Por Rolando Rojo Redolés

El chirrido del timbre trizó la modorra en la vieja pensión de doña Rosaura, aquel domingo calurosamente tendido sobre el barrio San Pablo. Los tranviarios jubilados, en mangas de camisa y pañuelos de seda al cuello, movían las piezas de ajedrez con lentitud, como saboreando cada jugada. Isolda y Beatriz, las hijas solteronas de la dueña, bordaban en silencio. Yo leía una novela de Flaubert. A ratos, sólo se escuchaba el zumbido de los moscardones revoloteando jarrones con flores artificiales. Doña Rosaura sin sacar los ojos de un viejo y descuadernado “Ecrán”, golpeó las baldosas con el bastón nacarado para que Adela, la chica del aseo, interrumpiera su programa favorito, “La hora del tango”, y abriera la mampara de vidrio cincelado. Desde la calle San Pablo se filtró un brillo de riel pulimentado por donde antaño pasaba el carro cinco. “La busca un joven!”- gritó la mucama, y la vieja repitió los bastonazos, para que se le franqueara la entrada al impertinente.

Desde mi puesto, escuché gruesas zancadas de andariego y luego, una sombra descomunal se quebró entre los vértices de los muros abiertos por el último terremoto. Las piezas del ajedrez se inmovilizaron en una quietud de estatua. Los afilados crochet punzaron el vacío. Las pestañas rimeteadas de Isolda y de Beatriz abanicaron el aire rancio de la vieja pensión. Hasta los odiosos moscardones parecían haber interrumpido el zumbido monótono, cuando el espigado visitante descargó la maleta de cartón y el estuche de cuero negro que cargaba bajo el brazo.

-Rosaura Zenteno, viuda de Pantoja. ¿En qué puedo servirlo? –se presentó la vieja cuando unos dedos largos y nervudos aprisionaron su mano regordeta.

-Necesito un cuarto –replicó el hombre, y se volteó para auscultarnos con una mirada intensamente azul.

Todos sabíamos lo que vendría a continuación. Por eso nos concentramos con los ojos cerrados. Isolda y Beatriz apretaban los puños con fuerza como si se jugaran la última carta de sus vidas secas. “Libra”, “libra”, “libra”, martillaban nuestros cerebros, “Libra”

-¿Cuál es su signo zodiacal, joven? –interrogó la vieja, quitándose los anteojos de carey y haciendo girar la sortija de su viudez.

La dueña sólo confiaba en seres humanos nacidos bajo ese signo y nadie que no hubiera llegado a este mundo entre finales de septiembre y principios de octubre, merecía vivir bajo su mismo techo. El rubio visitante parpadeó sorprendido y respondió sin titubear:

 -“Libra”.

El tranviario más viejo movió el caballo blanco y el otro, avanzó alfil negro cinco dama. Isolda dio una puntada de crochet y enrojeció como colegiala. ¿Acaso no es demasiado hermoso, hermanita? Beatriz suspiró profundo y siguió bordando como si se le hubiera roto el corazón. Ahora nuestros pensamientos se concentraban en un “soltero, sin compromisos”. Era la segunda prueba de honorabilidad para la vieja, o quizás, una suerte de esperanza para sus dos solteronas. Doña Rosaura acomodó su voluminosa humanidad entre cojines bordados de garzas y miró hacia la calle. La gata angora dormitaba en su regazo, el sol reverberaba sobre un horizonte de antenas y una urdimbre de cables y tejados sueltos. La calle San Pablo, desoladoramente triste, copó las pupilas de la anciana. Hacia el oriente, el enorme cajón sin estuco del viejo y abandonado cine “O´Higgins”, se fundía en una policromada sinfonía de palomas flacas que sobrevolaban la galería en declive. La vieja dio un suspiro profundo como si por su mente desfilaran imágenes de un pasado más amable. Con la voz filuda por la nostalgia preguntó.

-¿Y tienes críos y mujer que alimentar?

El espigado visitante se acarició el mentón y respondió con tono irónico.

-Soltero y sin compromisos, mi distinguida dama.

La comunicación se había logrado. Una corriente subterránea unía nuestros deseos con esa figura desgarbada e irresistible.

-Es hermoso como un dios griego, hermanita- suspiró Beatriz, la menor de las solteronas y la mayor entornó pestañas de heroína romántica.

Desde que cerraron los cines del barrio, y desaparecieron las Fuentes de Soda en las esquinas, y clausuraron los clubes deportivos, las solteronas habían perdido la esperanza de encontrar novio entre una grotesca invasión de turcos barrigudos y obreros famélicos que por las tardes, vomitaban los depósitos de cosméticos que le habían cambiado el rostro a la otrora bulliciosa y alegre calle San Pablo. Hasta la ingenua Adela esbozó una sonrisa bobalicona y entonó bajito, varón pa quererte mucho, varón pa desearte el bien, varón pa olvidar agravios… Ahora, para que la vieja autorizara el arriendo, correspondía soplar mentalmente un “vendedor viajero”. Era el oficio de mayor prestigio en la escala de valores de la viuda. Reminiscencia, sin duda, de don Ramón Pantoja. “Treinta años recorriendo el país con sus muestras médicas”, como solía confidenciar la matrona en tardes de añoranzas. Nos acomodamos en los sillones, presionamos las manos en los respaldos, cerramos los ojos y nos concentramos en el vendedor viajero, pero un zumbido metálico avanzó desde las profundidades de la tarde. Los tranviarios se miraron extrañados, suspendieron bruscamente la partida de ajedrez, se asomaron a la ventana y se fueron de carrerita a sus respectivos cuartos. El rubio visitante, con el gesto impreciso de quien pone los sentidos en lugares diferentes, dijo.

-Músico.

El suspiro de las solteronas se enredó en la pestilencia de los jarrones con flores marchitas y un galope de hierro estremeció los cimientos de la tarde.

-¡El Cinco! ¡El carro Cinco! –gritó la Adela rescatándonos del desconcierto.

-¡Viene el carro Cinco! –volvió a gritar.

En tropel nos abalanzamos sobre la ventana. El angora remolón saltó de las faldas de la vieja con un maullido casi humano, mientras ella aleteaba en el sillón, tratando de incorporarse. Desde el fondo de la calle San Pablo, una serpiente de acero chisporroteaba contra los adoquines y nos ahogaba de asombro.

Cuando regresamos a nuestros respectivos puestos, vimos al espigado visitante levantando, sobre su cabeza, un hermoso saxofón. En la penumbra del salón brillaban las llaves plateadas y el pulimentado cuerpo del instrumento. El visitante apartó un mechón rubio de la frente y bajó los párpados como pidiendo permiso, después sopló suavemente y un sonido grave como la tarde, brotó del silencio. Los dedos del músico bailoteaban entre las llaves. El aire, hábilmente fraccionado, se transformaba en una melodía que empezaba a invadirnos por todos los resquicios de la duda. Pensé que la pieza podría llamarse: “Cuando los gatos maúllan en los tejados de San Pablo”.  Entonces, con un asombro anterior al asombro mismo, vimos que los muros recobraban la rectitud del trazo, que los floreros insinuaban la cadencia del vientre, que vasos, vajillas y servicios renacían con la pureza del vidrio, el metal o la greda, que los bordes recuperaban las ásperas dentaduras, que desde el interior de la materia afloraba un brillo prístino y, sobre nuestras cabezas se acomodaba un traqueteo de tejas en la reciente armadura de los alerces. Era como si alguien tirara cartas de baraja sobre el tapete verde de una mesa de apuestas.

El grito de la Adela nos golpeó en el corazón de la incertidumbre.

-¡Vengan a ver! El gringo Pepe está parado en la esquina.

Acezantes corrimos a la ventana y, en efecto, apoyado en el farol, fumaba el hombre que la policía abatiera en un remoto tiroteo.

-¡No puede ser! ¡Ese hombre está muerto!- balbuceó doña Rosaura y  se abrazó a sus hijas.

Al rato, regresaron los tranviarios. Lucían los tradicionales trajes de franela gris y la cinta roja de sus gorras brillaba como una aureola de fuego. El rubio y espigado visitante arrancaba con unos fortísimos que estremecían las tripas del instrumento.

-¿Dónde demonios van ustedes? –preguntó doña Rosaura.

-A recuperar lo que nos pertenece, doña. –contestó el ferroviario más viejo y luego, agregó- Los Aliados avanzan en Montecasino.

Pero el más joven, interrumpió con orgullo.

-Así será, pero el Ejercito Rojo avanza decididamente desde el Este.

Al llegar a la mampara, los dos gritaron al unísono.

-¡Eh, muchachos, acaban de abrir el “O Higgins”´.

El músico deshacía volutas sonoras en el aire y chorreaba cascadas de cristal sobre nuestras cabezas.

-¡Imposible! –gritamos todos y volvimos a pegarnos como moscardones en la ventana.

Un enorme luminoso relampagueaba en rojo y en verde, en cine y en O´Higgins. En el hall central, largas filas de espectadores se aprestaban a ver el estreno de: “Lo que el viento se llevó”, con la Vivian Leigh y el Clark Gable.

-¡Por el maldito demonio! ¿No habían transformado es porquería en un templo evangélico? –exclamó doña Rosaura y se quedó en silencio contemplando la calle que burbujeaba luces de colores y viejas consignas políticas ensuciaban la memoria.

En cada esquina, las Fuentes de Soda echaban al viento, el alarido de moda de la Brenda Lee

              ¡Weeeeelllll! ¡¡¡¡¡¡come litle baby let jump de broomsky come lets star now!!!!!

Ahora el espigado e irresistible visitante tocaba el suelo con la nuca, y el saxo elevado al cielo como un mástil de oro, despedía astillitas de luna. Isolda y Beatriz regresaron de sus piezas luciendo amplias faldas “plato”, zapatillas blancas, soquetes con vuelo y chasquillas adolescentes. Repasaron el maquillaje frente al paragüero y prometieron regresar del baile del club, “antes de la medianoche, mamita”.

Cuando los “Gatos Maúllan en los Tejados de San Pablo”, estaba por concluir, sólo quedábamos en el salón, un visitante despeinado y sudoroso, una interesante mujer esperando a un esforzado vendedor viajero, y yo, un niño marcado por la nostalgia, y cada vez más niño, más niño, más…