus padres, Luis Enrique (tu compañero, tu ídolo, “el hombre que más he amado en mi vida”) y Lola, tu madre vigilante que te corría las pololas; te veo en la casa de tu amigo el arquitecto Ramón González, en esos almuerzos de domingo que eran como las guerras, se sabía cuándo empezaban, pero nadie tenía idea de cuándo ni cómo terminarían. Ramón hacía hervir agua en una olla gigantesca, un puñado de sal, diez cabezas de ajo y enseguida le echaba todo lo que tenía en la cocina, chuletas, papas, pedazos de carne, patas de pollo, costillas de lo que fuera, apio, y varias botellas de vino tinto. El cocimiento tardaba cuatro horas que se conversaban con risas, pisco y lo que fuera… tú nos contabas de tus primeros amores en las populares del Italia donde daban tres películas pasadonas y aprovechabas el aburrimiento para hacerle algún “gestito cariñoso” a la morenita que te acompañaba. Siempre hubo una morenita que te acompañaba, o una rubia, o colorina… y cuando recordabas a la que te había abandonado, “maldita y mala mujer” (de 15 años), te ponías a cantar “acuérdate que sin razón, te fuiste sin decirme adiós….” y nos pillaban las once de la noche, las doce, y el almuerzo parecía estar comenzando.
Te veo en tu amada Cartagena, mirando al mar desde la pieza que agregaste. Te gustaba escribir allá, cerca de las olas, lejos de “esa espía” -así llamabas a la cordillera. “No me gusta escribir en Santiago porque tengo a esa espía detrás, me mira fijo, yo me doy vuelta, miro de reojo para ver si ya se fue, pero sigue estando donde mismo”.
Te estoy viendo en el bar del City con don Lucho preparando tragos para los amigos. En distintas épocas. John Hassett, Hugo Galleguillos, Fernando Jerez, Tom Bradley, Eduardo Moubarak (el Mumo), la Tere Calderón, Pepe Donoso. Y después en el Hemingway con Alfredo Joignant, John Hassett y Juan Camilo. “Y ahora, la del estribo”, declarabas antes de empinarte la última copa.
Una marcha de la SECH y tú ibas a la cabeza portando el cartel “¡Y va a caer, y va a caer!” Un escritor joven que necesitaba el empujón y ahí estabas siempre, Poli, uno de los pocos escritores generosos. La envidia y las trenzas de poder no eran tu cosa. Tu cosa era la amistad, amar a tus dos hijas, Bárbara y Viviana, escribir. Garra, pasión, amor, sexo, traiciones. Tus cuentos no envejecieron nunca. ¿Cómo iban a envejecer si el amor y la muerte de la pareja son los grandes personajes? Dos Lagartos en una botella, Alacrán negro, El mar, Bajo la ducha, Las vacas flacas. Tampoco envejecerán tus novelas. Piano bar de Solitarios, El verano del murciélago… historias donde el amor y la despedida estuvieron tan presentes, “decíme qué pasó, no alcanzo a comprender”. Más de cuarenta libros salieron de esa pluma. Jaime Valdivieso, tu gran amigo y vecino en Cuernavaca, decía que tu signo literario era la vitalidad, el amor por la vida, la amistad, la comida. Y es verdad. Poli mismo era esas cosas y otras más, los tangos y boleros, el vino y los mariscos, las mujeres. ¡Vaya por Dios, que las amaste! Este viejo roble, generoso y bueno, con pinta de marinero griego, profundamente seductor y exuberante, que no creía en Dios y vivía en armonía con sus propias obsesiones, amó a más mujeres de las que me atrevo a contar. Llegan a mi mente los nombres de María Luisa, Maruja, la Guerita, Vesna, la Glu (así le decía), Alicia y tu chica, claro, que estuvo a tu lado hasta el final. “Las he amado a todas y las sigo amando a todas, solías decir, pero tú, Elisub, eres la única con la que no me he metido a la cama”, y largabas tu sonora carcajada y los ojos verdes se te achinaban y se tensaban los rasgos de tu precioso rostro varonil.
Te veo rodeado de cosas que te gustaban, los caracoles, las piedras, los instrumentos náuticos, astrolabios, máscaras, lapiceras, colmillos de animales, insectos en acrílico. Libros por todas partes. Y te escucho defendiendo a tu partido, el partido comunista, que nunca abandonaste porque si algo te caracterizaba, mi querido amigo, era tu sólida e imperturbable consecuencia. Creías en el amor, en un buen futuro de mayor justicia y felicidad para el hombre, y en el partido comunista. También creías en los sentidos, la sensiblería de los boleros, la queja amarga del tango. “Las letras de las canciones dicen lo mismo en toda época y en todo lugar”.
Poli, tú eres de los que van formando el alma de un país. Ahora que te fuiste vamos a quedar más solos. Mas lo comido y lo bailado, las miles de horas conversando, riéndonos de la vida, y el privilegio de haber gozado tu amistad por tantos años no me lo quita nadie. Gracias, amigo de mi alma. Vuela alto y tranquilo.
En www.theclinic.cl
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…