Por Leonardo Sanhueza
Desde hace casi dos meses, el nombre de Mauricio Redolés se ha escuchado con frecuencia por aquí y por allá. Desgraciadamente, la razón de ese revuelo no ha sido un nuevo disco o la celebración de los veinte años de su canción “¿Quién mató a Gaete?”, sino el delicado estado de salud en que se encuentra el poeta músico después de sufrir un accidente cerebrovascular. En la tarde de ayer se realizó una lectura de sus textos en la Biblioteca Nacional y, en la noche, diversos artistas se reunieron en el Thelonious para hacer un concierto de beneficio. A eso se suma que el próximo 4 de noviembre, en el Museo de la Memoria, se exhibirá el documental Redolés. Volver a los 21.
La lenta recuperación ha permitido resaltar lo mucho que a muchas personas les importa Redolés. Su trayecto ha sido una rareza en ese sentido, porque ha llegado a ser uno de los pocos cantautores chilenos que ha logrado tocarle la fibra a un público muy amplio y numeroso a pesar de que ha sido prácticamente un hombre invisible para la radio y la televisión, donde siempre ha sido recibido con las puertas más bien cerradas, quizás bajo el convencimiento de que él puede atravesarlas como un fantasma. Hace veinticinco años, escuchar su voz en algún punto del dial era más difícil que ver un ovni, pero sus casetes iban de mano en mano y sus recitales llenaban los patios de los campus universitarios. Después, las radios lo han tocado tarde, mal y nunca, y sólo aseguradas en alguno de sus hits, pero eso a sus canciones les ha dado lo mismo y ahora son una parte clave del himnario afectivo de varias generaciones.
Una de las razones por las que se escribe muy poco de Redolés es que resulta imposible colgarle un letrerito de esos que la prensa cultural suele necesitar para combatir la brevedad de la página y despacharse en dos líneas un trabajo complejo. Alguien que empieza tema como un blues y lo termina como cueca, o que mezcla el foxtrot con la sonoridad del jingle radial, o que hace una ensalada de cumbia, ska, radioteatro, funk, etcétera, y aun así logra mantener la consistencia, no es alguien fácil de resumir en un informe como de Rincón del Vago, mucho menos cuando ese mismo sujeto es capaz de cantar, entre todo ese revoltijo, y sin decir agua va, una balada de amor como las de antes.
Desde que lo conocí en 1992, nunca ha dejado de asombrarme la puntería de Redolés en relación a sus temas, a sus objetos, a sus materiales. Él no descubrió a los liceanos, por cierto, pero sus canciones dedicadas a chicos que se ocultan del miedo desnudándose en moteles de calle Catedral o prefieren “el caos a esta realidad tan charcha” pusieron en órbita ese mundo mucho antes de la Revolución Pingüina. Sus canciones le han puesto oreja a la socarronería del galán popular, la estética de la radiofonía como parte crucial de la memoria, el destino de los torturadores, los abusos contra las mujeres, los tesoros del barrio Yungay y un sinfín de otras perlas que han ido cayendo por ahí, para que se queden tintineando en algún lugar dentro de nosotros mismos, y que ahora no puedo seguir enumerando porque se me acaba el espacio y sólo alcanzo a decir lo siguiente: mejórate pronto, Redolés, para que volvamos a mover el esqueleto en los eternos bailables de Cueto Road.
En Las Últimas Noticias. Martes 25 de octubre de 2016. Sección Cultura, pág. 38.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…