Por Víctor López
Cuando me acuerdo del Internado, son como las 2 de la tarde, quiero oír música me acerco a los parlantes de la radio INBA, ya le di tres mascadas al sándwich de lechuga con plátano, se escucha «Go Home» del grupo «Ten Years After», me gusta el tema, pero no veo la necesidad de ir más allá de la biblioteca, de las multicanchas y los gimnasios, de la piscina temperada para atravesarla nadando por debajo del agua, del dormitorio, del cine, del comedor, de los pastos del patio de las palmeras, del pabellón de artes plásticas y manuales, de la peluquería, de la enfermería, de los laboratorios, de la sala de pimpón, de la sala de pool, de los tantos rincones que hay por todos lados de esta gran casa.
Cuando me acuerdo del Internado, siento olor a mantequilla, a pichanga, a discusión acalorada, a poroto, a hueveo, a manzana, a responsabilidad, a marraqueta, a libertad. Un viernes el gato Zúñiga me invita a Buin, van a celebrarle el cumpleaños, en su casa-negocio. Es la primera vez que dispongo de un tocadiscos y escucho «Let It Be» muchas muchas veces, estoy maravillado que me dejen hacerlo, el cumpleaños del gato Zúñiga es una canción que me quedará grabada con alta fidelidad.
Cuando me acuerdo del Internado, en la noche después que apagan la luz del dormitorio, el Guzmán saca un tarro de manjar del ropero, lo esparcimos sobre el queque que traje el domingo, me cuesta quedarme dormido, tengo un sueño dulce que esparce semen en el pijama. De adulto cuando despierte con hambre, sacaré una bolsa de manjar del refrigerador, volveré al dormitorio, me daré el mismo doble banquete y dormiré como esparcido sobre la cubrecama.
Cuando me acuerdo del Internado, se celebra el día del maestro. El cabezón Vargas canta «Yo soy aquel» de Raphael de España, aquel será el país donde el cabezón criará sus hijos. De imitar a Sandro bailando y cantando «Rosa, Rosa, tan maravillosa…», se encarga el cochito Vidal, que será un cocinero inimitable. La «Plegaria del Labrador» de Víctor Jara es recitada por el cabeza de huevo Nordenflycht, que será el primero en fallecer, mejor dicho, en ser fallecido (ni remotamente me imagino que este niñito high de Viña de Mar se atreverá en su vida a limpiar como el fuego el cañón de su fusil).
El elenco culmina con el che Rodríguez cantando acompañado con guitarra «Â…sueño, sueño, del alma que a veces muere sin florecerÂ…», es la «Zamba de la Esperanza» de Los Chalchaleros. Ese día no hay clases de inglés con el pelao Clerc, ni de francés con la madame Varas, ni de artes manuales con el lumbeta Lillo, ni de música con don Luuuuuuiiiiiissssss Vilches, ni de ciencias naturales con Heriberto Soto, ni de matemáticas con el gato Cabrera, ni de historia con falabellito Arratia. Ese día, fue una clase de alegría, de una alegría magistral como si se estuviera inaugurando la adolescencia.
Cuando me acuerdo del Internado, hay elecciones presidenciales. Con votos no se cambia el mundo, me dice un futuro experto electoral. En todo caso, su opinión, la del que me dijo la frase en cuestión, no es influyente ni decisiva, y eso mismo quizás será decisivo para que, pasado el tiempo, haga influyentes pronósticos electorales.
Cuando me acuerdo del Internado, vengo saliendo de una sesión de cine. Este miércoles dieron «La Fiesta Inolvidable», el anterior «El Submarino Amarillo» y escucho que alguien dice: esta película había que verla volado. En el fondo, no olvidaré esa frase, creo, porque el cine me entretiene y aterriza, pero el narcotráfico me aterrorizará.
Cuando me acuerdo del Internado, aprendo a jugar básquetbol. No se mira la pelota mientras se botea, me dice un futuro seleccionado nacional y doctor en educación. Trato de no mirar el teclado mientras escribo, y por más que lo ejercite me resulta imposible no hacerlo.
Cuando me acuerdo del Internado, aprovecho lo que más puedo la hora de estudio antes del desayuno y después de la comida, así en los recreos largos de casi dos horas, puedo tranquilamente jugar baby fútbol usando como pelota el envase de la pasta para lustrar zapatos, conversar con los que fuman en la cancha de fútbol, esperar a Serrano, el auxiliar que reparte las cartas y las encomiendas, leer el diario y revistas de historietas, ir a las asambleas de presidentes y delegados de curso, dormir en los catres viejos que hay en la cancha de tenis, responder ridículas cartas de amor que «si no fueran ridículas no serían cartas de amor», tomar sol en el tercer piso, agarrarme a combos con un colombiano, para que ambos perdamos como en la guerra.
Cuando me acuerdo del Internado, venimos de vuelta de haber visto «El Degenéresis» en el teatro Antonio Varas. A la semana siguiente en su clase de Castellano, el chato Clerc pregunta ¿que es lo que justifica que un gueón haya salido en pelotas al final de la obra? Porque es un guión surrealista, me dice en la fila del almuerzo el pelao Navarrete. Algunos días jueves veo los comentarios de arte que hace en el canal de televisión de la
Universidad de Chile, el profesor de Literatura que voy a tener en la Escuela de Ingeniería, y casi todos los días veo en el canal nacional al correcaminos bip-bip que arranca y se burla del coyote, que se lo quiere comer. A mí me persigue y me «empelota» la burla que estoy pasando, por proponer la irrealista idea de simular un incendio del Internado, en el consejo de curso en que se discute qué cosa original hacer para la celebración del aniversario.
Cuando me acuerdo del Internado, son las 10 y tanto de la noche estamos durmiendo y tiembla fuerte, un futuro diplomático se pone a cantar un huanito, 29 o 30 años después y luego de un terremoto en un país donde cumple funciones, lo entrevistarán telefónicamente en la televisión, para que transmita tranquilidad a los familiares de los chilenos que viven por esos lados. No paran de moverse y quejarse las gruesas murallas y las vigas de pino Oregón, en pocos segundos casi todos bajan desde el tercer piso gritando y saltando escalones a oscuras, mostrando una agilidad no vista en clases de educación física, pasamos la noche en la sala de clases escuchando radio a pilas. El derrumbe de casas en lugares, ciudades y barrios, mezclada con la variedad de orígenes sociales de los cuales provenimos, provoca que se levante la solidaridad inmediata y que el centro de alumnos, con eficiente caos, organice la recolección de ayuda para los damnificados.
Cuando me acuerdo del Internado, en el Estadio de la Universidad Técnica del Estado, el chino Lozan está entrenando el salto alto al nuevo estilo «Fosbory», para ganar en el campeonato de atletismo de colegios fiscales y correr la posta 4×400 metros planos. Me pasa sus zapatillas de clavos de una marca que recién comienza a conocerse, son las únicas que usaré en mi corta carrera deportiva. Con un clavo marcamos las iniciales de nuestros nombres en puertas y murallas, como una especie de jeroglífico que no tienen nada de imborrable.
Cuando me acuerdo del Internado, Bobby Fischer y Boris Spasky están jugando a la fría guerra del campeonato mundial de ajedrez, movidos por un futuro maestro internacional de ajedrez -«a world on 64 squares» será la forma de firmar los últimos correos electrónicos que enviará desde Nueva York antes de morir-, y un grupo grande se obliga a quedarse en la noche hasta tarde, analizando una de las partidas que el norteamericano gana, jugando con las negras. Otros tantos voluntariamente vamos a mover sacos de harina, porque los dueños de camiones tienen paralizada su distribución. Quedamos enteramente blancos y cansados, como las piezas de una partida de ajedrez abandonada.
Cuando me acuerdo del Internado, estoy recorriendo a dedo parte del desierto de Atacama. Acompañando y acompañado de un futuro poeta y erudito literario, releo la novela «La semilla en la arena», las páginas que pasan por mis dedos fueron partes de la historia de Chile, que compaginan mucho con futuras partes de la historia de Chile, cuando se publiquen los primeros poemas de mi compañero de viaje y él diga que cuatro poetas chilenos «son los puntos cardinales de un país más justo y libertario, una nación que la poesía ha ido construyendo en el territorio de la utopía, casi como quién, perdido o insolado en el desierto, opta por inventarse un espejismo».
Cuando me acuerdo del Internado, tengo permiso para salir una tarde después de clases, es invierno, está oscuro, hay una neblina espesa. Voy caminando por la calle Matucana volviendo de una manifestación política en el teatro Caupolicán, miro hacia atrás y hacia los lados, no se veía más allá de unos pocos metros, siento miedo, lo que más quiero es llegar luego y que ojalá que Plazita el portero, tenga la entrada sin llave. La espesa polarización neblinosa me impedía ver un poco más allá de esos días. El flaco Román se introduce en la espesura clara del cálculo infinitesimal y del libro «Obra Gruesa» de Nicanor Parra, el mono Mendoza repite hasta dormido el poema «España en el Corazón» de Neruda, como un presagio de que habrá golpe de estado.
Cuando me acuerdo del Internado, me pongo los audífonos, hago click sobre el archivo «Go Home Of Ten Years After.mp3», me sigue gustando el tema, sigo escribiendo en el computador, acordándome de cada primer sábado de noviembre, a las 13 horas, cuando en la puerta del Internado nos juntamos los ex-compañeros de curso. Y siento que por muy excedidos de peso y/o exigencias que estemos, por muy descoloridos y/o escasos que tengamos el pelo y/o los bolsillos, siento, digo, que en parte sigo siendo el imposible adolescente -«no he cumplido aún toda mi edad «- y lo que más querría es ir a la ventana hacia el mundo que era el Internado, revivirlo y desde allá ver estas mañanas.
Víctor Hugo López es ingeniero informático, pero probablemente se lo recuerde más por su apodo, «Indio López», promoción 1973 del INBA, liceo que hoy cumple su 103 aniversario
En www.elmostrador.cl, 20 de mayo de 2005
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…