Roberto BolaoPor Cristian Montes Capó

Universidad de Chile

La intención de estas páginas es proponer una lectura del libro de cuentos Putas asesinas, de Roberto Bolaño, a partir del problema de la “crisis de la experiencia”. Por experiencia se entiende aquí lo que Martin Jay define como “el punto nodal entre la intersección entre el lenguaje público y la subjetividad privada, entre la dimensión compartida que se expresa a través de la cultura y lo inefable de la interioridad individual (…) la experiencia puede (…) sugerir lo que nos sucede cuando somos pasivos y cuando estamos abiertos a nuevos estímulos en el conocimiento acumulado que nos ha dado el pasado” (22-23). A partir de este concepto de experiencia, es posible afirmar que la idea de la crisis de la experiencia remite a la incapacidad del sujeto para articular su subjetividad a las complejas tramas sociales, culturales e históricas donde transcurre el devenir humano. Respecto a esto mismo, tanto Walter Benjamín como T. H. Adorno realizaron un diagnóstico de la época moderna en el que atribuyeron a las guerras mundiales –a la primera en el caso de Benjamín y a la segunda en el de Adorno- el haber iniciado un proceso de degradación de la experiencia. Estos sucesos traumáticos habrían producido la ruptura con un acontecer de hechos positivos y negativos que habían ido constituyendo una sabiduría trasmitida por generaciones.  Dicho saber portador de una verdad épica, en la cual la memoria individual se fundía con la tradición colectiva, fue degradándose progresivamente y dio paso a una experiencia caracterizada por la inmediatez, el aislamiento y la dispersión.  Como parte del mismo proceso, la dinámica capitalista, con su violencia y fragmentación creciente, fue derogando aceleradamente la vivencia de la colectividad.  En tal escenario la identidad de la experiencia y la vida continua y articulada que permitía anteriormente la actitud consistente del narrador quedaron en definitiva clausuradas. Una narrativa con sentido era reemplazada ahora por la sensación cruda e inmediata de la información.[1]

En esta misma línea de reflexión, Giorgio Agamben, plantea, en el año 2004, que la destrucción de la experiencia no depende actualmente de una eventual conflagración mundial, pues su deterioro puede apreciarse igualmente en el acontecer enajenado de las grandes ciudades, en el incesante flujo invasivo de los medios de comunicación y en la vida opaca de individuos cuyos actos no logran transformarse en experiencias integradoras ni en relatos comunicables (7-8). Agamben postula que en la actualidad los seres humanos carecen de una autoridad que pueda, a diferencia del narrador tradicional del cual habla Benjamín, disponer de la suficiente autoridad que permita garantizar una experiencia. Al no considerarse valiosa una autoridad que se sostenga únicamente en la experiencia se produce “la desaparición de la máxima y del proverbio, que eran las formas en que la experiencia se situaba como autoridad. El eslogan que los ha reemplazado es el proverbio de una humanidad que ha perdido la experiencia” (9-10). Finalmente, el filósofo italiano aclara que no es que las experiencias no existan en la actualidad, sino que estas parecieran generarse fuera del sujeto, dado su deseo inconsciente por liberarse de ellas.

Un común denominador en la reflexión de los pensadores mencionados es que la crisis de la experiencia se expresa en la imposibilidad de convertir los acontecimientos en una vivencia interior que devenga comunicatividad significativa. Esta conclusión permite desplazar la reflexión hacia el ámbito literario y, específicamente, al análisis de Putas asesinas (Bolaño 2001). Lo que aquí se propone es que en estos cuentos se aprecia una crisis de la experiencia, la que se escenifica en una forma de enmudecimiento que se apodera de la representación en sus diversos niveles. Surge así un espacio de silencio que se inscribe en la escritura, tanto a nivel de los personajes como en el ámbito de la enunciación.

Una particular forma de mutismo

Respecto al nivel de los personajes, la crisis experiencial se potencia en el despliegue del motivo del viaje, formante privilegiado de la aventura que revela aquí su desgaste simbólico. A diferencia del viaje iluminador de una nueva emergencia vital que, según Idelber Abelar, proliferó en la literatura moderna, el viaje en Putas asesinas consagra la improductividad del mismo (59). Deviene más bien ausencia de una revelación existencial que pueda salvar a los personajes de su deambular extraviado por una comunidad global y anónima que acentúa su desconexión con el lugar que habitan. Lo que queda en el paisaje citadino son personajes que “vagabundean a la intemperie sin rumbo ni dirección (…) En su desorientación no tienen ni fuerza para revelarse contra el desorden de lo real ni tampoco tienen nostalgia de un desconocido e hipotético valor central y unificador (…) el fin, el objetivo del viaje ha sido reemplazado por una miríada de objetivos parciales, momentáneos y siempre revocables (…) Huérfanos de valores y de fines propiamente tales, el discurrir de la vida no parece iluminado ni hacia atrás, en lo que la memoria registra, ni hacia delante, en la espera de un objetivo a alcanzar” (Peña 45-46).

El itinerar constante por espacios transitorios agudiza en los personajes una crisis de alteridad, puesto que en todos los lugares la tonalidad parece ser la misma y por ello no resulta significativo en qué lugar se está: “No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta; tal vez Benarés o Madrás, recuerdo que se le pregunté y que él ignoró mi pregunta” (17).

El desapego por los territorios que habitan se une a la dificultad de los personajes para establecer vínculos sociales. Elocuente en este sentido es la conciencia del desasimiento que tiene el personaje central de Vagabundeo en Francia, quien alude a la inexistencia de “puentes” para referirse a la profunda desconexión con el otro, en este caso con el padre de su nueva amiga: “En realidad nunca hubo puentes, ni siquiera colgantes” (87)

En El Ojo Silva, por su parte, la fragilidad de los vínculos se evidencia en que tanto el Ojo Silva como el narrador-personaje revelan una suerte de anestesia de los afectos. Al no conquistar realmente espacios afectivos con el otro la separación no pasa de ser un acontecimiento trivial: “El Ojo nunca se despedía e nadie. Yo nunca me despedía de nadie” (14).

Estos ejemplos atraídos permiten apreciar una visión de mundo signada básicamente por la imposibilidad de constituir una experiencia auténtica de comunicación. En este sentido, la perspectiva semántica que regula los verosímiles textuales se condice con el diagnóstico de época que señala que “En tiempo donde prima el narcisismo individualista y el capitalismo hedonista y donde la necesidad de excluir la necesidad de comunicación, negociación y compromiso mutuo es la respuesta deseable a la incertidumbre existencial producida por la fluidez de los vínculos sociales la relación entre lo individual y lo colectivo parece ser productiva en términos de reflexión sobre el sujeto contemporáneo y la violencia.” (Bauman 1999: 103).

En la totalidad de los cuentos, pero especialmente en aquellos donde es gravitante la presencia del exilio, los personajes encarnan la figura del sobreviviente imposibilitado ya de generar un impulso subversivo que permita transformar la realidad degradada. Es el caso de U, en Días de 1978, cuya debacle psicológica redunda en el suicidio anunciado y también del Ojo Silva, quien además de haber sufrido el exilio, la clausura de la utopía y la violencia de los “nacidos en Latinoamérica en la década de los cincuenta”, (11) pierde a los niños que le otorgan sentido a su vida; pérdida que concentra todas las otras pérdidas que lo han marcado como un sobreviviente.

La figura del sobreviviente no acarrea en su significado únicamente el miedo y el terror, sino también la pulverización de los sueños colectivos. En este sentido, “el sobreviviente aparece como portavoz de un reconocimiento que todavía hoy no puede ser escuchado por muchos: el proyecto revolucionario sufrió una derrota en esas miles de vidas, y en el terror que con la represión de Estado se impuso en la sociedad” (Longoni 297).

La dolorosa resignación de los personajes convive con un tipo de orfandad que se expresa en la ausencia de certezas respecto a qué es lo que les falta, qué se espera de ellos y qué pueden esperar del otro. Ejemplar al respecto es Vagabundeo en Francia y Bélgica donde el personaje central busca en las calles a cualquier mujer para establecer algún vínculo, “pero solo encuentra figuras espectrales” (87). El desencuentro con el otro parece ser la consecuencia de la dificultad por alcanzar una conexión consigo mismo: “Al llegar a su hotel se mira en el espejo (…) encuentra y esquiva sus ojos en una fracción de segundo” (96) El texto entra así en consonancia con la idea de Bolaño de que en situaciones límites de supervivencia se pierde el sentido del otro, ya que “el otro deja de ser un ser humano y se convierte en algo irreal” (Bolaño 2006: 80).

Estas características de los personajes los hace representativos de una sintomatología posmoderna que, según Guilles Lipovetski, se define por la ausencia de proyectos históricos y una sensación de “vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni Apocalipsis” (47). La carencia de referentes sociales, de alternativas utópicas, como también la imposibilidad de entrelazar la memoria individual con la colectiva inciden en la dificultad que tienen los personajes para armarse una imagen coherente de sí mismos y constituirse como sujetos integrados. Esta crisis de identidad entra en consonancia con las afirmaciones que realiza Zigmunt Bauman sobre el momento actual: “Hoy en día el problema de la identidad deriva fundamentalmente de la dificultad de conservar cualquier identidad durante mucho tiempo y de la necesidad de no aferrarse demasiado a ninguna”. (La posmodernidad y sus descontentos: 185).

Reiterando la hipótesis inicialmente formulada, lo que se plantea aquí es que la dificultad para extraer experiencias de lo vivido se concretiza en el enmudecimiento de los personajes ante situaciones sicológicamente comprometidas. Puesto que los aspectos sustantivos de la vivencia no logran ser procesados integralmente en sus conciencias, no pueden, por lo mismo, comunicarlos ni convertirlos en relato, y de esta forma la experiencia no logra consolidarse.[2] Es el caso del Ojo Silva, personaje fuertemente desconectado con las cosas del mundo, cuyo relato de los niños castrados en la India y ofrecidos como mercancía sexual queda suspendido en la angustia de constatar que del espanto no se puede finalmente hablar: “¿Lo puedes entender? Rehago una idea, dije. Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni los espectadores. (…) Ignoro cuanto rato estuvimos en silencio”. (20)

Otro ejemplo pertinente al respecto es el cuento Vagabundeo en Francia, donde el personaje se debate entre la abulia y la indolencia vital: “Se pasa cinco meses dando vueltas por ahí, sacrificio ritual, acto gratuito, aburrimiento”. (81) En su deambular “sin rumbo determinado” llega a las puertas de los museos, pero no entra, compra libros que finalmente no lee y realiza una serie de actos que solo le permiten interpretar los objetos que lo asaltan como “esculturas incomprensibles, el desfile de la humanidad doliente hacia la nada”. (90) Sin embargo, su extravío existencial parece al fin encontrar reposo al conocer a una mujer, hija de exiliados, que lo conecta a una realidad vital diferente.  Pareciera que a pesar de las diferentes formas de exilio que ambos experimentan la realidad les ofreciera una posibilidad auténtica de comunicación. Pero, a pesar de lo anterior, ambos constatan finalmente que tanto del pasado como del presente no pueden hablar y por lo mismo el silencio se instala entre ambos: “Finalmente no tienen nada que decirse y se quedan callados”. (p.86)

Esta situación de enmudecimiento se exacerba en los relatos donde los personajes son nombrados únicamente a partir de letras; carencia nominal que revela la ausencia de rasgos definitorios de identidad y la alienación del sujeto en un mundo donde el anonimato imposibilita la constitución de la experiencia. Ejemplar, al respecto, es Últimos atardeceres, donde B y su padre realizan un viaje de reencuentro familiar que va dejando, en cambio, al descubierto, una catástrofe afectiva: “más bien como un desastre, un desastre peculiar, un desastre que, por encima de todo, aleja a B de su padre, el precio que tienen que pagar por existir” (p. 56). El desencuentro que ambos sufren se escenifica en los momentos que el padre se sumerge en el agua para buscar su billetera y B, creyendo que su padre puede estarse ahogando se lanza al agua a salvarlo. Sin embargo, mientras su padre sube a la superficie con la billetera en la mano B sigue sumergiéndose sin poder cambiar su trayectoria. Se cruzan, pero no se encuentran.

Esta incomunicación radical es a la vez una crisis de comunicabilidad de experiencias que no han logrado configurarse en las conciencias de ambos.  Es elocuente, en este sentido, que cuando B pregunta a su padre por el nombre del caballo que cuando niño le obsequió, éste no recuerde nada. De esta manera, un acontecimiento significativo no logra aquilatarse como experiencia ni como relato comunicable y por lo mismo el silencio se densifica: “Su padre no sabe de qué habla, se sobresalta (…) Era un caballo, de Chiloé, dice, y tras pensar un instante vuelve a hablar de los burdeles. Pero luego ambos se quedan callados” (43).

Por último, en el caso de Dentista se está también en presencia de dos personajes aquejados por una decepción que abarca todos los ámbitos de su existencia: “Y de alguna manera procuramos desinteresarnos del lento naufragio de nuestras vidas, del lento naufragio de la estética, de México y de nuestros chingados sueños”. (187) Tanto la ruptura con su novia, por parte del narrador, como el sentimiento de culpa de su amigo dentista por el fallecimiento de una paciente india en su consultorio, constituyen el punto de partida de un relato cruzado por el fantasma de la muerte. Tal desazón, sin embargo, parecerá neutralizarse gracias a un acontecimiento altamente significativo para ambos. En las afueras de Irapuato y en medio de la extrema pobreza un adolescente indígena les posibilitará leer sus cuentos, acontecimiento que los hará ingresar en un nivel de realidad excepcional y diferente. La lectura de los relatos generará un cambio en la concepción del tiempo y en el estado anímico del narrador personaje: “El cuento tenía cuatro páginas, tal vez lo escogí por eso, por su brevedad, pero cuando lo acabé tenía la impresión de haber leído una novela (…) Ahora me sentí completamente despierto, completamente sobrio” (194). Todo parecerá concentrase en esa “noche decididamente literaria” que les permitirá “sentir la apertura de un agujero en lo real” y entrever “durante un escaso segundo en el transcurso de un sueño, el misterio del arte, su naturaleza secreta” (195). Sin embargo, dicha superrealidad es derogada en el momento que tratan de entender y compartir lo sucedido: “Comprendí que poco era lo que podíamos decir sobre nuestra experiencia de aquella noche. Ambos nos sentíamos felices, pero supimos (…) que no éramos capaces de reflexionar o de discernir sobre la naturaleza de lo que habíamos vivido” (195). Al intentar compartir el acontecimiento vivido, el enmudecimiento de su habla se impondrá nuevamente y se clausurará, en definitiva, la comunicación: “Tratamos de hablar de lo que nos había pasado el día anterior. Fue en vano” (196).

Como puede apreciarse en estos ejemplos, al no poder afirmar su identidad ni integrar lo vivido, los personajes de Putas asesinas no logran conectarse con su propia interioridad. Por tal razón sus vivencias no les permiten entender las razones de su infelicidad ni generar las eventuales salidas de sus crisis. Lo que queda de ello es una particular forma de silencio que es resultado, entre otras razones, de la desrealización del otro, producto del trance existencial que los personajes adolecen. Este enclave psicológico, determinante en la dificultad para elaborar una experiencia, es descrito por el mismo Roberto Bolaño al referirse a ciertas situaciones existenciales límites: “Creo que cuando estás en situaciones extremas pierdes el sentido del otro. La supervivencia solo te abarca a ti y a los tuyos; el otro deja de ser un ser humano y se convierte en algo irreal” (2006 80).

Escritura, indeterminación y crisis de lo inteligible

En cuanto al nivel de la enunciación, la crisis de la experiencia se evidencia también en la crisis de la narrabilidad, esto es, la dificultad de abarcar y traducir en lenguaje la tensión existencial de los personajes, sus engranajes sicológicos más profundos, sus deseos, las razones de su desesperación, en definitiva, su subjetividad. La insuficiencia de los medios narrativos para develar los contenidos de conciencia proyecta a los textos algo que queda sin decirse, un espacio de silencio correlativo al que se apodera de los personajes. De esta forma, aspectos como aquello que produce la violencia o la turbación existencial de los personajes queda en el ámbito de lo inefable y deviene núcleo inaccesible para el lenguaje.

La crisis de la experiencia incide narrativamente en la activación de un intenso dispositivo de indeterminación, procedimiento fundamental para el efecto de la prosa literaria que, según Iser, se intensifica a partir del siglo XVIII con Joseph Andrews de Fielding hasta llegar al Ulises de Joyce, donde el lector pierde definidamente el control sobre dicha indeterminación (112-117).  En Putas asesinas este mecanismo se expresa tanto en la imprecisión del acto de habla, en la inestabilidad referencial y en un nivel de la enunciación que “se sostiene con frecuencia sobre voces que han perdido su seguridad narrativa o sobre un dialoguismo discursivo que puede contribuir ya sea a la contradicción recíproca de voces o a establecer significativas relaciones intertextuales.” (Espinoza 54). En este sentido, si pudiese hablarse de una filiación literaria de Bolaño habría que remitirse a autores donde el procedimiento de la indeterminación posee un alto grado de elaboración estética, como es el caso de Joyce, Kafka, Benet o Borges.  Sin embargo, en los cuentos de Bolaño se radicaliza la incertidumbre respecto a qué es lo que ocurre en la interioridad de los personajes y en los núcleos de realidad e irrealidad en la que estos se debaten. Lo posmoderno de esta narrativa radica, entre otras cosas, en esta indeterminación de la realidad, ya que, desde ciertos ángulos, “la posmodernidad se destaca (…) de la modernidad y de la premodernidad, en que contrariamente a estas dos no acepta la existencia de realidad alguna que se presente como absoluta y suficiente, trátese de Dios, del Hombre, o de la Razón” (Fullat 27). Pero –y esta es una diferencia evidente respecto a otras escrituras posmodernas- la posmodernidad de los relatos de Bolaño no deja fuera la carga política que su escritura posee y potencia. Al respecto Chris Andrews postula que “Otra vertiente importante en la constitución de su obra es el postmodernismo, cuyos temas, motivos, y procedimientos Bolaño utiliza permanentemente. Desde el rasgo central y definitorio del rescate y la reapropiación de cuanto desecho cultural se pueda imaginar, hasta la celebración de la autodestrucción, del alcohol, del sexo, de la droga, de la violencia, (….) para conformar el mundo narrado por la reiterada preferencia por el relato de enigmas, por la forma  narración / pesquisa. Pero (…), Bolaño se distingue de las tendencias dominantes en el postmodernismo por su discurso político intrínseco, que atraviesa toda su obra” (97).

En el universo narrativo de Bolaño el tema de la indeterminación se articula al de la crisis de la experiencia, revelando la disolución de los marcos de inteligibilidad.  Según Félix Martínez Bonati, con la pérdida de la autoridad de las categorías éticas tradicionales y de las doctrinas abarcadoras, lo inteligible del texto, es decir aquello que queda subordinado a un orden conceptual preexistente, comienza, a partir del S XX, un proceso de disolución progresiva.  Se fragmenta así el sujeto narrativo y los mundos evocados carecen de sentido y estabilidad. En este contexto lo único que puede afirmar el narrador con fuerza cognitiva es aquello irreductible a categorías universales, esto es: la subjetividad, la casualidad, la inmediatez del vivir, etc (7-12). Los cuentos de Putas asesinas radicalizan esta crisis de la inteligibilidad y devienen representativos de una sintomatología posmoderna en la que se diluyen los marcos conceptuales que otorgan seguridad a la experiencia. Son textos receptivos a las inquietudes contemporáneas que, según Jean Baudrillard, se desprenden del nuevo imaginario social: “¿Qué queda del bien y el mal, de lo falso y lo verdadero, de todas las grandes distinciones útiles para descifrar el mundo y mantenerle bajo el sentido? Todos estos términos, descuartizados a costa de una energía loca, están siempre dispuestos a abolirse el uno al otro” (50-51) En Putas asesinas estas categorías de organización y valoración de la realidad son desarmadas a partir de la relativización de sus fundamentos clasificatorios.  Paradigmáticos son, en este sentido, los cuentos Putas asesinas -donde el narrador apoya su impecable lógica amoral con la tortura aplicada a su escogido amante- y El retorno, en el que la necrofilia alcanza una particular legitimidad poética.  Respecto a esto mismo, José Promis afirma que en la escritura de Bolaño “los conceptos del bien y del mal no funcionan de acuerdo a los criterios que utiliza la moral convencional para definirlos. Los términos de normalidad y anormalidad (….) se diluyen y reacomodan para asumir una fisonomía que es expresión pura de lo distinto, de lo anormal que al devenir normal se transforma en extraño, en arte, en poesía” (56-57).  

Crisis de la experiencia y limitaciones de la escritura

En síntesis, tanto a nivel de los personajes como de la instancia narrativa los cuentos de Putas asesinas productivizan estéticamente el problema de la crisis de la experiencia. Dicha crisis se reelabora en un contexto epocal responsable de la constitución de un tipo de sujeto representativo de lo que Fredic Jameson llama “el sistema internacional del capitalismo multinacional de nuestros días” (17), un sujeto volátil y flotante que Stuart Hall caracteriza como poroso, volátil, descentrado, proclive a asumir identidades diferentes; un sujeto posmoderno caracterizado por el síndrome de la fragmentación (27).  Este nuevo tipo de sujeto inaugura, según Félix Guattari, la época “del capitalismo mundial integrado”(31), la que se caracteriza por el derrumbe de las utopías, el descreimiento de la política, el relativismo creciente, la legitimación de una ética del consumo, la mercantilización de la experiencia, la negación de los discursos totalizantes, la crisis de lo local y la lógica de la globalización.[3] Respecto a esto último, Zigmunt Bauman  realiza una lúcida reflexión sobre los efectos de la globalización en el sujeto de la actualidad. Uno de los ángulos que potencia en su análisis es justamente uno de los tópicos más recurrentes en la narrativa de Bolaño, esto es la desterritorialización, tanto del espacio como del sujeto. Ya sea en sus novelas como en sus cuentos, la vida de los personajes se define básicamente por la inestabilidad y por el sentimiento de despertenencia a cualquier idea de patria.[4] Dicha característica del mundo representado coincide plenamente con lo que señala Zigmunt Bauman respecto a una condición definitoria de la actualidad, como es el permanente movimiento al que se enfrenta el sujeto y que al mismo tiempo reproduce: “En la actualidad todos vivimos en movimiento (…) algunos no necesitamos  viajar: podemos disparar, correr o revolotear por la Web (…) Pero la mayoría estamos en movimiento aunque físicamente permanezcamos en reposo. Es el caso del que permanece sentado y recorre los canales de televisión satelital o por cable (…) En el mundo que habitamos, la distancia no parece ser demasiado importante (…) A veces, da la impresión que solo existe para ser cancelada; como si el espacio fuese una invitación constante al desdén, al rechazo y la negación” (La Globalización: 103).

En el plano estético y específicamente en el literario, esta nueva sensibilidad se traduce en relatos que evidencian la crisis de desestabilización del sujeto y el intento, según palabras de Bernardo Subercaseux, de “borrar las huellas del pensamiento teleológico y erosionar la idea tradicional de la unicidad del sujeto como fuente de significación” (132).

La escritura de Bolaño revela de qué modo el descentramiento del sujeto se vincula al tema de la crisis de la experiencia y a la imposibilidad de articular lo vivido en una narrativa unificadora.  Lo que queda en la escritura es la configuración de un sujeto escindido que evidencia, a su vez, los límites del lenguaje. Ricardo Piglia, teniendo como referencia la catástrofe de los crímenes de las dictaduras latinoamericanas, señala que hay acontecimientos imposibles de ser trasmitidos y que suponen una relación nueva con las palabras ·1-32).  Con relación a esto mismo, Stéphanie Decante señala que “el desamparo frente al horror –fuente, acaso, del terror-, este miedo extremo que infunde espanto y angustia, que perturba y paraliza la misma escritura, constituye un núcleo estructurante de la obra de Roberto Bolaño” (123).

En el caso de Putas asesinas los límites del lenguaje tienen como telón de fondo no solo las masacres dictatoriales y el duelo irresuelto antes esas muertes, sino también una modalidad de existencia caracterizada por la disolución posmoderna.  Son relatos que prefiguran una “épica de la tristeza” [5] y ponen en escena el estigma cotidiano que define a los tiempos desastrosos, esto es, el experimentar la vida como trauma. Por ello se entiende el presentimiento generalizado de que las catástrofes acontecidas puedan nuevamente volver a suceder. En palabras de Gregorio Kaminsky: “lo que se teme se teme porque es una espera presente de algo que ya aconteció (…) Lo inminente induce a la corrosión de todo presente existente; es el intempestivo presentimiento de estar y no ser, la nada que irrumpe no solo ante o frente sino, lo que se define dentro del propio ser” (48-49).

Teniendo en cuenta esta concepción del trauma, el advenimiento del desastre que presiente B en Últimos atardeceres, el llanto incontrolable del Ojo Silva por todas las pérdidas sufridas, la angustia indefinible que sufren los personajes de Dentista ante la vigilancia anónima que los acecha y el enmudecimiento en el que todos recaen, podría tener como origen no solo la percepción desesperanzada del presente o la memoria angustiosa del pasado, sino el temor de que el futuro traiga consigo la repetición de lo ya vivido.  El trauma resultante es lo que define, en último término, el dobles posmoderno en el que la crisis de la experiencia se despliega en los mundos fictivos de Putas asesinas.

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Resumen:

La intención del artículo es dar cuenta de una particular forma de mutismo que caracteriza a los personajes de Putas asesinas de Roberto Bolaño. Dicha forma de incomunicación es resultado de una tensión irreconciliable entre ellos y las experiencias que moldean su psicología y su forma de estar en el mundo. De ello resulta una crisis de la experiencia en la que el contexto de la posmodernidad y la globalización son ejes fundamentales en la constitución del sujeto. La sintomatología resultante incorpora a su nomenclatura la condición de personaje-sobreviviente de las catástrofes dictatoriales del cono sur. La crisis de la experiencia alude, al mismo tiempo, a la dificultad del lenguaje para dar cuenta de una modalidad de experiencia que no logra, finalmente, constituirse como tal.

Ficha bibliográfica

Cristian Montes Capó:

Profesor Asociado, Universidad de Chile: Departamento de Literatura.

Profesor de Literatura Chilena Contemporánea y Teoría Literaria II. Ha publicado artículos y ensayos en distintas revistas especializadas.

Miembro del Comité de la Revista Chilena de Literatura de la Universidad de Chile y también del Comité de Magíster.



[1] Según Walter Benjamin: “Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está haciendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias (…) Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar en experiencias comunicables, volvían empobrecidos”, (1986 190). Por su parte, T. H. Adorno, señala que “está destruida la identidad de la experiencia, la vida continua en sí y articulada que es la única que permite la actitud del narrador. Basta para verlo comparar mientes en la imposibilidad de que cualquiera que haya participado en la guerra la narre como en otro tiempo no podía narrar sus aventuras”, en “La posición del narrador en la novela contemporánea” (1962, 46). Posteriormente, en Mínima Moralia, Adorno señala que: “La vida se ha convertido en una discontinua sucesión de sacudidas entre las que se abren oquedades e intervalos de parálisis (…) El completo enmascaramiento de la guerra por medio de la información, la propaganda, los formadores instalados en los primeros tanques y la muertes heroica de los corresponsales de guerra, la mezcla de la opinión pública sabiamente manipulada con la abstracción inconsciente, todo ello es una expresión de la agonía, del vacío entre los hombres, su destino en que propiamente consiste el destino”(1967, 53).

[2] Esta dificultad para acceder a la subjetividad de los personajes parece responder a una característica general de Bolaño en cuanto a la construcción de sus personajes: “Llama la atención el poco interés que concede al mundo subjetivo de sus personajes (…) Su escritura no depende de la introspección, sino del recuento de los datos. Aunque sus personajes opinan mucho, no ofrecen ideas sobre ideas, sino actas de descargo”, (Juan Villoro 18-19.)

[3] Respecto a los efectos de la globalización en el mundo, Diamela Eltit señala que las identidades locales son tensionadas por los efectos globales extraterritoriales que promueve la tecnología globalizada: “La globalización cerca y asalta lo local e implanta la pertenencia a una ventana tecnológica como imperativo de universalismo”, Diamela Eltit, (pp. 171-172).

[4] Esta característica de los personajes coincide de cierta forma con la idea mutante de patria que tenía el autor: “Nunca me he sentido exiliado. Extranjero me he sentido en todas partes, empezando por Chile. Como fui un niño pedante, ya desde niño me sentía extranjero”, Jorge Herralde, (87). Igualmente, en el Discurso de Caracas enfatiza esta desaprensión con los sentimientos convencionales de pertenencia: “A mí lo mismo me da que digan que soy chileno, aunque algunos colegas chilenos prefieran verme como mexicano, o que digan que soy mexicano, aunque algunos colegas mexicanos prefieren considerarme español (…) aunque algunos colegas españoles pongan el grito en el cielo”, Roberto Bolaño, “Discurso de Caracas” (Manzini 210-211). La patria parece ser, en definitiva, un territorio afectivo y no una inscripción en una geografía determinada: “Mi única patria son mis hijos. Lautaro y Alexandra. Y tal vez, pero en un segundo plano, algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la patria”, Roberto Bolaño, en Jorge Herralde,(62). Según Masoliver Ródenas es esta extraterritorialidad del autor lo que dificulta encasillarlo en una demarcación nacional. En su reseña de Los Detectives salvajes señala que ésta es “una de las mejores novelas mexicanas contemporáneas escrita por un chileno que reside en Cataluña”, Masoliver Ródenas, (64).

[5] Así define Ignacio Echeverría una de las características de Bolaño: “Dicha épica alude a una escritura donde el dolor y del sentimiento de fragilidad existencial son rasgos que caracterizan la totalidad de su obra”, (Manzoni 193).