Nosotros tapaPor Patricia Nasello

Cirugía mayor

—Ofrézcame otra solución —dice. Su tono suave, educado, esconde una súplica. El médico la observa desde la cima donde cree que su profesión lo ubica. Se trata de una mirada lejana, con el toque justo de indiferencia y desdén que dedica a los ignorantes que se atreven a cuestionar su juicio. El hielo de esos ojos la quiebra—. Como usted diga, doctor.

Las alas que le pueblan el pecho están pegadas al corazón, extirparlas toma más tiempo del previsto.

Ya no escuchará más trinos, ni la acosará el deseo neurótico de elevarse por encima de esa realidad chata que la circunda.

El posoperatorio es largo y traumático.

 

La red

Sólo una niña se encuentra en el amplio salón. Calza zapatillas de baile y su mano derecha descansa en la barra.

—Más ensayo —fue la orden.

La mano se crispa y aprieta.

Una corriente de aire circula por el viejo teatro, la niña se estremece y pasea la vista como si el frío fuese una presencia a quien pudiera rogarle piedad.

Ve una mosca, pende de un hilo más delicado que un cabello. Ve como el aire impulsa al insecto que gira, según parece, incansablemente.

 

El resguardo

Vos hiciste las teclas del piano con mis huesos, entonces yo —con la decisión del enfermo que traga el remedio salvador— levanté un muro. Y continúo sumando mezcla y ladrillos, cada día más alto, más ancho. También tus manos, tan elegantes para ejecutar música, continúan pesadas como troncos sobre mi fémur, mi garganta, mis costillas; sin embargo, tu canción quedó afuera, del otro lado. Sé que acerca escaleras y sube peldaños, procura franquear el muro. Escucho sus intentos invasivos con una sonrisa, como si no tuviese nada que perder, como si existiera otra opción. 

 

Descartar imágenes

Dispuesta a quedarse dejó sobre la vereda el colchón mugroso que acarreaba.  Las piernas, deformes, parecían dolerle, se acostó con dificultad. Ni siquiera tenía unos diarios para cubrirse, daba la impresión de ser muy vieja.  Anochecía. Las calles estaban desiertas, quizá a causa del frío.

Desde mi departamento vi que un grupo de chicos se acercaba caminando por San Jerónimo, al doblar en Independencia casi tropiezan con ella. Entre risotadas prendieron fuego al colchón. El foco de la esquina, las llamas y la escasa claridad que el cielo aún conservaba brindaron luz suficiente.

Al principio estaba entusiasmado, miraba la filmación a cada rato y se la pasé a varios amigos, hasta que me aburrió.

Acabé por eliminarla. 

 

Mentiras blancas

Feroz y galante, a cada embestida, el mar deposita a mis pies rocas que extrae de sus abismos. Con esas rocas construyo mi casa y, a pesar de los tiburones que la circundan, me siento a gusto en ella. Durante el día se mantiene fresca, con perfume a nácar.  Por las noches mis sábanas oscuras se iluminan de perlas, a veces son tantas que creo dormir sobre un cielo estrellado —entonces ocurre el prodigio: la suspensión de esa ausencia que aún no comprendo si a vos o a mí corresponde—. Las sirenas me arrullan, anuncian el fin de esta era de sal.

 

Moscas en boca cerrada

Creíste que callándote la boca mantendrías en equilibrio los acuerdos preexistentes, que huir de la lucha era más razonable que pelear a muerte.

Desconocías la cualidad inflamable del silencio viejo: genera una llama pequeña.

El incendio miserable que alumbra tu destrucción, deviene consuelo amargo para quienes hubiesen muerto jurando que, algún día, ibas a brillar.

 

Los motivos del hijo

En cuanto se ocultaba el sol salíamos de cacería. Las mujeres son bestias tan previsibles que siempre cobrábamos alguna por ronda, así que hasta ahí todo iba bien. Mi problema comenzaba apenas regresábamos cuando mi padre, todavía ahíto de sangre, se ponía a porfiar a los gritos, “los vampiros somos buenos poetas”.

Sus versos abordaban cualquier tema, el atardecer, las calles, los vestidos de las chicas. Versos con los que ostentaba recitándolos en voz alta y encima, aludiendo a ese supuesto plus genético derivado de nuestras costumbres del que sólo él tenía noticias, pretendía que yo también escribiese.

Nunca pude. La definición de las cosas no coordina con mi pensamiento. Por ejemplo, eso que los otros llaman calle, yo lo nombro huida, grito dilatado. O sea que para que pudiesen entenderme primero tendría que haber escrito un diccionario. En ese diccionario las palabras no habrían estado ordenadas alfabéticamente sino por secuencias lógicas, antes de grito, seducción; después de grito, agonía, después nada. Definición de nada: lo que permanece debajo del vestido.

Si mi padre pudo darse el lujo de versear fue sólo porque su visión del mundo coincidió con el mundo y no como él creía, no existe ninguna relación entre la sangre derramada y la literatura.

 

Patricia Nasello (Córdoba, Argentina, 1959), obtuvo el título de Contadora Pública por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC, 1983), profesión que nunca ejerció.

Publicó el libro de microrrelatos Nosotros somos eternos, Macedonia ediciones, Morón, Argentina, (2016) y su versión en e-book, Ediciones Libros al Albur, Sevilla, España (2015), como así también el libro de cuentos breves y microcuentos El manuscrito, edición de autor, Córdoba, Argentina, 2001.

Posee trabajos publicados en periódicos, revistas culturales y antologías de cuentos en España, México, Perú, Bolivia, Venezuela, España y Argentina.

Trabajos suyos han sido traducidos al francés, rumano, inglés e italiano.