Por Diego Muñoz Valenzuela

Ponencia de Diego Muñoz Valenzuela en la charla “Contrautopías: fantasía o realidad”, realizada el martes 12 de abril en el Café Literario Parque Balmaceda, que forma parte del ciclo Literatura e Historia.

Orígenes de las contrautopías

Desde que Platón –impulsado por uno de los sueños más maravillosos de la humanidad- escribiera La República, se inició una cruzada por imaginar una sociedad perfecta, ideal, lo más próxima a la perfección, donde los seres humanos puedan vivir una existencia libre y placentera.

En el siglo XX, la utopía tiende a desdibujarse con la desesperanza y el horror que generaron las dos Guerras Mundiales, donde confluye el surgimiento de modelos totalitarios extremos como el fascismo y el estalinismo, que justamente prometían acabar con la injusticia y dar origen a reinados de leche y miel.

De otra parte, no hay que echarse arena a los ojos. Como la historia la escriben los que vencen, hay que tener cuidado con asumir que la desaparición de los totalitarismos mencionados haya abierto paso a un mejor momento de la humanidad.

El triunfante capitalismo logró durante el siglo pasado eliminar a sus principales competidores para imponer la nueva lógica neoliberal, asimilándolos y sometiéndolos a ella. El modelo vigente busca reducir todas las dimensiones humanas al sutil y férreo imperio del mercado. La vieja ética comunitarista de la solidaridad y sus consecuentes e inútiles dilemas–ajenos al pragmatismo de los negocios- se almacenan en un arcón polvoriento y olvidado.

De entre una pléyade de textos de diverso alcance y calidad, existe consenso en que dos de las contrautopías más célebres fueron concebidas el siglo XX: Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932) y 1984 (1949) de George Orwell; ambas escritas en forma de novelas. A la dupla señalada, para efectos de esta reflexión, he agregado, con la necesaria dosis de arbitrariedad que encarna cualquier selección, Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury.

El mundo feliz, la hiper determinación

En El mundo feliz encontramos una sociedad hipertecnologizada y plena de abundancia, organizada en castas con roles específicos por el Estado Mundial, que ha manipulado a su amaño –en pos de una presunta paz- las principales variables sociales y ejerce un férreo control sobre las personas. La reproducción y el sexo caminan por sendas separadas, en consecuencia, dejó de existir el concepto de familia. La diversión está regulada por el Estado y sirve tanto al consumismo como al entretenimiento alienante. La gente es “feliz” en un mundo totalmente organizado y previsto; la libertad no es –ni remotamente- una preocupación para los ciudadanos.

Cabe destacar al menos que en El mundo feliz las personas vivían en una sociedad que les prodigaba bienestar y satisfacción. En el caso de las castas menos favorecidas, su precario grado de conciencia les impedía darse cuenta de que su destino estaba trazado, que no tenían la opción de escoger otro; en consecuencia, no sufrían por esta causa.

1984: la dictadura pesadillesca

El mundo de 1984 pone de relieve el rol del dictador supremo. El Gran Hermano es objeto de una idolatría fanática que lo convierte en una suerte de dios viviente, formidable herramienta para imponer el control absoluto. La información es manipulada y solo existe la verdad oficial. Se despliega un sistema masivo de vigilancia y el aparato de represión al servicio del Partido Único.

Tres clases conforman la sociedad orwelliana: los altos dirigentes del Partido, los miembros del círculo externo del Partido –que se hacen cargo de administrar la burocracia del estado- y los “proles”, que viven inmersos en la pobreza, aunque provistos de entretenimiento.

Aunque su presencia en nuestro mundo “real” fue muy intensa en la segunda mitad del siglo XX, este tipo de regímenes parece devenir en un modelo en declinación.

No obstante, en el mundo real prevalecen rasgos como el control y el potente uso de los medios de comunicación, el manejo de guerras (reales o amenazas potenciales) como medio de fortalecer la “unidad nacional”, y el empleo de sistemas de inteligencia más sofisticados y menos violentos.

Fahrenheit 451: la anulación del pensamiento

El estado ha llegado a la convicción que leer provoca un estado de conciencia indeseable, causa de toda insatisfacción y sufrimiento. Todos deben ser iguales: esa es la base del perfecto equilibrio social que resulta de la falta de cuestionamiento. Por ello el cuerpo de bomberos tiene por extravagante misión la búsqueda y quema mediante lanzallamas de los libros, sin excepción.

Los medios de comunicación de masas son la principal fuente de entretenimiento –y por cierto de alienación- de los miembros de la sociedad farenheitiana. La población, cuando no está frente a las enormes pantallas interactivas de televisión, escucha una corriente mediática infinita conformada por música e información mediante auriculares mínimos. Una visión realmente profética.

No cabe duda respecto de la similitud del mundo que describe Bradbury y el nuestro actual. La gente se considera feliz, aunque no tenga libertad y esté atrapada en la prisión de su propia mente, ajena al mundo del conocimiento, el arte y la reflexión. Un gran acierto de Fahrenheit 451 es haber predicho el rol rector de los medios masificados a través de la tecnología y su efecto como medio de control absoluto. Así, por otro camino, hemos llegado a una cuasi renuncia absoluta a la lectura, producto de la falta de interés. Así caminamos, o nos arrastramos, hacia un mundo crecientemente dominado por la ignorancia, la vacuidad y la pasividad, expresadas como carencia de opinión de los individuos.

¿Dónde estamos hoy?

Más allá del ámbito de estas ideas, es evidente que vivimos tiempos de crisis. Es un mundo que muestra crisis diversas y simultáneas en los gobiernos, entre estados, de las instituciones, y a nivel de las personas. Las metas son móviles, se desplazan y se alejan continuamente. Es como si el logro hubiera desaparecido del horizonte alcanzable. La gratificación se posterga en pos de un futuro hipotético; aunque mientras tanto se va consumiendo de manera de compensar, aunque nunca satisfacer. El deseo –motor de la sociedad- debe mantenerse insatisfecho en lo esencial para cumplir su rol. Del mismo modo, una sociedad buena y justa se posterga a un futuro inalcanzable.

Lejos del control burocrático central, la sociedad moderna ha evolucionado en el sentido inverso al señalado en 1984 o El mundo feliz: hacia un mundo desregulado, con un estado pequeño, donde se han privatizado la mayoría de las tareas. Estos pequeños y en general débiles estados actúan con dificultad en el planeta globalizado, donde operan vastos poderes transnacionales. Lo privado ha invadido el espacio de lo público en casi todo sentido. Los gobernantes han de actuar como facilitadores de los poderes económicos: atraer inversionistas, generar puestos de trabajo, activar sus economías. La preocupación por el bienestar de los ciudadanos: salud, educación, vivienda, seguridad, queda en sus propias manos. De ciudadanos pasaron a convertirse en meros consumidores.

El individuo produce para consumir. Es el consumo lo que manda en la sociedad moderna. El consumo es la forma de satisfacer los anhelos, aunque estos jamás deben ser satisfechos a plenitud, pues el motor social se detendría.

Avanzamos sin una meta clara que provea de sentido a nuestros esfuerzos. La búsqueda de una sociedad mejor se ha extraviado y está por completo fuera de las expectativas y las agendas. El mejoramiento no es una aspiración colectiva: ha pasado a ser una responsabilidad individual. Los planes de los individuos han de realizarse en un mundo cambiante, imprevisible y caótico, donde la confianza es un bien escaso. Cada cual está abandonado a su suerte, en un escenario que se modifica de manera continua, generando múltiples expresiones de inseguridad.

Ante la pregunta implacable ¿Por qué es bueno leer literatura?, la única respuesta contundente que he hallado es porque nos conduce a un viaje hacia el otro. Consiste en saber lo que otros sienten y viven, ponerse en el lugar de ellos. Eso se encuentra exactamente en las antípodas del culto a lo individual. Reconocer al otro y centrarse en él es el germen de la comprensión, la solidaridad, la humanidad. 

No puedo evitar declarar mi perplejidad ante la visión de nuestra actualidad que Ray Bradbury elaboró en su contrautopía, de manera tan próxima, hace ya sesenta años. Queda pendiente quién elaborará el sueño que ilumine el rumbo a tomar, ¿un escritor, un filósofo, un científico, un labrador, un profesor?

Tal vez, me atrevo a sugerir, sea nuevamente el turno de los escritores. A mediados del siglo pasado se escribieron esclarecedoras contrautopías, que más allá de su capacidad de anticipar el futuro, generaron –creo- efectos positivos en la historia.

Así como también desde los albores mismos de la humanidad se escribieron maravillosas utopías como la de Platón, quizás ahora podamos –o debamos, en un momento de gran desesperanza, soledad e individualismo-  asumir el desafío de soñar mundos donde el significado de la palabra libertad equivalga a los anhelos más altos de la humanidad.