Joaquiacuten TrujilloPor Joaquín Trujillo Silva

1
No se recordaba sin Abel. Siempre jugó con él, y cuando dejaron de jugar, Abel siguió jugando, o parecía hacerlo, que es peor.

Desde que su madre le dijo: «Caín, ¿dónde está Abel?», a veces se lo preguntaba a sí mismo, ensayaba una mirada a lo lejos, y ahí lo veía, contestando, trepando el acantilado.

Bajo el sol del sin paraíso, las pieles se curtían, se oscurecían hasta hacerse temibles, pero, Abel iba siempre desnudo, y seguía tan blanco como al nacer. Parecía que la ira de Dios no lo quemaba, a diferencia de los otros.

El padre Adán intentaba labrar la tierra. Atrás iba Caín. Las semillas se quedaban cerradas. Una, entre miles, apenas se abría. Nada del Edén cruzaba las puertas de la vida. La vida estaba muerta pues no era más que otra palabra.

Adán y Eva habían visto nacer muchos hijos. Criaturas que morían al nacer o al nacer huían de sus padres. A veces las oían por las noches, merodear las fogatas. Adán las temía, las ahuyentaba. Eva intentó acariciar a una que casi le arranca la mano de un mordisco.

Caín y Abel habían sido los últimos de la camada, habían sido incapaces de valerse por sí mismos, habían buscado la leche materna. Así supo Eva que, a imitación de algunos animales, podía alimentar a sus crías con ese néctar, y, que, al mismo tiempo, debía negárselo a Adán, quien harto del sudor de su frente, veía ahí la última bendición que le quedaba del paraíso.

Abel fue el primero en acariciar a los animales. En el paraíso, Adán había dado nombre a muchos de ellos, pero poco a poco había olvidado esos nombres. Abel se los puso nuevamente. En las noches frías, dormía entre leonas y sus cachorros como uno más de ellos. Caín no podía dormir pensando en su hermano. ¿Se lo irán a devorar las fieras?, se preguntaba. Al despunte del sol, Caín veía regresar a Abel, que salía de un largo y profundo sueño, mientras Caín recién podía conciliarlo.

Tanta fue la proximidad entre Abel y las fieras que muchas de ellas acabaron allegándosele. Algunas se hicieron muy pacíficas, vivían en torno a la fogata de Adán y Eva. Abel les enseñaba a hablar. Las fieras aprendían las pocas palabras que había entonces.

Un día, cuando aún eran niños y habían ido a jugar en una vega, un pájaro enorme enterró sus garras en la espalda del pequeño Abel y desapareció en el fuego del gran sol, llevándole consigo. Caín corrió a pie descalzo, tropezando y quemándose con las piedras; abría apenas los ojos intentando avistar al pájaro (por entonces nadie miraba al cielo). Cayó exhausto. Lloraba. Le parecía escuchar la voz de Eva: «¿Dónde está Abel?» Se quedó cara al suelo.

Al atardecer, sintió temblar la tierra contra sus miembros. Se volteó. Una bestia que Abel llamaba «caballo» brincó sobre él. Abrazado al cuello de la bestia, iba Abel, que reía. Caín salió tras Abel mientras lloraba y reía a la vez.

2

Los animales, que una vez se habían acercado a Adán para recibir nombre, ahora venían donde Abel. Unos no dejaban de seguirlo, otros se dejaban ver a lo lejos. Abel nombró al león, a la oveja y a la cabra, al buitre, la paloma y al ratón y otra vez, a la serpiente.

Llegó un día en que para saber dónde estaba Abel, a Caín le bastaba con buscar a un grupo de animales. Entre ellos siempre estaba Abel, como uno más, pero como un rey.

Y de entre todos los animales, las ovejas se hicieron cientas en torno a Abel. Iban con él de un lado a otro; y a los lobos, que antes las habían perseguido y matado, Abel los instruyó para que las cuidasen, y los llamó «perros».

El desperdicio que dejaban las ovejas hizo florecer la tierra. Adán y Caín vieron que las semillas se abrían, como arañas afirmaban sus patas, una a una sobre el polvo, e iban creciendo y abultándose, como piedras que engordan, muertas que en verdad viven.

3

El viejo Adán vio de nuevo verde y sintió miedo. No quería que de la tierra emergiera un árbol y del árbol un fruto, redondo y de piel reluciente.

Un día corrió un viento caliente, después, uno helado. El cielo se cubrió de témpanos y se oyó movimiento de ejércitos sobre las nubes.

Eva dijo: «Nos viene a ver».

La noche estalló en día y se apagó. Cayó agua. Al día siguiente encontraron unas ovejas muertas, calcinadas entre la siembra

Adán y Eva huyeron. Eva dijo mientras salía: «Les irá mejor sin nosotros».

4

Caín y Abel lloraron. Nunca habían estado sin sus padres. A pesar que eran viejos, seguían siendo hijos.

—Nos quemará si no lo quemamos todo —dijo Caín.

Al día siguiente, Caín intentó encender de fuego la pradera en que pastaban las ovejas.

—Detente —dijo Abel— Parece que hay que quemar… pero una pequeña parte, siempre, y no lo hará él mismo.

5

Abel se acercó a una oveja y le dijo:

—Pequeña, voy a tener que entregarte.

La oveja no dijo palabra.

Caín tomó siete calabazas y las quemó.

6

Caín despertó. Abel no estaba. Caín subió a un montículo y desde ahí revisó el horizonte. Vio a las ovejas de Abel, a los perros, a las aves que habían perdido la gracia del vuelo, a los conejos, pero no a su hermano.

«¿Qué será de Abel?», se preguntó. «Por qué no lo vigilé. Dormí plácidamente y desapareció».

Se acercó a los animales y, esta vez, los animales no huyeron. Se le acercaron. Caín miró a una de las ovejas. La oveja se le pegó al pecho.

—Suéltame —le dio Caín—. Yo no soy Abel.

—A-bel —le dijo la oveja.

—Deja —la apartó Caín—. Yo no soy él.

—A-bel —dijo otra— A-bel…

–¡A-bel! —comenzaron las ovejas.

El rebaño se acercaba a Caín repitiendo el nombre de Abel. Caín se alejaba; ellas lo rodearon; él las apartó. Los perros endurecieron sus orejas de lobos y uno a uno empezaron a gritarle a Caín: Ah-ah-bel… Ah-ah-bel-bel…

Y le parecía oír la pregunta de su madre: «Caín, ¿dónde está Abel?»

—No, no— lloraba Caín—, no me pregunten por él.

Y oyó el galopar de caballos y su corazón lo asaltó. Volvía de seguro Abel. Pero con la manada de caballos no venía el hermano. Los caballos se detuvieron ante Caín.

—¡Bel! ¡Bel! —relinchaban.

Y oyó la pregunta de las águilas sobre su cabeza, y la de las codornices entre los arbustos, y la de los conejos puliendo sus madrigueras. Y todos los animales preguntaban a Caín «¿dónde está nuestro Abel?! Y de pronto, vio aparecer a las fieras leonas a lo lejos.

—Maldito Abel —gritó Caín— ¡aparece de una vez!

Las leonas se lanzaron sobre el rebaño. Los perros intentaron defenderlo. Ovejas, caballos, perros, conejos huyeron. Y las leonas preguntaban por Abel y al no obtener respuesta mordían los pescuezos.

Los animales buscaban a Caín sin dejar de repetir el nombre del hermano.

«Dijiste que bastaba con quemar una parte», se decía Caín, «pero todo lo que no quemaste ahora será devorado».

Corrió hacia el acantilado. Los animales iban detrás.

7

Llegó al borde, miró hacia abajo. Ahí estaba la cabeza de Abel, que venía trepando.

—¡Tus bestias te buscan y se matan entre sí! —gritó Caín—. Te dije que había que quemarlas a todas.

Abel alcanzaba la cima. Caín lo esperaba furioso y alegre. Abel vio las ovejas muertas y a las leonas revisando sus vísceras.

—Quema lo tuyo, si quieres —dijo Abel—, a ver si él lo aprecia.

Caín empujó a Abel.

—Ahora me doy cuenta —le gritó.

Abel cayó al vacío.

8

Nunca Caín había visto mejores días. El sol, no quemaba; corría una brisa suave. Estaba completamente solo. Quizá, pensó Caín, él lo amaba más a él, y ahora lo tiene y tal vez no haga falta quemar nada, nunca más.

Caín cuidaba la siembra que se erguía con fuerza y llevaba a pastar las ovejas sobrevivientes.

Un día que volvía de hacer pacer a las ovejas, se encontró con las leonas. Las ovejas huyeron. Las leonas no las siguieron. En su lugar, se acercaron a Caín.

Caín sintió miedo. Les dijo:

—Yo soy Abel.

Pero las leonas no le respondieron. Seguían acercándosele. Caín sentía dentro suyo hervir la sangre.

—Yo soy… Caín —les gritó—, asesino de Abel —tartamudeó.

Y las leonas se apartaron.

9

Pensaba que era un caballo eso que le respiraba en la cara mientras dormía. Despertaba empapado en sudor. Daba golpes al aire. Nadie. Las ovejas dormían a lo lejos.

Era un animal de grandes fosas nasales. Una noche casi le tuerce la lengua. Apenas el sueño lo hacía confiarse, recibía otra vez ese aliento.

Un día dejó que se le acercara más. Mientras dormitaba, contrayendo el terror, le preguntó qué quieres.

¿Dónde está tu hermano?, le dijo. Era una voz clara.

—Soy el guardián de mi hermano? —contestó Caín.

Tu hermano es ahora tu pastor, le dijo la voz, pero yo quiero que te entregue.

—¿Cómo? —dijo Caín.

Que te queme.

Y la hoguera que incendiaba los pastizales despertó a Caín. Era de noche, pero lucía de día. Los animales ardían carbonizados. Otros bramaban a lo lejos, quemándose. Caín se vio rodeado de fuego y un humo que golpeaba. Corrió. Dejó atrás ese día y fue internándose en la seguridad de la noche.

Cayó exhausto. Sintió penetrar en su cuello, no un aliento, sino una lengua, una lengua más diestra que cualquier boca, que cualquier mano.

10

Muchas otras noches, en la fiebre, sintió a esta criatura lanzársele al cuello, ese cuello que unía su pecho a la cabeza o al cuello que une el vientre a las piernas. Algunas veces como una araña, otras, una pantera, a veces como una comadreja. Poco a poco deseaba que viniera y le succionara más la sangre. Nunca abría los ojos, por temor a despertarse, pero algo en él sabía que estaba despierto. Una vez la criatura se quedó tanto, que la luz del sol casi la presenta.

11

Labraba la tierra que el sol evaporaba hasta volverla arena y labraba esa arena que el sol fundía hasta hacerla de vidrio. Había en ese desierto un solo arbusto, una zarza en cuya escasa sombra lograba guarecerse del sol.

12

Un día se le presentó un joven, de ademanes enérgicos, de tono entusiasta y concentrado, como el de quien ha vivido mucho pero aún conserva la energía de la vida.  Era de boca ancha y sonriente y ojos redondos y celestes. Venía rodeado de viejos horribles, cuya vista daba entre risa y pavor; viejos encorvados y de cuerpos recios. Caín estaba arando la tierra. Al verlo venir a lo lejos, su corazón se aceleró, gritándose por dentro «¿Abel? ¿Es Abel?» Pero no.

El joven se adelantó a los viejos, se acercó a Caín y le dijo:

—Mis hijos quieren a tus hijas, ¿cuánto me cobras por ellas?

Pero Caín no sabía el número de días que había pasado cultivando la tierra y recogiendo sus frutos. ni menos sabía de hijas, ni de números. ¿Serían esos granos sus hijas?

—Tomen las que necesiten y dejen para que pueda seguir cultivando el suelo.

El joven sonrió mientras entrecerraba los ojos porque el sol le daba de lleno en la cara. Algo en su boca no sonreía del todo. Él y sus viejos desaparecieron por el mismo punto de la montaña en donde habían aparecido.

13

Hace muchos soles que no había sentido a la criatura. «¿Dónde estará?», pensaba. Pero no quería que le pasara lo que con Abel. Quería que sus manos y sus pies lo obligaran al trabajo, no la cabeza a cualquier suerte. La cabeza era una mano empuñada que no puede golpear sin hacerse mucho daño y que, así tan débil, quería someterlo.

Una noche, después de muchas noches, unos pasos lo despertaron. No eran los de un solo hombre. Eran los de varios. Pasaron a lo lejos, parecían huir, mientras se llamaban entre sí. ¿Pero de qué huían?

Amanecía. De pronto, la noche se rompió bruscamente del otro lado. Un hombre, con una antorcha en la mano, se alejaba caminando a lo lejos. Era tan inmenso que Caín creyó ver a uno de su misma estatura y alargó el brazo para alcanzarlo.

14

La vista de aquel hombre hizo que otra la vez la cabeza lo golpease por dentro, con su puño al que no se puede combatir. ¿Qué había sido eso? Adán un día le había hablado de ángeles, pero los ángeles eran como tormentas, no tenían ni el aspecto ni el tamaño de Abel. ¿Qué habría sido?

15

Un día el cielo se nubló. Caín se dijo que sería el agua, que tal vez habría agua, que ya no sería perseguido por su crimen.

Cayó agua que la tierra tragó, y se despejó.

Al día siguiente el sol no salió. Parecía haber una noche muy clara, pero sin luna y sin estrellas. Un viento temperaba y revolvía el polvo. Hubo golpes sobre las nubes. «Los ángeles marchan, ¿hacia dónde?» Luces, fogonazos que descendían del cielo a la tierra, temblores. Agua y más agua, agua que bajaba desde el cielo y corría montañas abajo, agua que subía desde las fosas, agua que revolvía la tierra, que hacía de ella una arcilla de la que Caín, recordaba, había salido su padre Adán. «¿Será que quiere crear otros como yo?», se preguntaba «uno nuevo, que sea como mi padre Adán y pueda abrirme heridas ya que no pudo quemarme?» Se quedó observando la arcilla roja, pero la arcilla se mezcló con el lodo corriente y de tanta agua se formó frente a Caín un gran espejo, un espejo en que no podía admirarse porque la lluvia lo salpicaba. Poco a poco el espejo fue creciendo. Caín retrocedía ante esa turbia imagen amenazante del cielo. La misma zarza que lo cubría con su sombra desapareció bajo la superficie del espejo y Caín tuvo que trepar a un peñasco. Por la ladera de la montaña vio subir a animales que no veía desde tiempos de Abel, los mismos que le preguntaban por él.

«Abel me dice que los siga», se dijo y corrió tras ellos mientras se hundía en el lodo y cruzaba a nado hasta la montaña. Se metió en una de sus cuevas.

Supo que anochecía porque había declinado la escasa luz. No podía conciliar el sueño. El agua entraba en la cueva hasta anegarla. Se deslizó como pudo por el lodo de la montaña, en una oscuridad a ratos rota por las luces. Alcanzó otra cueva. Ahí se quedó mirando el nivel de las aguas y el agua también lo alcanzó ahí hacia el amanecer.

16

Quizá habían pasado tres o cuatro días. Las luces inmensas que iban y venían por el cielo le habían hecho olvidar el sol. El sol estaba muy lejos, como en otro mundo, ese sol que había estado tanto tiempo sobre su espalda, martillándola sin cesar.

Se había acomodado en lo más alto de una montaña junto a dos inmensas rocas separadas por una larga grieta vertical. Nunca había llegado tan alto. Aquellas rocas ni siquiera eran visibles desde donde la zarza. Ahora era esa grieta su techo.

Las montañas más bajas estaban ya cubiertas de agua. Fue allí donde, quizá un día después, vio aparecer algo que flotaba, una especie de tronco, un tronco inmenso. No había arbusto que tuviese un tronco tan ancho. Después, vio que muchas aves de distintos tamaños revoloteaban unas y planeaban otras sobre ese tronco, y vio también que el tronco no era un tronco, sino que una cantidad innumerable de pequeños troncos, como miles y miles de zarzas preparadas para flotar. ¿Pero quién pudo haber hecho tal cosa?

Caín se estremeció. Tras el arca vio aparecer unos montículos que se alzaban y se sumergían. Al ver mejor notó que braceaban en el agua, oyó sus voces roncas. Había visto a uno de esos, hace mucho tiempo, cruzar en la noche con rumbo desconocido. Eran gigantes, monstruos formidables comparada con los cuales el arca era minúscula.

17

Había tenido que escalar por la grieta, hasta lo más alto.

A veces se dormitaba, caía, se despertaba, subía otra vez. Ahora, sobre las aguas se veían miles de cuerpos que flotaban. Estaban ahí muertos los gigantes, también hombres y mujeres a quienes Caín nunca había visto, cientos y cientos de animales, de esos a los que conducía Abel.

—¿Dónde está Abel? —le dijo una voz muy clara. Hace mucho tiempo no oía una voz tan parecida a la suya.

Pero no había nadie más en esa grieta. Sólo, a sus espaldas, un río de roedores que buscaban las alturas.

—Quise cumplir mi promesa —dijo la voz—, la de hacer dioses de ustedes, y a los ángeles a mi mando, hacerlos hombres, mezclando así la tierra y el cielo…

Caín buscaba a su alrededor, mientras apretaba sus muslos contra las paredes de ambas rocas.

—Pero tú, tonto, no me vendiste todas tus hijas y ahora el viejo tirano se ha quedado esa ínfima parte que conservaste para tu miserable e inútil labor… y ha tirado todo el resto al agua.

Caín no sabía quién le hablaba ni menos entendía a qué se refería.

—Ahora muere —susurró, mientras se le deslizaba por el cuello.

Caín tomó a la serpiente por la cabeza, la serpiente se le enroscó toda al cuello. Caín se la desató como si se arrancara un collar vivo, la blandió como una espada que se retuerce y la lanzó al abismo, donde el lodo se había hecho mar. Y del abismo vio subir un ave, que voló hacia Caín y luego siguió tras el arca. El arca a lo lejos parecía una isla que iba a ser azotada y destrozada por el agua que caía desde los cielos en inmensas cataratas.

Y mientras veía aparecer y desaparecer el arca, tan lejos, notaba los miles de cuerpos que flotaban y sentía el nivel de las aguas subir por su cintura, su pecho, su cuello, su boca, se decía «quería quemarme; como no ha podido, me ahoga, y se ha llevado una parte de mí, algo de mí que era bueno…» (como invadido de alguna alegría) «bueno como Abel… el mismo Abel».

Joaquín Trujillo Silva (Viña del Mar, Chile, 1983) ha escrito teatro, narrativa, ensayo y poesía. Abogado, estudió derecho en la Universidad de Chile, en cuya facultad es desde 2011 profesor invitado del curso Derecho y Literatura. Actualmente prepara un libro sobre la vida y obra de Andrés Bello, en el Centro de Estudios Públicos. Ha obtenido varios reconocimientos, entre ellos la mención de honor de los Juegos Literarios Gabriela Mistral, en 2002; la beca de escritor novel del Ministerio de Educación y la de escritor profesional del Consejo de la Cultura y las Artes, en 2003 y 2008, respectivamente. Algunas publicaciones suyas son Ema Fumante o la Nueva Gog derrumbada (2004), El cielo contra un beso (2008), El valor de los idiotas (2012), La paz de las dos damas (2012), Las aguas de Petorca (2014), Educación Pública (2014) y Lobelia (RIL, 2016), de pronta aparición.