Un perfil ideológico de Armando Uribe

Por Iván Quezada

Un maduro Dostoievski, hablando de la nueva literatura rusa de su tiempo, dijo: «Todos salimos del capote de Gogol». En nuestra época y país, podríamos decir que la poesía de Armando Uribe es nuestro capote. Por mi lado, lo he seguido con curiosidad durante años. Al comienzo, como a muchas personas, me interesó su manera de hablar en público. Sabía doblarle la mano a los periodistas, posando con ironía para los fotógrafos, burlándose de la frivolidad. Incluso emprendió una cruzada en contra de los Estados Unidos, en donde, dice, se originan los peores defectos del mundo actual.

Leí su áspera poesía cuando trabajamos juntos en la segunda parte de sus Memorias. Fue un año entero de visitarlo una o dos veces a la semana para grabar su monólogo, luego revisar los textos y corregirlos. Con Uribe comprobé que un escritor con oficio no se hace problemas con la edición. Reconstruimos su vida y sus libros y me convertí en su alumno de Poesía. Me enseñó sus ideas psicoanalistas de la literatura, insistiendo en que sólo tiene valor lo que se escribe desde la experiencia, aunque sean estupideces o banalidades. Uribe mismo ha escrito sobre el vacío, la nada y el aburrimiento. Las circunstancias de su existencia modelan su escritura y a la vez son el espejo de su naturaleza.

¡Qué personalidad compleja y al mismo tiempo práctica la de Uribe! Conozco otros escritores de talento que nunca han publicado una línea, ya que sus aprensiones les impiden ponerse de acuerdo con un editor. Uribe, no. Está siempre abierto a entenderse con lectores, diseñadores, escritores, artistas y correctores. Aunque tiende a hablar solo, siempre permite el espacio justo para que la opinión de otro intervenga en la suya. La gente cree que es un gruñón, pero, la verdad, dicha actitud es el mejor ejemplo de su encanto social. Si la reprimiese su relación con los demás quedaría trunca.

Todo le sirve para tener la razón o poner en duda su capacidad intelectual. Como José Miguel Varas, quien fuera su gran amigo, es un hombre de un humor serio, aunque celebra con entusiasmo un buen chiste, especialmente si es ingenuo. Cuando la ironía le viene a su mente, se pone iracundo, discursivo, racional. Su mayor placer es recuperar una palabra perdida en su memoria. Si el vocablo le trae reminiscencias románticas (recuerdos de Cecilia, de bailes en que daba pasitos siguiéndola por la pista), guarda silencio, adusto como un personaje decimonónico… ¿quizás de Flaubert?

Como considera a la poesía una debilidad de su carácter, le interesan más los libros de ensayo, política, derecho y buenas costumbres. Sin embargo, sabe reconocer a un joven poeta valioso y es, sin lugar a dudas, uno de los mejores historiadores de su Generación del Cincuenta. Es un enigma saber qué discurre por su mirada cuando lee los versos de un desconocido. Al parecer, tiene una escala de valores y la pone a prueba intuitivamente. A menudo, compara su trabajo con el que descifra y siempre su juicio favorece al contrincante. Es generoso como crítico literario, aunque también disfruta a sus anchas de los chismes sobre los escritores.

Puedo afirmar que el Parque Forestal no sería el mismo sin Uribe. Su presencia es una bisagra con el pasado esplendoroso de la burguesía letrada de ese barrio. Si uno se detiene junto al monumento a Rubén Darío, se presienten los pasos de Julio Barrenechea, Juan Emar, González Vera o del extraño caso de Miguel Serrano. No obstante, con nuestro poeta uno obtiene algo mejor que la nostalgia: es la persona de carne y hueso, vociferante o meditabundo, dispuesto a creer en las más asombrosas historietas sobre el origen Chile, más por su valor literario que el histórico. Me acuerdo, por ejemplo, del hallazgo de Volodia Teitelboim, quien cuando joven habría descubierto que Hitler reclamó a Chile como una deuda de Europa con la despojada Alemania de su imaginación. ¿Fue verdad u otra de las invenciones de Volodia?

Para los neófitos debe de ser inconcebible su enorme biblioteca. Está por todos lados en su departamento, en las habitaciones, bajo las escaleras, junto a los muebles y sobre repisas tan altas, que los volúmenes resultan invisibles. Guarda todos sus escritos; sin orden, es verdad, pero con religiosidad. Su organización no es la de un bibliotecario, sino la de un abogado: hasta las novelitas rosas cobran el aspecto de librotes de códigos en sus estantes. Cada obra revela una anécdota, un buen o un mal momento, la cita con un amigo en un café de París, o la larga y tediosa jornada de trabajo en alguna universidad provinciana de Italia. En Europa, fue un chileno trasplantado; y en Chile es casi un europeo en el exilio. Salvo por un detalle: su orgullo nacionalista. Defiende sus genes indígenas con pintura de guerra. Se identificación con el pueblo chileno es absoluta, porque si no sus versos serían la repetición afectada de tradiciones literarias ajenas y que él conoce bien.

El criollo antiguo o viejo es su ideal. Se trataría de un caballero conservador-liberal (a la manera de Andrés Bello), quien consulta a los curas sólo para oponerse a ellos y cree que Chile posee una dignidad especial en Latinoamérica, con su castellano mejor que el de la península. No es un exaltado izquierdista en busca de una causa que lo saque de su comodidad, sino un hombre de convicciones profundas, la principal de ellas: su derecho a estar en desacuerdo con todo. Machaca el presente comparándolo con el pasado, aunque privadamente reconoce que siempre hubo algo equivocado en este país. En eso su mentor es Joaquín Edwards Bello.

Según él, la poesía se hace no con palabras, sino con sílabas, signos, fonemas y grafías. Pero constatarlo le causa desdén. Algo parecido le produce el género humano. Me ha dicho casi gritando, que las personas no debieran vivir más allá de los 65 años; en ese período uno ya habría realizado todas sus posibilidades y luego sólo restaría ser una carga para los demás. No obstante, escribir lo mantiene vivo, le da una razón para la sinrazón. Aunque sean versos brutos, aunque invente vivencias para no guardar silencio. (La paradoja dice que, desde que algo se inventa, se convierte en realidad. El mejor ejemplo son los sueños: ¿alguien puede estar seguro de que soñó algo y no fue una fantasía de su imaginación al despertar?).

De modo que sus poemas, incluso los más obtusos, corresponden a un trance mental, que él verifica en los hechos de su vida cotidiana.

Quizás sus mejores textos son los más simples. En ellos pasa revista a sus sentimientos profundos, los mismos que hicieron dichosa su infancia y melancólica su adolescencia. Evoca sensaciones que se diluyen en la arena de los días, pero que el verbo rescata por un segundo y las hace estallar como fuegos artificiales, que sólo presencia el poeta.

Para Uribe, un poeta con fama de mal genio, la tontería es su placer secreto, la oportunidad de enrostrarle al mundo sus defectos. Uribe pertenece a un grupo de escritores chilenos que teorizó sobre la versificación. Pero sus conclusiones, a pesar de sus esmeros racionales, provienen de la experiencia. El exilio, las veleidades del poder, la muerte de los amigos, el enclaustramiento en casa, la pérdida de la amada, todo lo condujo a reconocer la estupidez como la regla universal de la existencia humana.

Sin embargo, su amargura se ve matizada por un hecho: el lenguaje siempre es un juego. Los mismos juicios de Uribe sobre la tontera son lúdicos; cuando toca el tema parece jugar.

A nadie se le ocurrió antes que con la estupidez se podían derribar mitos. Empezando por el «Yo»: en opinión de Uribe, el mejor ejemplo de las falsedades intelectuales que nos aquejan. Aunque no pretende hacer una sátira, sus libros se podrían leer como el infortunio y el deseo de redención de otra persona, quizás un personaje picaresco.

Uribe piensa que gracias a la armonía sonora se cuelan los más insólitos significados, venciendo a los policías del inconsciente. Pero no sería un proceso automático. Se requieren condiciones favorables, como el azar. ¿Los hallazgos verbales serían producto de la casualidad? No lo sabemos. Uribe podría decir que la poesía es una tontería, o que el genio que crea nuevos sentidos con palabras trilladas es un humorista con escaso público.

El poeta desliza que todo es una excusa: las sílabas, el diccionario, la gramática, la vida del autor, la experiencia, la historia del mundo, las tradiciones orientales u occidentales. Hasta su idea de que la poesía se origina en el inconsciente sería un pretexto. Quien escribe aprovecha hasta al más mínimo estímulo para romper la página en blanco y lo primero que tiene a mano es la estupidez. Sería antiartístico que el mundo la despreciase (aunque irse al otro extremo y endiosarla, como se ve en los medios de comunicación, es ridículo y peligroso, por el retroceso a la animalidad).

Pero la tontería finalmente también es una excusa. La poesía sigue siendo un misterio, se encuentra en todas partes y en ninguna. Usa los nombres, pero no tiene uno propio, más allá del general.

Uribe es pragmático y por eso, ante tanta ambigüedad, siente vergüenza de ser poeta. Es cierto que ya aceptó serlo, pero a veces se lamenta y no le importa si alguien usa su culpa para darle «con una soga».

Por fortuna para él, la gente que lee poemas es tan poca y reservada, que sus rarezas personales permanecen (quizás para siempre) en el limbo. En todo caso, las imágenes, los efectos, las ideas, los recuerdos, las citas que emplea reflejan su moral y por tanto simbolizan su tiempo y experiencia. La ética puede asimismo ser un pretexto, pero en la poesía de Uribe es imprescindible.

Los experimentos literarios lo dejan frío. De hecho, dice que ya nadie porfía con que inventó tal o cuál recurso. Piensa que los vanguardismos se debieron a la bomba atómica: les habría urgido hacer cosas nuevas antes del fin de mundo. Como dijo Claudio Giaconi, la gente supo que Dios no destruiría el planeta, sino el hombre. Esta afirmación, tan pesimista, continúa teniendo eco en Uribe: la tontería que proclama es la de creerse dioses ahora mismo, cuando es una promesa de Dios para después de la Resurrección de la Carne. El catolicismo del poeta es un dilema para sus lectores agnósticos o ateos, que no son pocos.

Causan curiosidad sus prosas poéticas. Hay algo vivaz en sus «notas», como si a través de la escritura horizontal su comicidad se rehiciera y cobrase sus víctimas entre sus lectores más ortodoxos; probablemente, los curas. Uribe siempre ha sido un hombre de anécdotas e historietas, de modo que no extraña su deseo de contar, pero sí asombra la manera en que lo hace, volviendo una y otra vez sobre sus defectos, que ya ni siquiera merecerían una entonación especial. Es como si se burlara de la gente que se toma todo en serio.

Al fin y al cabo, ¿cuál vendría a ser la «Poética del Inconsciente y la Tontería» en Armando Uribe? Quizás el vacío luego de la muerte. Los mitos con que se alimenta en sus lamentos / serían un modo de pasar el tiempo / ante lo inevitable. Y sin embargo subyace en él la nostalgia por un paraíso inexistente. Si es verdad que la poesía es una grieta en lo cotidiano, como decía Clarice Lispector, en Uribe se trataría de una grieta insondable.

En definitiva, Uribe proclama que Chile es la capital mundial de la estupidez. El Neoliberalismo alcanzó su apogeo entre nosotros y sólo faltaría que alguien lo quisiera inscribir en el libro de récords de Guiness.