Por Miguel González Troncoso

Al salir de la estación, enfilé por la Gran Avenida en dirección a mi trabajo. Aún estaba oscuro, la luna completaba su eclipse y ya amanecía. En dirección contraria a la mía, un hombre con figura espectral, caminaba lentamente. A medida que se acercaba pude distinguir que una capucha cubría su cabeza y que, por abrigo, llevaba un largo y raído sobretodo. En sus manos cargaba una infinidad de bolsas plásticas. Al pasar a mi lado, pude observar que su rostro era de rasgos amables; era un hombre joven, de unos 25 años. Me atreví a mirarlo a los ojos, él mantuvo su mirada en los míos.

Su mirada era plácida, acogedora, llena de sueños, y creí descubrir su mundo, sus abismos, tal vez la desnudez de su alma y sus búsquedas. Pero fueron sólo segundos. Después, él desvió su mirada hacia el suelo y siguió caminando, cabizbajo, sumido profundamente en su propio mundo.

Con el corazón apretado, seguí mi camino, pero no me pude resistir y me di vuelta a mirar cómo se alejaba. Creo que con él iban muchas vidas y entre éstas, parte de la mía. Apresuré el paso y entré al edificio, a otras realidades. Durante la jornada recordé al joven errante e inmediatamente pensé en todos los hijos y en el sentido de la vida.

Allá afuera, me dije, unos padres estarán esperando al hijo, aquél que un día salió de casa y nunca regresó.