Por Rolando Rojo Redolés
Lo peor de haber llegado a la edad que tengo, es no contar con alguien de la familia que resuelva interrogantes sin aclarar, preguntas sin responder, curiosidades insatisfechas. Todos mis mayores están muertos. Soy el último sobreviviente de una larga y tradicional familia nortina.
Cuando el abuelo dilapidó en el juego y las mujeres la pensión y los ahorros de la abuela Carmen Luisa, ella echó mano a sus últimos recursos y, sin decirle nada a nadie, se embarcó en el Longino rumbo a la capital. Aquí compró una casona antigua en el barrio Yungay que se fue llenando con las amigas de mi tía Inés, con los colegas de mi tío Luís, con los pretendientes de mi madre Marta, con mi infancia, con los fieles pensionistas de la abuela que, por estudio o trabajo, también emigraban a la capital y, finalmente, con el abuelo que, con la cola entre las piernas, llegaba a cobijarse en el refugio que le ofrecía la abuela a un hombre que, por culpa de la diabetes y la próstata, había perdido el prestigio de fornicador infatigable (llegó a tener quince huachos entre las empleadas de la abuela, además de sus tres hijos legítimos)
Recuerdo la casa llena de amigos, familiares y pensionistas. ¿Qué los atraía? ¿Por qué buscaban a la abuela, a mi madre y a mis tíos? Los braseros del invierno con el mate y las sopaipillas pasadas, congregaban a decenas de coterráneos. Allí, infaltable, estaba Mario Mallegas, empleado bancario que una noche soñó entrando al hall central del Banco del Estado cagado hasta las patas: “En cada paso, la caca me brotaba del fondo de los zapatos, doña Luchita” –dijo aquella vez. La abuela le recomendó comprar un vigésimo de la Lotería. Mario compró el entero y se sacó los millones. Renunció a la pega e incursionó en negocios lucrativos, pero nunca dejó de visitar la casa de la abuela. También, alrededor del brasero se sentaba con los vestidos sobre las rodillas, la Leonor Zarricueta, hermosa y sensual profesora primaria, amiga de mi tía. Recuerdo la noche en que creyéndome dormido, confesó a mi madre que Moisés Ramírez, comerciante en quesos e infaltable en los almuerzos del domingo y en los festejos de los Luises, la había invitado a cenar y luego le propuso acostarse con él en un hotel. “¡¿Qué se habrá creído el roto de mierda, que una es puta?!” -protestó la Leonor con indignación-. Esa confesión me sonó tan extraña como incomprensible. Durante mucho tiempo no dejé de preguntarme ¿cómo sería aquello de invitar a una dama a acostarse en un hotel? Otro pensionista inolvidable de la casa de la abuela fue el Guatón Maldonado, funcionario administrativo de la Tesorería General de la República. Vivía en la pieza siete de la casona y siempre sospeché que era un eterno enamorado de mi madre. ¿Por qué le regalaba ramilletes de flores para su santo y la homenajeaba con deliciosos pasteles de la “San Camilo”? A mi me quería como al hijo que no tuvo. El Guatón era hincha del Santiago Morning y los domingos me llevaba al estadio a ver los partidos de ese club legendario. Me compraba insignias y banderines de esa institución deportiva. Durante años, cuando me preguntaban por mi club favorito, yo respondía: el Chaguito Morning, provocando las más curiosas reacciones entre mis amigos. A nadie le cabía en cabeza que un mocoso de nueve años fuera hincha del Santiago Morning, era como si confesara ser aficionado a las zarzuelas y los miriñaques. Una noche, el Guatón nos despertó con unos alaridos de bestia herida. Se le había inflamado el apéndice. Mi madre, tratando de aliviar el dolor, le puso una bolsa de agua caliente en el vientre. Craso error, la apendicitis pasó a peritonitis y el pobre Guatón casi muere, después de pasar semanas postrado en la Posta Tres. ¿Por qué no regresó a la casa? ¿Sufrió algún desengaño? ¿Se sintió vulnerable? De los innumerables estudiantes que pasaron por la pensión de mi abuela, el más emblemático, fue el entrañable Lalo Rojas. Estudiaba Derecho. Se emborrachaba seis días de la semana, menos el martes, ¿Por qué, Lalo? –le preguntaban todos. Y él respondía muy serio: “Porque el mundo terminará un día martes y quiero estar lúcido para apreciarlo en todo su dramatismo”. Los otros días de la semana, repetía un inalterado itinerario: se venía caminando desde la Estación Mapocho hasta la casa, entrando en todos los bares que le salían al camino. Llegaba como estropajo. Entonces trepaba al techo de su pieza encaramada sobre pilastras y con las manos abocinadas en la boca, lanzaba destemplados maullidos, provocando un escalofriante concierto de gatos de todo el vecindario. ¿Terminaría sus estudios? ¿Superaría, las díscolas serpientes que se le metían al cerebro? La señorita Inés Alfaro, enfermera universitaria, era la única de la casa que podía ver sangre, por lo tanto, su presencia era ineludible en cuanto accidente casero se producía. Era, además, la pensionista que gozaba de privilegios otorgados por la abuela. Por ejemplo, ocupar la sala de estar cualquier día de la semana, cuando la visitaba su novio, Pedro Pizarro Pobrete, minero de El Teniente. (Ella era enfermera del Hospital de Sewell y conoció a don Pedro cuando una roca le molió al obrero los dedos del pie) Yo espiaba a los novios a través de la cortina que separaba el living de mi dormitorio. Allí presencié las primeras escenas eróticas de mi vida. Don Pedro que llegaba encorbatado y compuesto como para asistir a un funeral, a los quince minutos ya se había bajado los pantalones y el trasero blanco y voluminoso de la señorita Inés, iniciaba, como el sol que se introduce lenta y suavemente en el mar, ceremoniosa entrada en el cartucho de dinamita que don Pedrito enarbolaba entre las piernas. ¿Qué habrá sido de los amantes clandestinos? ¿Sería casado y con hijos? ¿Dónde andará la señorita Inés llevando en su maletín de enfermera sus viejos amores ferruginosos? El abuelo Luis Samuel terminó sus días postrado en una silla de ruedas, mirando con ojos turbios el mundo, sin explicarse qué demonio hacía él en esta dimensión de tiempo y espacio. Adquirió una férrea mudez y sólo movía las pupilas azules siguiendo el desplazamiento de los pensionistas. ¿Qué escondían sus silencios? ¿Su vida de marino mercante? ¿Sus amores prohibidos? ¿Su orgullosa estirpe vasca? ¿Su mar…? ¿Su cielo…? ¿Su muerte…?
El más inesperado, el más insospechado, el más misterioso de todos los visitantes de la casa de la abuela, fue, sin duda, el Ciego Herrera. Así le decían: “Ciego Herrera”. Presumo que nadie sabía su nombre. El apelativo sonaba duro, cruel, porque el hombre era realmente ciego. ¿De dónde era? ¿Cómo apareció en la casa? ¿De quién era amigo? Nunca lo supe. Todos los viernes del año, lloviera, tronara, cayeran rayos y centellas, a las nueve de la noche, en punto, con precisión de reloj suizo, sonaba el timbre de la casa y todos, con una especie de escalofrío en la voz, murmuraban: “el Ciego Herrera”. Sentíamos sus pasos por el corredor de baldosas y su figura alta, enjuta, seca, de riguroso luto, se recortaba en el marco de la puerta del comedor. Paseaba su mirada sin vida por cada uno de los contertulios y con una voz erosionada por el humo de inagotables cigarrillos, saludaba con irónico estribillo: “Queridos amigos, felices los ojos que os ven”. Se sentaba en la silla asignada por la costumbre y mantenía un enigmático silencio que rompía para comunicar accidentes, cataclismos, muertes, desgracias nacionales y extranjeras. Era capaz de predecir terremotos, aludes, incendios y cuanta desgracia aqueja a este país desde tiempos inmemoriales. El Ciego Herrera no tenía rivales en el ajedrez. Sólo exigía que el oponente cantara su jugada. “peón cuatro Rey”. Y él, lenta, minuciosa, eficazmente, retorciéndose las hebras de su bigote manubrio de bicicleta, arrinconaba a su presa hasta dar jaque mate. Nunca se le vio reír. Lo único que parecía alegrarle la vida era la desfachatez con que lo saludaba el Lalo Rojas. “Este ciego del demonio ve debajo del alquitrán”. Sólo entonces, el Ciego Herrera mostraba una hilera de dientes pequeños y amarillos Profundo conocedor del alma humana, era capaz de detectar intenciones, malos pensamientos y desenmascarar en público acciones reñidas con la moral y las malas costumbres, como se decía en aquellos tiempos. Estoy seguro que todos temían que el Ciego Herrera les anunciara la data de muerte. Por eso trataban de pasar inadvertidos. Nunca nadie le contradijo ni lo miró más de la cuenta.
A las doce de la noche en punto, el Ciego Herrera se levantaba de la silla, dejaba flotando en la atmósfera una especie de vibración recelosa y, con mi tío Luís le acompañábamos hasta su casa. Vivía en la calle Mapocho, en unas casitas a orilla del canal que corría a tajo abierto. En medio del puente que atravesaba el torrente, el ciego se detenía, elevaba el rostro al cielo y, con el índice, nos indicaba constelaciones y estrellas, después, abría la bragueta y lanzaba al canal un chorro de micción fuerte y sonora.
Un viernes nebuloso de mi infancia, no sonó el timbre de la casa de la abuela, pero todos sentimos los pasos arrastrados por el corredor de baldosas y luego el estrépito de la puerta. Nos miramos a los ojos y, sobre la superficie de terror que tenían las miradas, se ocultaban lecturas más profundas que tenían que ver con la nostalgia por el mundo que se iba y con el desconcierto por el mundo que venía.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…